Pegué una oreja a la puerta.
– Además, Jacko -estaba diciendo una voz canallesca al otro lado de la hoja de madera-, ¿cómo pudiste vivir a la luz de ese descubrimiento? ¿Cómo pudiste seguir adelante?
Durante un desagradable instante, tuve la sensación de que George Sanders se había presentado en Buckshaw y le estaba echando un sermón a puerta cerrada a mi padre.
– Largo -dijo papá.
Su voz no era airada, pero utilizaba ese tono contenido y desapasionado que en él siempre indicaba enfado. Lo imaginé con el ceño fruncido, los puños apretados y los músculos de la mandíbula tensos como la cuerda de un arco.
– Oh, no digas tonterías, amigo -replicó la voz empalagosa-. Estamos juntos en esto…, siempre lo hemos estado y siempre lo estaremos. Lo sabes tan bien como yo.
– Twining tenía razón -repuso papá-. Eres un ser odioso y despreciable.
– ¿Twining? ¿El viejo Cuppa? Cuppa lleva treinta años muerto, Jacko… Igual que Jacob Marley. Pero, lo mismo que el mencionado Marley, su fantasma aún nos acompaña, como seguramente ya has descubierto.
– Y pensar que lo matamos… -dijo papá con una voz apagada, derrotada.
¿Había oído bien? ¿Cómo era posible que…? Al apartar la oreja de la puerta y agacharme para mirar a través del ojo de la cerradura, me perdí las siguientes palabras de papá. Estaba tras su escritorio, mirando hacia la puerta. El desconocido, en cambio, me daba la espalda. Era altísimo, más de metro noventa, calculé. Con su pelo rojo y su ajado traje gris parecía la grulla canadiense que permanecía disecada en un oscuro rincón del museo de armas de fuego.
Pegué de nuevo la oreja a la puerta.
– …la vergüenza no prescribe -estaba diciendo la voz-. ¿Qué son para ti un par de miles, Jacko? Seguro que heredaste un buen pellizco tras la muerte de Harriet. Vamos, sólo el seguro…
– ¡Cierra esa asquerosa boca! -grito papá-. Lárgate antes de que…
De repente, alguien me cogió por detrás y me tapó la boca con una áspera mano. El corazón me dio un vuelco. Quien fuera me sujetaba con tanta fuerza que apenas pude oponer resistencia.
– Vuelva usted a la cama, señorita Flavia -me dijo una voz al oído, entre dientes. Era Dogger-. Esto no es asunto suyo -susurró-. Vuelva a la cama.
Aflojó un poco la mano y conseguí zafarme de él. Le lancé una mirada venenosa y, en la penumbra, me pareció advertir que la suya se dulcificaba un poco.
– Lárguese.
Me largué. Ya de nuevo en mi habitación deambulé de un lado a otro durante un rato, como suelo hacer cuando me siento frustrada. Pensé en lo que había escuchado a escondidas. ¿Papá, un asesino? No, era imposible, seguro que todo aquello tenía una explicación de lo más sencilla. Ojalá hubiera podido escuchar el resto de la conversación entre papá y el desconocido… Ojalá Dogger no me hubiera tendido una emboscada en la oscuridad. ¿Quién se había creído que era?
«Se va a enterar», pensé.
– ¡Y listos! -dije en voz alta.
Saqué a José Iturbi de su funda verde de papel, le di cuerda a mi gramófono portátil y puse en el plato la segunda cara de la polonesa en la bemol de Chopin. Me tumbé en la cama y empecé a cantar.
– DA-da-da-da, DA-da-da-da, DA-da-da-da, DA-da-da-da…
Parecía como si hubieran compuesto aquella música para una película en la que alguien intenta arrancar con la manivela un viejo Bentley que no hace más que petardear. No era, precisamente, la mejor elección para dejarse llevar al mundo de los sueños…
Cuando abrí los ojos, el amanecer color gris ostra se insinuaba ya al otro lado de las ventanas. Las manecillas de mi despertador de latón indicaban las 3.44. En verano amanecía muy temprano, y en menos de un cuarto de hora saldría el sol.
