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Pero en el verano de 1846 nadie había hablado aún de aquello; y lo único prudente para los que habitaban en Wimpole Street y en sus cercanías era mantenerse estrictamente dentro del área «respetable» y que llevara usted su perro sujeto. Si se le olvidaba a uno este detalle, se pagaba una multa por la distracción como iba a pagarla ahora miss Barrett. Eran de sobra conocidos los términos en que se basaba la estrecha vecindad de Wimpole Street y el barrio de Saint Giles. Los de Saint Giles robaban lo que podían; y la calle Wimpole pagaba lo que debía. Por eso empezó Arabel en seguida «a consolarme, haciéndome ver que por diez libras como máximo podría recuperarlo». Se sabía que mister Taylor habría de pedir unas diez libras por un spaniel de la variedad cocker. Míster Taylor era el jefe de la banda. En cuanto una señora de Wimpole Street perdía su perro, acudía a mister Taylor; éste fijaba el precio y se lo pagaban; si se negaban a pagar, se recibía en Wimpole Street, al día siguiente, un envoltorio de papel de estraza que contenía la cabeza y las pezuñas del perro. Por lo menos, esto le había ocurrido a una señora por haber querido regatearle a míster Taylor. Desde luego, miss Barrett estaba dispuesta a pagar. Por tanto, al llegar a casa encargó del asunto a su hermano Henry, el cual fue a entrevistarse con mister Taylor aquella misma tarde. Lo encontró «fumando un puro en la habitación adornada con cuadros» – se decía que mister Taylor reunía una renta de dos o tres mil libras al año gracias a los perros de Wimpole Street – y mister Taylor prometió que conferenciaría con su «Sociedad» y que el perro sería devuelto al día siguiente. A pesar de la vejación que esto suponía y del trastorno causado con ello a miss Barrett en unas circunstancias en que necesitaba todo su dinero, había de resignarse a las consecuencias inevitables de haher olvidado – en 1846 – llevar a su perro bien sujeto.

Pero Flush sí que había de sufrir unas consecuencias mucho peores. Miss Barrett pensaba: «Flush no sabe que podemos rescatarlo.» Era cierto; Flush no llegó nunca a dominar los principios en que se basa la sociedad humana. «Sé perfectamente que se pasará toda esta noche lamentándose y aullando», escribía miss Barrett a míster Browning en la tarde del martes, 1º de septiembre. Pero, mientras miss Barrett escribía a mister Browning, atravesaba Flush los peores momentos de su vida. Estaba tremendamente desconcertado. En cierto momento se hallaba en la calle Vere, entre lazos y encajes; al momento siguiente, cayó dando tumbos en un saco; fue zarandeado velozmente por varias calles y por último lo dejaron caer del saco… aquí. Se encontró en la oscuridad más absoluta, en un lugar frío y húmedo. Cuando se le fueron pasando los mareos pudo ir descubriendo algunos objetos de aquella habitación baja de techo y oscura: sillas rotas, un colchón tirado en el suelo… Luego lo cogieron, amarrándolo fuertemente por una pata a algún obstáculo. Algo se revolcaba por el suelo; no podía ver si era un ser humano o un animal. Entraban y salían – dando traspiés – unas botazas, y se arrastraban a su alrededor unas faldas muy sucias. Las moscas zumbaban sobre unos desperdicios de carne que se pudrían en el suelo. Unos niños se le acercaban, arrastrándose desde los rincones donde la oscuridad era más densa, y le pellizcaban las orejas. Se quejaba, y entonces una mano muy pesada le propinaba unos golpes en la cabeza, lo que le hacía acoquinarse en el reducidísimo espacio cubierto de ladrillos húmedos, pegado a la pared. Ahora podía ya ver que el suelo estaba poblado por animales de diversas clases. Unos cuantos perros roían un mismo hueso, ya corrompido. Parecía que iban a salírseles las costillas. Estaban todos medio muertos de hambre, sedientos, enfermos, desgreñados y sin cepillar; sin embargo, Flush notó que todos ellos eran perros de la mejor sociedad, perros encadenados, perros de los que van con lacayo, como él mismo lo era.

