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– Veré lo que puedo hacer, inspector -dije, espero que en tono glacial.

– Gracias -respondió él. Y justo después, mientras me alejaba hecha una furia hacia la cocina, añadió-: Ah, Flavia…

Me volví con gesto expectante.

– Ya entraremos nosotros. No hace falta que vuelvas a salir.

¡Qué cara! Pero ¡qué cara más dura!

Ophelia y Daphne ya estaban sentadas a la mesa, desayunando. La señora Mullet les había filtrado la macabra noticia, así que habían tenido tiempo más que suficiente para adoptar poses de fingida indiferencia.

Los labios de Ophelia no habían reaccionado aún a mi preparado, pero igualmente tomé buena nota mental de registrar más tarde la hora de la observación.

– He encontrado un cadáver en el huerto de pepinos -les dije.

– Muy propio de ti -dijo Ophelia, para después seguir arreglándose las cejas.

Daphne ya había terminado El castillo de Otranto y había avanzado bastante en la lectura de Nicholas Nickleby. Sin embargo, reparé en que se mordisqueaba el labio inferior mientras leía, lo cual era un signo inequívoco de falta de concentración.

Se produjo un operístico silencio.

– ¿Había mucha sangre? -preguntó Ophelia al fin.

– No -respondí-. Ni una gota.

– ¿De quién es el cadáver?

– No lo sé -dije, aliviada ante aquella oportunidad de refugiarme tras la verdad.

– La muerte de un perfecto desconocido -proclamó Daphne con su mejor voz de locutora de la BBC.

Abandonó la lectura de Dickens, aunque tomó la precaución de señalar la página exacta con un dedo.

– ¿Cómo sabes que es un desconocido? -le pregunté.

– Elemental -respondió Daffy-. No eres tú, no soy yo y no es Feely. La señora Mullet está en la cocina, Dogger está en el jardín con los polis y papá estaba arriba hace un momento chapoteando en su baño.

Estaba a punto de decirle que era a mí a quien había oído chapotear, pero en el último momento cambié de idea: cualquier alusión al baño conducía inevitablemente a pullas varias sobre mi higiene personal. Sin embargo, y tras lo que había acontecido de madrugada en el jardín, había sentido la repentina necesidad de darme un rápido remojón.

– Seguramente lo han envenenado -dije-. Al desconocido, rae refiero.

– Siempre los envenenan, ¿eh? -dijo Feely, sacudiendo la melena-. Por lo menos, en esas morbosas noveluchas de detectives. En este caso, seguramente cometió el fatal error de comer algo cocinado por la señora Mullet.

Cuando Feely apartó con gesto brusco los pegajosos restos de un huevo cocido en agua tibia, algo resplandeció en mi mente, como un rescoldo que se despega de la rejilla y cae al fuego, pero antes de que pudiera pararme a analizarlo, el hilo de mis pensamientos se vio interrumpido.

– Escucha esto -dijo Daphne, leyendo en voz alta-. Fanny Squeers está escribiendo una carta: «…mi papá parece que tiene una máscara, lleno de latimaduras tanto azules como verdes también dos formas impregnadas en su sangre. Nos vimos hobligados a cargarlo hasta la cocina donde yace ahora. […] Cuando el sobriño suyo que usted recomendó como maestro terminó de hacerle eso a mi papá y saltó sobre su cuerpo con sus pies y también con lerguaje que no voy a describir para no hensusiar mi pluma, atacó a mi mamá con horrible violencia, la lanzó a tierra y le clavó la peineta posterior varios centímetros en la cabeza. Un poquito más y le habría entrado en el cráneo. Tenemos un certrificado médico de que si lo hubiera hecho, el carapacho de tortuga le habría afectado el cerebro.»

