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»Todos los días, en el trayecto de ida y vuelta al internado, el muchacho entraba en todas las tiendas y oficinas que encontraba y se ofrecía a barrer el suelo a cambio de los sobres timbrados que arrojaban a las papeleras.

»En aquella época, aquellos trocitos de papel se convirtieron en el núcleo de una colección que con el tiempo sería la envidia de la realeza. Muchos años más tarde, cuando ya era director de Greyminster, el doctor Kissing seguía conservando la lupa que le había regalado su abuelo.

»«Los placeres sencillos son los mejores», solía decirnos.

»El joven Kissing aprovechó la tenacidad, con que la vida lo había dotado de niño y fue obteniendo una beca tras otra, hasta el día en que el viejo Campanero, hecho un mar de lágrimas, vio a su nieto licenciarse en Oxford con las mejores notas.

»Bien, ciertos individuos que se las dan de entendidos aseguran que los sellos de correos más raros son los ejemplares anormales o mutilados que inevitablemente resultan del proceso de impresión, pero eso no es cierto. Da igual las sumas que dichas monstruosidades alcancen cuando se ponen a la venta en el mercado: para el verdadero coleccionista no son más que material de desecho.

»No, las rarezas son los sellos que se han puesto oficialmente en circulación, de forma legal o no, pero en cantidades muy limitadas. A veces salen a la venta unos cuantos miles de sellos antes de que se detecte un problema. Otras veces son sólo unos pocos centenares, como ocurre cuando una única hoja consigue eludir el Tesoro Público.

«Pero en toda la historia del servicio de correos y telégrafos del Reino Unido existe una sola ocasión, una sola, en que una hoja de sellos haya sido radicalmente distinta de sus millones de compañeras. Así fue cómo ocurrió:

»En junio de 1840, un joven camarero medio loco llamado Edward Oxford había disparado dos revólveres, casi a bocajarro, contra la reina Victoria y el príncipe Alberto cuando éstos viajaban en un carruaje descubierto. Por suerte, ambos disparos erraron el blanco, y la reina, que por entonces estaba embarazada de cuatro meses de su primer hijo, resultó ilesa.

»Algunos creyeron que el intento de asesinato formaba parte de un complot organizado por el movimiento cartista, mientras que otros lo consideraban una conspiración de los partidarios de la Casa de Orange para colocar al duque de Cumberland en el trono de Inglaterra. Lo segundo se acercaba a la verdad más de lo que el gobierno creía, o más de lo que estaba dispuesto a admitir. Aunque Oxford pagó su delito al pasarse los siguientes veintisiete años encerrado en Bedlam (donde, dicho sea de paso, parecía más cuerdo que la mayoría de los internos y que muchos de los doctores), quienes lo habían adiestrado seguían en libertad, ocultos en la invisibilidad de la metrópoli. Tenían otras liebres a las que soltar.

»En el otoño de 1840, la firma Perkins, Bacon & Petch contrató a un aprendiz de tipógrafo llamado Jacob Tingle. Dado que era, ante todo, un ser muy ambicioso, el joven Jacob progresó en su oficio a pasos agigantados.

»Lo que sus jefes aún no sabían era que el tal Jacob Tingle era en realidad un simple peón en un peligrosísimo juego… del que sólo tenían conocimiento sus siniestros maestros.

Si había algo que me llamaba la atención en aquel relato era la forma en que mi padre le hacía cobrar vida. Casi me parecía estar tocando a los caballeros con sus almidonados cuellos y sus chisteras, a las damas con sus faldas de miriñaque y sus gorritos. Y a medida que los personajes de su relato cobraban vida, lo mismo le sucedía a papá.

– La misión de Jacob Tingle era un gran secreto: debía imprimir, utilizando para ello todos los medios que tuviera a su alcance, una hoja, una única hoja, de sellos Penny Black. Y debía hacerlo con la llamativa tinta de color naranja que se le había proporcionado a tal efecto. En una taberna situada junto al cementerio de St. Paul, un hombre con un sombrero de ala ancha, que permanecía sentado en la penumbra y hablaba en guturales susurros, le había entregado la botellita de tinta y una iguala.

