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Mi padre guardó silencio y esperé a que prosiguiera con la historia, pero en lugar de eso permaneció sentado, contemplando la lluvia sin verla. Me pareció que lo indicado era callar y dejarlo con sus pensamientos, fueran los que fuesen, pero sabía que, al igual que había sucedido con Horace Bonepenny, algo había cambiado entre nosotros.

Allí estábamos los dos, mi padre y yo, encerrados en una habitación minúscula y manteniendo por primera vez algo que podía interpretarse como una conversación. Estábamos hablando casi como adultos, casi como seres humanos, casi como padre e hija. Y aunque no se me ocurría nada que decir, de repente quise que aquella conversación continuara hasta que se apagara la última estrella.

Deseé poder abrazar a mi padre, pero no pude. Ya hacía algún tiempo que había descubierto que en el carácter de la familia De Luce había algo que ahuyentaba toda muestra externa de afecto entre sus miembros, toda declaración abierta de cariño. Lo llevábamos en la sangre.

Así que nos quedamos allí sentados, mi padre y yo, como dos viejecitas en un té parroquial. No era la mejor manera de vivir la propia vida, pero tendríamos que conformarnos.

Dieciséis

El fogonazo de un relámpago borró todo rastro de color de la estancia y llegó acompañado del ensordecedor estallido de un trueno. Los dos nos encogimos.

– Tenemos la tormenta justo encima -dijo papá.

Asentí para tranquilizarlo y darle a entender que, a pesar de las circunstancias, estábamos juntos. Después eché un vistazo a mi alrededor: la bombilla desnuda que pendía sobre nuestras cabezas, la puerta de acero, el catre y la lluvia que caía en el exterior le daban a aquel cubículo profusamente iluminado un extraño parecido con la sala de mandos del submarino de la película We Dive at Dawn. Imaginé que el fragor vibrante del trueno era el sonido de cargas de profundidad que explotaban justo sobre nuestras cabezas y, de repente, ya no temí tanto por papá. Por lo menos, éramos aliados. Jugué a creer que mientras nos quedáramos muy quietos y yo permaneciera en silencio, nada ni nadie podría hacernos daño.

Papá prosiguió como si no se hubiera producido ninguna interrupción.

– Bony y yo nos distanciamos mucho -dijo-. Aunque los dos seguimos formando parte del Círculo de Magia del señor Twining, cada cual persiguió sus propios intereses. A mí me apasionaba escenificar trucos espectaculares, como serrar a una dama por la mitad, hacer desaparecer una jaula llena de vivaces canarios y cosas por el estilo. Por supuesto, la mayoría de esos efectos no estaban al alcance de mi presupuesto de estudiante, pero a medida que pasaba el tiempo me bastaba con leer al respecto y aprender cómo se ponían en práctica.

»Bony, sin embargo, se pasó a los trucos que requerían una destreza aún mayor con las manos: efectos sencillos, que podían ponerse en práctica delante mismo de las narices del espectador sin tener que recurrir a demasiados artilugios. Era capaz de conseguir, ante los ojos de cualquiera, que un despertador niquelado desapareciera en una de sus manos y apareciera en la otra. Jamás quiso enseñarme cómo lo hacía.

»Fue más o menos en aquella época cuando al señor Twining se le ocurrió la idea de crear la Sociedad Filatélica, que era otra de sus pasiones. Estaba convencido de que si aprendíamos a coleccionar, catalogar y fijar sellos de todo el mundo, también aprenderíamos mucho sobre historia, geografía y pulcritud, por no hablar ya del hecho de que los debates periódicos fomentarían la seguridad en sí mismos de los miembros más tímidos del club. Y puesto que Twining era un ferviente coleccionista, no veía motivo alguno para que sus muchachos no se entusiasmaran con la idea.