»Y ahora escucha este otro fragmento: «Yo y mi hermano fuimos luego víctimas de su furria desde entonces nos duele mucho lo que nos lleva a la orrenda idea de que recibimos algún daño en nuestros adentros, especialmente porque no hay marcas de violencia visibles externamente. Estoy gritando muy alto todo el tiempo que escribo…»

A mí me parecía un caso claro de envenenamiento por cianuro, pero no me apetecía mucho compartir mi punto de vista con aquel par de zafias.

– «Gritando muy alto todo el tiempo que escribo» -repitió Daffy-. ¿Te imaginas?

– Sé muy bien lo que se siente -respondí, al tiempo que apartaba el plato y dejaba el desayuno intacto.

Después subí muy despacio por la escalera del ala este y me encerré en mi laboratorio.

Cuando estaba molesta por algo, me dirigía siempre a mi sanctasanctórum. Allí, entre frascos y vasos de precipitados, dejaba que me invadiera lo que yo denominaba el Espíritu de la Química. Allí recreaba a veces, paso a paso, los descubrimientos de los grandes químicos de la historia, o con gesto reverencial bajaba de la librería uno de los volúmenes que componían la preciada biblioteca de Tar de Luce, como, por ejemplo, la traducción inglesa del Tratado elemental de química de Antoine Lavoisier. Aunque se había publicado en 1790, las hojas del libro seguían igual de crujientes que el papel de la carnicería, y eso que habían transcurrido ciento sesenta años. Cómo disfrutaba de aquellos anticuados nombres, que sólo esperaban a que alguien los sacara de entre las páginas: mantequilla de antimonio…, flores de arsénico…

«Venenos fétidos», los llamaba Lavoisier, pero yo me deleitaba pronunciando sus nombres y disfrutaba como un cerdo revolcándose en el barro.

– ¡Amarillo real! -exclamé en voz alta, llenándome la boca con esas palabras y saboreándolas a pesar de su naturaleza venenosa-. ¡Licor fumante de Boyle! ¡Ácido de hormigas!

Pero ese día no funcionaba. Mis pensamientos volvían una y otra vez a papá y no podía dejar de darle vueltas a lo que había oído y visto. ¿Quién era ese tal Twining -el «viejo Cuppa»- al que según papá habían matado? ¿Y por qué papá no había bajado a desayunar? Eso sí que me tenía preocupada, pues él siempre insistía en que el desayuno era «el banquete del organismo» y, por lo que yo sabía, no había nada en la faz de la Tierra capaz de conseguir que se lo saltara.

Luego, claro, pensé también en el pasaje de Dickens que Daphne nos había leído y en las lastimaduras azules y verdes. ¿Acaso papá se había peleado con el desconocido y había sufrido heridas que no podría esconder si se sentaba a la mesa? ¿O acaso había sufrido esos daños en sus adentros que describía Fanny Squeers, es decir, esas heridas que no dejaban marcas externas de violencia? Tal vez fuera eso lo que le había ocurrido al hombre del pelo rojo, lo cual aclararía por qué no había visto ni una gota de sangre. ¿Era papá un asesino? ¿Otra vez?

La cabeza me daba vueltas. Para calmarme, no se me ocurrió nada mejor que consultar el diccionario Oxford. Cogí el volumen de las palabras que empezaban por «V». ¿Cuál era la palabra que el desconocido me había espirado en plena cara? «Vale.» ¡Sí, eso era!

Fui pasando las páginas: vagabundear…, vagancia…, vago… Sí, allí estaba: «Vale.» Adiós; despedida. Era la segunda persona de singular del imperativo del verbo valere, que significaba estar sano. Extraña palabra para que un moribundo se la dijera a alguien a quien no conocía de nada.

Un repentino alboroto en el vestíbulo interrumpió el hilo de mis pensamientos. Alguien estaba golpeando con ganas el gong que se utilizaba para avisar que la cena estaba lista. Aquel enorme disco, que parecía una reliquia del estreno de alguna película de J. Arthur Rank, no se había tocado en siglos, lo cual explica el susto que me llevé al oír el estridente sonido.