»Una vez que hubiera impreso aquella hoja bastarda, Tingle debía esconderla en una resma de Penny Black normales, de los que se enviaban a las oficinas de correos de toda Inglaterra. En cuanto lo hubiera hecho, su misión habría terminado y el destino se encargaría del resto.

»Tarde o temprano, en algún lugar de Inglaterra, aparecería una hoja de sellos de color naranja, los cuales transmitirían un mensaje muy claro para quien tuviera ojos: «Estamos entre vosotros», dirían los sellos. «Nos movemos entre vosotros a nuestro antojo y sin que nos veáis.»

»El servicio de correos y telégrafos, ajeno a la conspiración, no tendría oportunidad alguna de retirar de la circulación los sellos incendiarios. Y en cuanto salieran a la luz, la noticia de su existencia correría como la pólvora. Ni siquiera el gobierno de su majestad podría mantenerlo en secreto. El resultado sería el terror en su máxima expresión.

«Aunque su mensaje llegó muy tarde, un agente secreto se había infiltrado en las filas de los conspiradores y había informado de que el descubrimiento de los sellos de color naranja constituiría la señal para que los conspiradores de todas partes iniciaran una nueva oleada de ataques individuales contra la familia real.

«Parecía un plan perfecto. Si fracasaba, sus autores sólo tenían que dejar pasar el tiempo y volver a intentarlo otro día. Pero no hubo necesidad de volver a intentarlo, porque el plan funcionó como un reloj.

»El día después de haberse reunido con el desconocido junto al cementerio de St. Paul se produjo una espectacular, si bien sospechosa, deflagración en un callejón que estaba justo detrás de Perkins, Bacon & Petch. Cuando los tipógrafos y el personal administrativo se precipitaron al exterior para ver el fuego, Jacob sacó con mucha serenidad la botellita de tinta de color naranja que llevaba oculta en el bolsillo, entintó el cliché con un rodillo que había escondido en un estante, tras una hilera de frascos con productos químicos, colocó una hoja de papel afiligranado humedecido e imprimió la hoja. Puede decirse que hasta le resultó demasiado fácil.

«Cuando los otros empleados regresaron a sus puestos, Jacob ya había ocultado la hoja de color naranja entre sus hermanas negras, había limpiado el cliché, había ocultado los trapos sucios y estaba preparando ya la siguiente tirada de sellos ordinarios. En ese momento apareció el viejo Joshua Butters Bacon, que se acercó al joven y lo felicitó por haber demostrado tanta calma ante el peligro. El anciano le dijo que llegaría lejos en el oficio.

»Y entonces el destino lo fastidió todo, como tiene por costumbre. Lo que los conspiradores no podían haber previsto era que el hombre del sombrero de ala ancha iba a ser embestido esa misma noche en Fleet Street, bajo la lluvia, por un caballo de tiro fugitivo, como tampoco podían haber previsto que con su último aliento abrazaría de nuevo la fe en la que lo habían educado y confesaría la conspiración (incluido el asunto de Jacob Tingle) a un policía envuelto en una capelina negra, que el moribundo confundió con la sotana de un sacerdote católico.

»Para entonces, sin embargo, Jacob Tingle ya había realizado su sucia labor y la hoja de sellos de color naranja ya viajaba, en el correo de la noche, hacia algún rincón desconocido de Inglaterra. Espero que todo esto no te parezca demasiado aburrido, Harriet.

¿Harriet? ¿Papá me había llamado «Harriet»?

No es raro que los padres con unas cuantas hijas reciten de un tirón todos los nombres, por orden de edad, cuando quieren llamar a la menor, así que ya estaba acostumbrada a que me llamaran «Ophelia Daphne Flavia, caray». Pero…