Me desperecé, bostecé y salté de la cama. El gramófono se había quedado sin cuerda a mitad de la polonesa y la aguja yacía sin vida entre los surcos. Durante un breve instante, pensé en darle cuerda de nuevo para obsequiar a los habitantes de la casa con un toque de diana polaco, pero entonces recordé lo que había sucedido apenas unas horas antes.
Me acerqué a la ventana y eché un vistazo al jardín. Allí estaba el cobertizo, con los cristales empañados por el rocío y, un poco más allá, una mancha oscura y angulosa que no era sino la carretilla volcada de Dogger, olvidada con el ajetreo del día anterior.
Decidí colocarla bien para ganarme el favor de Dogger, aunque con un objetivo que ni siquiera yo tenía claro, así que me vestí y bajé en silencio la escalera de atrás para ir a la cocina. Al pasar junto a la ventana descubrí que alguien había cortado un pedazo de la tarta de crema de la señora Mullet. «Qué raro», pensé. Sin duda, no había sido ningún miembro de la familia De Luce, pues si en algo estábamos de acuerdo todos, si había algo que nos unía como familia, era la repulsión colectiva que nos inspiraban las tartas de crema de la señora Mullet. Cuando decidía cambiar nuestras tartas favoritas -de ruibarbo o de grosellas- por la temida tarta de crema, por lo general declinábamos probarla, fingiendo una indisposición familiar, y la mandábamos a casita con la tarta e instrucciones concretas de servírsela, con nuestros mejores deseos, a su esposo Alf.
Cuando salí al jardín, vi que la luz plateada del amanecer lo había convertido en un mágico calvero, cuyas sombras oscurecía la delgada franja de luz diurna que asomaba ya tras los muros. Todo estaba cubierto de relucientes gotas de rocío y, desde luego, no me habría sorprendido en absoluto que de detrás de algún rosal saliera un unicornio y se acercara a mí para apoyar la cabeza en mi regazo.
Me dirigía hacia la carretilla cuando tropecé con algo y caí al suelo de rodillas.
– ¡Mierda! -exclamé, al tiempo que me volvía para asegurarme de que no me había oído nadie. Estaba toda embadurnada de limo negro y húmeda-. ¡Mierda! -repetí, esta vez en voz algo más baja.
Me volví de nuevo para ver con qué había tropezado y lo encontré de inmediato: era algo blanco que sobresalía de entre los pepinos. Durante un instante de vacilación, algo en mí se empeñó desesperadamente en creer que era un pequeño rastrillo, un ingenioso utensilio de jardinería con dientes blancos y curvados. Pero no tardé en recobrar la razón y no me quedó más remedio que admitir que era una mano. Una mano unida a un brazo. Un brazo que entraba serpenteando en el huerto de pepinos. Y allí, al final del huerto, cubierto de rocío y de un horripilante tono verde pepino debido a la oscura vegetación, había un rostro. Un rostro que hasta al más pintado le habría parecido el del legendario hombre verde de los bosques.
Movida por una fuerza de voluntad más poderosa que la mía, de nuevo me dejé caer de rodillas al suelo junto a aquella aparición, en parte porque estaba fascinada y en parte porque quería verlo de cerca. Cuando casi tenía la nariz pegada a la suya, el ser abrió los ojos. Me llevé tal susto que no pude mover ni un músculo. El cuerpo que yacía entre los pepinos cogió aire con gesto tembloroso… y, luego, tras burbujearle unos instantes en la nariz, lo expulsó despacio, casi con tristeza, convertido en una única palabra que me golpeó en plena cara.
– Vale! -dijo.
Arrugué un poco la nariz con gesto pensativo al percibir un olor bastante peculiar, un olor cuyo nombre tuve, durante apenas un segundo, en la punta de la lengua. Los ojos de aquel cuerpo, tan azules como los pájaros de los platos de porcelana, contemplaron los míos como si los observaran desde un pasado vago y borroso, como si reconocieran algo en ellos.
Y entonces desapareció de ellos todo rastro de vida. Ojalá pudiera decir que se me encogió el corazón, pero no fue así. Ojalá pudiera decir que el instinto me empujó a huir de allí, pero no sería verdad. Lo que hice fue contemplar fascinada lo que sucedía: el temblor de los dedos, la casi imperceptible opacidad broncínea que adquirió la piel como si hubiera recibido, delante de mis propios ojos, el aliento de la muerte.