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¿Harriet? ¡Jamás! ¿Había sido un simple lapsus línguae o acaso papá creía de verdad que le estaba contando aquella historia a Harriet?

Quise darle una paliza y dejarlo para el arrastre; quise abrazarlo; quise morirme.

Me di cuenta de que el sonido de mi voz podía romper el hechizo, así que sacudí lentamente la cabeza de un lado a otro, como si estuviera a punto de caérseme. En el exterior, el viento azotaba las enredaderas que bordeaban la ventana, mientras seguía lloviendo a mares.

– Se lanzó el grito de «¡Al ladrón!» -prosiguió al fin mi padre, y yo dejé de contener la respiración-. Se enviaron telegramas a los jefes de todas las oficinas de correos del territorio. Llegaran donde llegasen los sellos de color naranja, debían guardarse de inmediato bajo llave e informar en seguida al Tesoro Público de su paradero.

«Dado que a las ciudades se habían enviado las remesas más grandes de Penny Black, se creía que lo más probable es que los sellos de color naranja aparecieran en Londres o Manchester, o tal vez en Sheffield o Bristol. Sin embargo, dio la casualidad de que no aparecieron en ninguna de esas ciudades.

»Escondido en uno de los rincones más remotos de Cornualles se encuentra el pueblo de St. Mary-in-the-Marsh, un lugar en el que jamás había ocurrido nada y tampoco se esperaba que ocurriera nada.

»El jefe de la oficina de correos era un tal Melville Brown, un anciano caballero que ya había superado en unos cuantos años la edad habitual de jubilación, pero que intentaba sin demasiado éxito ahorrar una parte de su mísero sueldo para «que lo ayudara a pagarse el entierro», como le contaba a todo aquel que quisiera escuchar.

«Corno era de esperar, ya que St. Mary-in-the-Marsh se hallaba lejos de los caminos trillados en más de un sentido, el jefe de correos Brown no había recibido la directriz telegrafiada del Tesoro Público, así que se llevó una buena sorpresa unos cuantos días más tarde cuando, después de haber desembalado una pequeña remesa de Penny Black, procedió a contarlos para comprobar que el pedido cuadrara y se encontró, literalmente, con los sellos de color naranja entre los dedos.

»Obviamente, detectó al instante los sellos de color naranja. ¡Alguien había cometido un tremendo error! No había recibido, como hubiera sido de esperar, un folleto oficial de «Instrucciones para los jefes de correos» en el que se comunicara el cambio de color de los Penny Black. No, aquél era un asunto de suma importancia, aunque Brown no acabara de entender de qué se trataba.

»Durante un segundo (sólo un segundo, fíjate bien), Brown pensó que aquella hoja de sellos de extraño color podía tener un valor superior al nominal. Pocos meses después de que se introdujo el Penny Black, mucha gente, sobre todo de Londres, por lo que él había oído decir, gente que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo, había empezado a coleccionar sellos de correos autoadhesivos y a colocarlos en unos libritos. Un sello impreso fuera de registro o con los números de control invertidos podía llegar a valer una o dos libras, así que una hoja entera…

»Pero Melville Brown era uno de esos seres humanos que abundan tan poco como los arcángeles: era un hombre honrado. Así pues, procedió de inmediato a telegrafiar al Tesoro Público y, en menos de una hora, salió de Paddington un mensajero ministerial con la misión de recuperar los sellos y llevarlos de vuelta a Londres.

»El gobierno tenía intenciones de destruir de inmediato los sellos defectuosos, cosa que se disponía a hacer con toda la solemnidad oficial de una misa pontifical de réquiem. Joshua Butters Bacon, sin embargo, propuso que los sellos se conservaran en los archivos de la imprenta, o incluso en el Museo Británico, para que las futuras generaciones pudieran estudiarlos.

»A la reina Victoria, sin embargo, que, como dicen los estadounidenses, tenía bastante de urraca, se le ocurrió otra idea. Pidió que le entregaran uno solo de aquellos sellos como recordatorio del día en que se había salvado de las balas de un asesino. Los demás sellos debían ser destruidos por el directivo de rango más alto de la compañía que los había impreso.