»Su colección era la octava maravilla del mundo, o eso me parecía a mí. Se había especializado en los sellos británicos y, sobre todo, en las variaciones de color de la tinta de impresión. Poseía el asombroso talento de deducir el día (y, en algunas ocasiones, incluso la hora) en que se había impreso un ejemplar concreto. Le bastaba con comparar las microscópicas fisuras y variaciones producidas por el desgaste y la tensión en los clichés de impresión para extraer una sorprendente cantidad de información.

»Las hojas de sus álbumes eran auténticas obras maestras. ¡Qué colores! Y cuántas variaciones en una misma página, como si fueran pinceladas de la paleta de Turner.

»La colección empezaba, claro está, con los sellos negros de 1840, pero el negro pronto se convertía en marrón, el marrón en rojo, el rojo en naranja y el naranja en estridente carmín o en índigo y rojo veneciano. Un derroche de vivos colores, con los que podría pintarse el florecimiento del mismísimo Imperio británico. ¡Eso sí que es cubrirse de gloria!

Jamás había visto a papá tan animado. De repente, volvía a ser un niño: su rostro se había transformado y relucía como una lustrosa manzana. Pero eso que había dicho sobre la gloria… ¿dónde lo había oído yo? ¿No era eso lo que le decía Humpty Dumpty a Alicia? Permanecí en silencio, tratando de adivinar las conexiones que en ese momento debían de estar estableciéndose en la mente de papá.

– Y, sin embargo -prosiguió-, no era el señor Twining quien poseía la colección filatélica más valiosa de Greyminster. Ese honor le correspondía al doctor Kissing, cuya colección, aunque no era muy extensa, era selecta…, y puede que también de incalculable valor.

»El doctor Kissing no era, como quizá podría esperarse del director de uno de los mejores internados privados de este país, un hombre de ilustre cuna o de familia adinerada. Se quedó huérfano al nacer y lo crió su abuelo, un hombre que trabajaba en una fundición de campanas en el East End londinense, barrio que en aquella época era más conocido por sus lamentables condiciones de vida que por sus organizaciones benéficas, más famoso por su delincuencia que por sus oportunidades educativas.

»Cuando tenía cuarenta y ocho años, el abuelo del doctor Kissing perdió el brazo derecho en un espantoso accidente con metal fundido. Dado que ya no podía ejercer su oficio, no le quedó otro remedio que echarse a las calles a pedir limosna, apurada situación en la que se vio inmerso durante casi tres años.

»Cinco años antes, en 1840, la firma londinense Perkins, Bacon & Petch había sido designada por el Tesoro Público como única casa de impresión de los sellos británicos.

»El negocio les fue muy bien. Sólo en los primeros doce años tras la designación imprimieron más de dos mil millones de sellos, la mayoría de los cuales acabaron tirados en las papeleras de todo el mundo. Hasta Charles Dickens comentó la ingente producción de efigies de la reina.

»Por suerte, fue precisamente en la imprenta que dicha compañía tenía en Fleet Street donde el abuelo del doctor Kissing encontró finalmente un empleo… como barrendero. Aprendió a manejar la escoba con una sola mano mucho mejor que la mayoría de los hombres con dos y, puesto que creía a pies juntillas en el respeto, la puntualidad y la responsabilidad, no tardó mucho tiempo en convertirse en uno de los empleados más apreciados de la compañía. De hecho, el doctor Kissing me contó en una ocasión que el socio más antiguo de la firma, el mismísimo Joshua Butters Bacon, siempre llamaba a su abuelo «Campanero», como muestra de respeto hacia su antiguo oficio.

»Cuando el doctor Kissing aún era un niño, su abuelo solía llevarse a casa sellos rechazados o descartados debido a alguna irregularidad durante el proceso de impresión. Aquellos «trocitos de papel», como él los llamaba, se convertían muy a menudo en sus únicos juguetes. Se pasaba horas y horas ordenando y reordenando los trocitos de colores según el tono o según variaciones demasiado sutiles para apreciarlas a simple vista. Su mejor regalo, me dijo, fue una lupa que su abuelo le regateó a un vendedor ambulante después de haber empeñado a cambio de un chelín el anillo de boda de su propia madre.