Las ruedas de los carros casi lo aplastaron cuando pasaba veloz entre ellas, por las calles, recibiendo de pasada las maldiciones y los latigazos de los carreteros. Chiquillos medio desnudos le arrojaban guijarros, vociferando a su paso. Matta! Matta!. Sus madres corrían a los umbrales y metían a sus hijos en casa, asustadas. ¿Estaría rabioso? ¿Le había enloquecido el sol? ¿O es que había oído otra vez el cuerno de caza de Venus? ¿O, al cabo, lo había poseído uno de esos espíritus golpeadores americanos que habitaban en las patas de las mesas? Cualquiera que fuese la causa, así iba disparado, en zigzag, subiendo una calle, bajando pnr otra, hasta llegar a la puerta de la Casa Guidi. Subió las escaleras y se fue derecho al salón.
La señora Browning estaba recostada en el sofá, leyendo. Cuando entró, lo miró sobresaltada. No, no era un espíritu… era sólo Flush. Se rió. Entonces, al verlo saltar al sofá y apretar su cabeza contra el rostro de ella, le acudieron a la memoria las palabras de aquel poema que escribiera:
¿Veis este perro? Ayer mismo cavilaba yo aquí sin hacerle caso, hasta que los pensamientos me arrancaron cada uno una lágrima. Entonces se me acercó, por la almohada – sobre la que reposaba mi húmeda mejilla -, una cabeza tan peluda como la de Fauno, y al instante la tuve apoyada en mi rostro. Dos ojazos oro claro asombraron a los míos, y una oreja, larga y caída, enjugó la espuma de mi melancolía. Sorprendíme al principio, como un árcade a quien sobrecogiera la presencia de un dios cabrío en la medialuz de un bosquecillo; pero, cuundo la barbuda aparición acabó de secar mis lágrimas, reconocí a Flush y me repuse de mi sorpresa y de mi pena, dando gracias al verdadero Pan, quien, valiéndose de criaturas insignificantes, nos permite conocer cumbres de amor.
Había escrito aquel poema años atrás, en Wimpole Street, cuando era muy desventurada. Ahora era feliz. Estaba envejeciendo, y Flush también. Se inclinó un momento sobre él. La cara de mistress Browning, con su boca ancha, sus grandes ojos y espesos rizos, seguía teniendo un extraño parecido con la de él. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde y haberse desdoblado después, casi como si cada uno cumpletase lo que estaba latente en el otro. Pero ella era una mujer; él, un perro. Mistress Browning siguió leyendo. Después volvió a mirar a Flush. Pero éste no la miraba ya. Se había operado en él un cambio extraordinario. «¡Flush!», exclamó mistress Browning. Pero no respondió. Había estado vivo; ahora estaba muerto [11]. La mesa del salón – eso sí que fue raro – permaneció absolutamente inmóvil.
[11] Es seguro que Flush murió; pero se desconocen la fecha y las circunstancias de su muerte. La única referencia que poseemos es la de haber vivido Flush «hasta una edad bastante avanzada, y está enterrado en la cripta de la Casa Guidi». Mistress Browning fue enterrada en el Cementerio inglés de Florencia, y Robert Browning en la Abadía de Westminster. De manera que Flush yace aún hajo la casa donde vivieron antaño los Browning. (N. de A.)