»¿Quién se atrevía a decirle que no a la reina? Por aquella época, con las tropas británicas a punto de invadir Beirut, el primer ministro, el vizconde Melbourne (de quien se decía que en otros tiempos había mantenido un idilio con su majestad), tenía otras cosas en que pensar. Así que se dio carpetazo al asunto.

»Y así fue cómo la única hoja de sellos Penny Black de color naranja quedó reducida a cenizas en una vinagrera, en el despacho del director ejecutivo de Perkins, Bacon & Petch. Pero antes de encender la cerilla, Joshua Butters Bacon había recortado con una precisión quirúrgica (te hablo de una época en que aún no se había introducido el dentado) dos ejemplares: de una esquina de la hoja recortó el sello marcado como «AA» para la reina y de la otra esquina, en el mayor de los secretos, recortó para sí el sello marcado como «TL».

»Esos dos sellos recibirían un día, en el mundo del coleccionismo, el nombre de Vengadores del Ulster, aunque durante muchos años antes de que se conocieran con ese nombre, su mera existencia fue un secreto de Estado.

»Años más tarde, cuando tras la muerte de Bacon retiraron su mesa, cayó al suelo un sobre que de alguna manera estaba oculto detrás de ella. Como seguramente ya habrás adivinado, el barrendero que lo encontró era Ringer, el abuelo del doctor Kissing. Muerto el anciano Bacon, pensó el hombre, ¿qué mal había en llevarle a su nietecito de tres años, para que jugara un rato, el vistoso sello de color naranja que descansaba dentro del sobre?

Noté cómo la sangre se me agolpaba en las mejillas y recé para que mi padre no se diera cuenta. ¿Cómo podía, sin empeorar aún más la situación, decirle que los dos Vengadores del Ulster, uno marcado como «AA» y el otro como «TL», estaban en ese preciso instante, metidos de cualquier manera, en el fondo de mi bolsillo?

Diecisiete

Una parte de mí ardía literalmente en deseos de sacar del bolsillo los dos sellos malditos y depositarlos en la mano de mi padre, pero le había dado mi palabra de honor al inspector Hewitt. No podía depositar en la mano de mi padre nada que hubiera sido robado, nada que pudiera incriminarlo aún más.

Por suerte, papá parecía ajeno a todo. Ni siquiera el fogonazo de otro relámpago, seguido de un seco restallido y del prolongado fragor del trueno, consiguieron devolverlo al presente.

– El Vengador del Ulster marcado como TL -prosiguió- se convirtió obviamente en la piedra angular de la colección del doctor Kissing. Era de todos sabido que sólo existían dos sellos de ese tipo. El otro, el ejemplar marcado como AA, había pasado a la muerte de la reina Victoria a su hijo Eduardo VII y, a la muerte de éste, a su hijo Jorge V, en cuya colección permaneció hasta que hace muy poco fue robado a plena luz del día en una exposición de sellos. Aún no ha sido recuperado.

«¡Ja!», pensé.

– ¿Y el sello marcado como TL? -pregunté en voz alta.

– El TL, como ya te he contado, permaneció a salvo en el despacho del director de Greyminster. El doctor Kissing lo sacaba de vez en cuando, «en parte para presumir», nos contó en una ocasión, «y en parte para recordar mi humilde origen en el caso de que alguna vez me crea por encima de los demás».

»Sin embargo, casi nunca mostraba a nadie el Vengador del Ulster. Tal vez sólo a los filatelistas de más prestigio. Se decía que el mismísimo rey se había ofrecido en una ocasión a comprarle el sello, oferta que Kissing rechazó con amabilidad pero también con firmeza. En vista de que no le había salido bien, el rey le suplicó entonces, a través de su secretario personal, un permiso especial para ver el «fenómeno naranja», como él lo llamaba. Kissing accedió de inmediato y la cosa acabó con una visita secreta y nocturna a Greyminster de su difunta alteza real. Uno no puede dejar de preguntarse, claro está, si trajo consigo el AA, de modo que los dos sellos pudieran estar juntos de nuevo, aunque fuera sólo durante unas pocas horas. Tal vez ése sea uno de los mayores misterios de la filatelia.