Se estuvo tendido horas enteras sin atreverse siquiera a gimotear. La sed era lo que más le hacía sufrir; el sorbo que tomó de aquel agua verdosa y espesa -en un cubo a su alcance – le repugnó muchísimo; por nada del mundo hubiera seguido bebiendo. Y lo curioso es que un galgo de majestuosa presencia estaba bebiéndola con delectación. Cada vez que abrían la puerta, miraba hacia allí. Miss Barrett… ¿Era miss Barrett? ¿Había venido por fin? Pero tan sólo era un rufián peludo que los echaba a todos a un lado, a patadas, y, dando tumbos, se dirigía a una silla rota en la que se dejaba caer. Luego se fue intensificando la oscuridad. Apenas podía distinguir ya las formas que había en el suelo, en el colchón, o en las sillas rotas. Un cabo de vela fue adherido a la repisa de la tosca chimenea. Afuera, en el callejón, encendieron una tosca lámpara, que permitía a Flush ver, a su luz débil y vacilante, los terribles rostros que curioseaban por la ventana. Después entraban, hasta que la habitación, ya repleta, se puso tan atestada que Flush hubo de encogerse y apartarse aún más contra la pared. Aquellos monstruos horribles – unos, andrajosos; otros, emperifollados con pintura y plumas – se agazapaban en el suelo o se encorvaban sobre las mesas. Empezaron a beber, a insultarse y a golpearse unos a otros. Seguían volcando perros de los sacos que traían. Perros falderos, setters, pointers, con los collares aún puestos… y una cacatúa gigantesca que alborotaba y revoloteaba aturdida de un rincón a otro, chillando: Pretty Poll, Pretty Poll!, en un tono que hubiera aterrado a su dueña, una viuda que vivía en Maida Vale. También abrieron las mujeres sus bolsos y desparramaron por la mesa las pulseras, los collares y broches como los que Flush había visto llevar a miss Barrett y a miss Henrietta. Los demonios aquellos elavaban sus garras sobre las joyas, lanzaban denuestos y se peleaban a causa de ellas. Los perros ladraban. Los niños gritaban y la espléndida cacatúa -Flush había visto a menudo pájaros de estos en las ventanas de Wimpole Street – chillaba: Pretty Poll, Pretty Poll!, con ritmo cada vez más rápido, hasta conseguir que le arrojasen una zapatilla. Entónces agitó fuertemente sus alas de color gris-plomo, salpicadas de manchas amarillas, lo cual motivó que se apagase la vela. Oscuridad completa en la habitación. Fue intensificándose el calor por momentos; el bochorno y el hedor se hacían insoportables; a Flush se le abrasaba la nariz, se le contraía la piel… y miss Barrett sin venir.

Miss Barrett yacía en su sofá de Wimpole Street. Estaba muy contrariada, se preocupaba mucho, pero no se había alarmado seriamente. Claro que Flush sufriría; se pasaría toda la noche gimiendo y ladrando, pero sólo era cosa de unas horas. Míster Taylor fijaría la cantidad, ella la pagaría y devolverían a Flush.

Amaneció el 2 de septiembre en los grajales de Whitechapel. Las ventanas rotas se fueron cubriendo gradualmente de gris. Fue dando la luz sobre las caras hirsutas de los rufianes acurrucados por el suelo. Flush despertó de su ilusión y se le apareció una vez más la inevitable realidad, y la realidad de ahora consistía en este cuarto, estos rufianes, los perros que aullaban y ladraban fuertemente atados; esta lobreguez, esta humedad… ¿Sería posible que hubiera estado ayer mismo en una tienda acompañando a unas señoritas y rodeado de encajes? ¿Existía un lugar llamado Wimpole Street? ¿Había una habitación donde el agua fresca relucía en una vasija purpúrea? ¿Estuvo alguna vez acostado en cojines y le dieron en alguna acasión un ala de pollo apetitosamente asada? ¿Y ocurría en realidad que, rabioso de celos, mordiera a un hombre de guantes amarillos?

Toda aquella vida, con sus emociones, se alejaba vaporosa, disolviéndose en lo irreal.

Aquí, al filtrarse la polvorienta luz matinal, se levantó una mujer de su yacija – a duras penas – y, tambaleándose, llegó a donde estaba la cerveza. Volvieron a empezar las borracheras y las maldiciones. Una mujer gorda lo levantó por las orejas y le pellizcó en las costillas, y alguien se permitió hacer a propósito de él un chiste odioso… Resonó un tronar de carcajadas cuando la mujer lo dejó caer al suelo. La puerta la abrían a patadas y la cerraban con un ruido ensordecedor. Cada vez que ocurría esto, miraba Flush hacia allá. ¿Era Wilson? ¿Sería posible que fuera mister Browning? ¿O acaso, miss Barrett? No, no… Sólo era otro ladrón, otro asesino. Se encogía por la sola presencia de aquellas faldas enlodadas, de aquellas botas bastas y córneas. Trató de roer un hueso que le cayó cerca. Pero sus dientes no podían hacer presa en una carne tan pétrea y el olor podrido de ésta le repugnaba. Aumentó su sed y se vio precisado a tomar un sorbito del cubo. Pero transcurría el miércoles, y a cada momento sentíase Flush más abrasado por aquel ambiente, y más mareado, tendido en unas tablas rotas y sintiendo que se le fundían unas cosas con otras. Apenas si percibía lo que estaba sucediendo. Sólo levantaba la cabeza y miraba cuando abrían la puerta. No, no era miss Barrett.