Выбрать главу

»Fue un momento atroz. Todos nos quedamos mudos de asombro. El doctor Kissing observaba la escena boquiabierto, y el señor Twining, gracias al cual estábamos allí, parecía haber recibido un disparo en pleno corazón.

»«¡Es un truco, señor!», exclamó Bony con aquella mueca de osario tan característica en él. «Bien, ahora tenéis que ayudarme todos a recuperarlo. Si nos cogemos de las manos y rezamos juntos…»

»Me ofreció su mano derecha, al mismo tiempo que le ofrecía la izquierda a Bob Stanley.

»«Formad un círculo», ordenó. «Cogeos de las manos y formad un círculo de oración.»

»«¡Basta!», le ordenó el doctor Kissing. «Acabe con esta tontería de una vez y devuelva el sello a su caja, Bonepenny.»

»«Pero, señor», dijo Bony, y juraría que vi un destello en sus dientes a la luz de las llamas de la chimenea, «si no colaboramos todos, la magia no funciona. Así es la magia, ¿sabe?».

»«Devuelva… el… sello… a… su… caja…», silabeó muy despacio el doctor Kissing, con una expresión tan horrenda como las de los rostros de las trincheras tras una batalla.

»«Bueno, pues tendré que hacerlo yo solo», dijo Bony, «pero déjeme advertirle de que así es mucho más difícil».

»Jamás lo había visto tan seguro ni tan pagado de sí mismo. Se arremangó la chaqueta y apuntó hacia el techo, todo lo alto que pudo, sus dedos largos y blancos.

»«¡Oh, reina naranja, vuelve a nuestro lado, vuelve y dinos dónde has estado!»

»Tras esas palabras chasqueó los dedos y apareció un sello donde un instante antes no había nada. Un sello de color naranja. La expresión del doctor Kissing se suavizó un tanto y casi sonrió. El señor Twining me clavó con fuerza los dedos en el omóplato y me di cuenta de que hasta ese momento había estado aferrándose a mí como si le fuera la vida en ello.

»Bony bajó el sello para verlo de cerca y se lo acercó casi hasta la punta de la nariz. Al mismo tiempo, sacó rápidamente del bolsillo trasero una lupa de exagerado tamaño y examinó el recién aparecido sello con los labios fruncidos.

»Y, de repente, adoptó la voz de Tchang Fu, el viejo mandarín, y, a pesar de que Bony no llevaba maquillaje alguno, juro que vi su piel amarilla, sus largas uñas y su quimono rojo de dragones.

»«Oh, oh. Honolables ancestlos, envial otlo sello», dijo mientras nos lo mostraba para que lo inspeccionáramos. Era un vulgar sello emitido por Hacienda de Estados Unidos, un sello corriente de la época de la guerra civil como los que la mayoría de nosotros teníamos en nuestros álbumes.

»Lo dejó caer revoloteando al suelo, se encogió de hombros y, de nuevo, dirigió la mirada a lo alto. «Oh, reina naranja, vuelve a nuestro lado…», empezó a decir de nuevo, pero el doctor Kissing lo agarró por los hombros y lo sacudió como si fuera un bote de pintura.

»«El sello», le ordenó, tendiéndole una mano. «Ya.»

»Uno tras otro, Bony volvió del revés los bolsillos de sus pantalones.

»«No lo encuentro, señor», dijo. «Parece que algo ha salido mal.»

«Rebuscó en ambas mangas, se pasó un largo dedo por el interior del cuello de la camisa y, de repente, se operó en él una transformación: un segundo después, no era más que un crío asustado con aspecto de querer huir de allí lo antes posible.

»«Siempre ha funcionado, señor», balbució. «Lo he hecho cientos de veces.»

«Empezó a ponerse muy rojo y creí que iba a echarse a llorar.

»«Regístrenlo», ladró el doctor Kissing.

»Varios de los muchachos, bajo la supervisión del señor Twining, se lo llevaron al cuarto de baño, donde lo registraron de arriba abajo, desde el pelo rojo hasta los zapatos marrones.

