Y luego el silencio absoluto.
Ojalá pudiera decir que tuve miedo, pero no lo tuve. Más bien al contrario: aquello era, sin la menor duda, lo más interesante que me había ocurrido en toda mi vida.
Tres
Subí a toda prisa la escalera del ala oeste. Mi primer impulso fue despertar a papá, pero algo -una especie de gigantesco imán invisible- me obligó a pararme en seco. Daffy y Feely no servían de nada en caso de emergencia, así que avisarlas era perder el tiempo. Tan rápido y con tanto sigilo como me fue posible, corrí hasta la parte de atrás de la casa, concretamente hasta el minúsculo cuartito que estaba en lo alto de la escalera de la cocina. Llamé a la puerta con suavidad.
– ¡Dogger! -susurré-. Soy yo, Flavia.
En el interior no se oyó ningún ruido, así que volví a llamar y, tras dos eternidades y media, oí a Dogger arrastrar los pies, enfundados en zapatillas, por el suelo de la habitación. La cerradura emitió un sonoro chasquido cuando Dogger descorrió el cerrojo y, a continuación, el hombre entreabrió la puerta apenas unos centímetros. A la luz del amanecer me di cuenta de que estaba ojeroso, como si no hubiera dormido.
– Hay un cadáver en el jardín -dije-. Será mejor que baje usted.
Mientras yo cambiaba el peso de un pie a otro y me mordisqueaba las uñas, Dogger me dirigió una mirada que sólo puedo definir como cargada de reproches, y después desapareció en la oscuridad de su habitación para vestirse. Cinco minutos más tarde estábamos el uno junto al otro en el sendero del jardín.
Pronto resultó obvio que aquél no era el primer cadáver que veía Dogger. Como si llevara toda la vida haciendo lo mismo, se arrodilló y le buscó el pulso colocando dos dedos en el ángulo posterior de la mandíbula. Por su mirada distante e inexpresiva supe que no lo había encontrado. Se puso en pie muy despacio y se sacudió las manos, como si en cierta manera estuvieran contaminadas.
– Informaré al coronel -dijo.
– ¿No deberíamos llamar a la policía? -le pregunté.
Dogger se pasó los largos dedos por la barbilla sin afeitar, como si estuviera ponderando una cuestión de trascendental importancia. En Buckshaw, el uso del teléfono estaba gravemente restringido.
– Sí -dijo al fin-, supongo que deberíamos llamar a la policía.
Nos encaminamos juntos, tal vez demasiado despacio, a la casa. Dogger descolgó el teléfono y se acercó el auricular a la oreja, pero me fijé en que mantenía un dedo de la otra mano apoyado con fuerza en el botón de la horquilla. Abrió y cerró la boca varias veces, para después palidecer. Empezó a temblarle el brazo y, durante un segundo, creí que iba a dejar caer el aparato. Me dirigió una mirada de impotencia.
– Deme -le dije, quitándole el artilugio de las manos-. Ya lo hago yo. Bishop's Lacey, dos, dos, uno -dije al auricular, mientras pensaba que Sherlock Holmes no podría haber evitado una sonrisa ante tal coincidencia.
– Policía -respondió una voz en tono oficioso al otro lado de la línea.
– ¿Agente Linnet? -dije-. Soy Flavia de Luce, llamo desde Buckshaw.
Jamás había hecho nada parecido, así que no me quedaba más remedio que imitar lo que había oído en la radio y lo que había visto en el cine.
– Quisiera informar de una muerte -dije-. ¿Puede usted enviar a un inspector?
– ¿Quiere usted decir una ambulancia, señorita Flavia? -respondió el agente-. Normalmente no avisamos a los inspectores de policía, a no ser que las circunstancias sean sospechosas. Espere un momento, que cojo un lápiz…
Se produjo una exasperante pausa durante la cual oí al agente rebuscar entre sus artículos de escritorio.
– Bien -prosiguió al fin-, dígame cómo se llama el difunto. Despacito y primero el apellido.
– No sé cómo se llama -respondí-. Es un desconocido.