»«El chico dice la verdad», admitió el señor Twining cuando por fin regresaron. «Es como si el sello hubiera desaparecido.»

»«¿Desaparecido?», inquirió el doctor Kissing. «¿Desaparecido? ¿Cómo va a desaparecer un maldito sello? ¿Está usted absolutamente seguro?»

»«Absolutamente seguro», respondió el señor Twining.

»Se registró la habitación entera: se levantó la alfombra, se apartó la mesa, se pusieron patas arriba los objetos decorativos, pero todo en vano. Finalmente, el doctor Kissing cruzó la habitación hasta el rincón donde Bony permanecía sentado, con la cabeza enterrada entre las manos.

»«Explíquese usted, Bonepenny», le exigió.

»«No… no puedo, señor. Debe de haberse quemado. Se supone que tenía que sustituirlo, ¿no?, pero debo de haber…, no sé…, no puedo…»

»Y se echó a llorar.

»«Váyase usted a dormir, joven», le gritó el doctor Kissing. «¡Salga de esta casa y váyase a dormir!»

»Era la primera vez que lo oíamos levantar la voz por encima del nivel de una agradable conversación, y debo decir que nos conmocionó a todos. Miré a Bob Stanley y me di cuenta de que se estaba balanceando hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de los pies, tan tranquilo como si estuviera esperando un tranvía.

»Bony se puso en pie y cruzó muy despacio la habitación hacia mí. Me fijé en sus ojos enrojecidos mientras él me cogía una mano. Me la estrechó casi sin fuerzas, pero fui incapaz de devolverle el gesto.

»«Lo siento, Jacko», dijo, como si yo, y no Bob Stanley, fuera su cómplice.

»No fui capaz de mirarlo a los ojos. Volví la cabeza hasta que tuve la certeza de que ya no estaba a mi lado.

»En cuanto Bony salió a hurtadillas de la habitación, echando un vistazo por encima del hombro con el rostro exangüe, el señor Twining trató de disculparse ante el director, pero al parecer sólo sirvió para empeorar las cosas.

»«¿Quiere usted que llame a sus padres, señor?»

»«¿A sus padres? No, señor Twining, creo que no es a sus padres a quien debemos llamar.»

»El señor Twining permaneció en el centro de la habitación, retorciéndose las manos. Sólo Dios sabe qué ideas se le pasaron en ese momento por la cabeza al pobre hombre. Ni siquiera recuerdo lo que pensé yo.

»Al día siguiente era lunes. Yo estaba cruzando el patio interior, luchando contra un fuerte viento junto a Simpkins, que parloteaba sin cesar sobre el Vengador del Ulster. La noticia había corrido como un reguero de pólvora y en todas partes se veían corrillos de muchachos con las cabezas muy juntas, agitando con nerviosismo las manos mientras comentaban los últimos, y muy probablemente falsos, rumores.

»Cuando estábamos a unos cincuenta metros de la Residencia Anson, alguien gritó:

»«¡Mirad! ¡Allí arriba, en la torre! ¡Es el señor Twining!»

»Levanté la mirada y vi al pobre infeliz en el tejado del campanario. Se aferraba al parapeto como un murciélago herido y su toga aleteaba al viento. Un rayo de sol se abrió paso entre las raudas nubes, iluminándolo por detrás como si fuera un foco de teatro. Parecía como si todo su cuerpo irradiara luz, y el pelo que le sobresalía bajo el birrete semejaba, al resplandor del amanecer, un disco de cobre, como la aureola de un santo en un manuscrito ilustrado.

»«¡Cuidado, señor!», le gritó Simpkins. «¡Las tejas están en muy mal estado!»

»El señor Twining dirigió la mirada hacia sus pies como si acabara de despertarse de un sueño, como si lo desconcertara encontrarse de repente a veinticinco metros del suelo. Contempló las tejas y, durante un segundo, permaneció completamente inmóvil.