Y era cierto: no sabía cómo se llamaba. Lo que sí sabía, y con toda seguridad, era que el cadáver del jardín -el cadáver de pelo rojo, el cadáver del traje gris- era el del hombre al que yo había espiado a través del ojo de la cerradura del estudio. El hombre al que papá había…
No, pero eso no podía decírselo a la policía.
– No sé cómo se llama -repetí-. Jamás había visto a ese hombre.
Me había pasado de la raya.
La señora Mullet y la policía llegaron en el mismo momento, ella a pie desde el pueblo y ellos en un Vauxhall azul. Las ruedas crujieron sobre la gravilla y, tras detenerse el coche, la puerta delantera se abrió con un chirrido y un hombre descendió frente a la casa.
– Señorita De Luce -dijo, como si el hecho de pronunciar mi nombre en voz alta me pusiera a su merced-. ¿Puedo llamarte Flavia?
Asentí. -Soy el inspector de policía Hewitt. ¿Está tu padre en casa?
El inspector era un hombre de aspecto bastante agradable, con el pelo ondulado, los ojos grises y cierto porte de bulldog que me recordó a Douglas Bader, el as del caza Spit-fire, cuyas fotos había visto en los números atrasados de The War lllustrated que formaban pilas de bordes blancos en el salón.
– Sí que está -respondí-, pero se encuentra indispuesto. -Un término que había tomado prestado de Ophelia-. Yo misma le mostraré el cadáver.
La señora Mullet se quedó boquiabierta y casi se le salieron los ojos de las órbitas.
– ¡Madre de Dios! Discúlpeme usted, señorita Flavia, pero… ¡Ay, madre de Dios!
Si en ese momento hubiera llevado un delantal, se lo habría quitado en un santiamén y habría echado a correr, pero no lo llevaba. Lo único que hizo fue cruzar la puerta abierta tambaleándose.
Dos hombres vestidos con traje azul, que hasta ese momento habían permanecido en el asiento trasero del coche como si aguardaran instrucciones, empezaron a descender lentamente.
– El sargento detective Woolmer y el sargento detective Graves -dijo el inspector Hewitt.
El sargento Woolmer era grandote y fornido, y lucía la nariz aplastada de un boxeador; el sargento Graves, en cambio, parecía más bien un alegre gorrioncillo rubio con hoyuelos en las mejillas, que me sonrió al estrecharme la mano.
– Y ahora, si eres tan amable -dijo el inspector Hewitt.
Los sargentos detectives descargaron su instrumental del maletero del Vauxhall y, acto seguido, los conduje a los tres en solemne procesión por la casa hasta llegar al jardín. Tras indicarles dónde estaba el cadáver, contemplé fascinada al sargento Woolmer, que sacó una cámara de su caja y la montó sobre un trípode de madera. Después, con movimientos sorprendentemente delicados a pesar de tener los dedos gruesos como salchichas, procedió a realizar microscópicos ajustes en los pequeños controles plateados de la cámara. Mientras él tomaba unas cuantas fotografías del jardín, dedicándole especial atención al huerto de pepinos, el sargento Graves abrió una gastada maleta de piel en la que había varias hileras de frascos perfectamente ordenados y en la que también alcancé a ver un paquete de sobres de papel siliconado.
Di un paso al frente para ver mejor, mientras la boca se me hacía agua.
– Me pregunto, Flavia -dijo el inspector Hewitt, entrando con cautela en el huerto de pepinos-, si podrías pedirle a alguien que nos prepare un té.
Supongo que advirtió mi expresión.
– La verdad es que esta mañana empezamos muy pronto a trabajar. ¿Crees que podrías conseguir algo de comer por ahí?
O sea, que era eso. Igual en un nacimiento que en una muerte. Sin decir siquiera «Hola, ¿cómo estás?», se recluta a la única fémina del lugar para que vaya corriendo a ver si el agua ya hierve. ¿Que consiguiera algo de comer por ahí? ¿Por quién me había tomado, por una especie de cowboy?