Miss Barrett, en su sofá de Wimpole Street, se impacientaba ya. Algo fallaba en las negociaciones. Taylor había prometido ir a Whitechapel el miércoles por la tarde para conferenciar con su «Sociedad». Sin embargo, pasó la tarde del miércoles y Taylor no apareció. Esto sólo significaba, supuso miss Barrett, que iban a subir el precio, lo cual no dejaba de ser un fastidio en sus circunstancias. Aun así, claro, había de pagarlo. «Tengo que rescatar a mi Flush por todos los medios, ya lo sabes», escribió a mister Browning. «No puedo exponerme a que me lo hagan picadillo regateándoles…» De modo que miss Barrett seguía reclinada en el sofá escribiendo a mister Browning y esperando que llamaran a la puerta. Pero subió Wilson a traer las cartas; subió otra vez Wilson a traer el agua caliente, llegó la hora de acostarse, y Flush no había venido.
Amaneció el jueves, 3 de septiembre, en Whitechapel. Se abrió la puerta y volvió a cerrarse. El setter rojizo que había pasado la noche aullando lo hizo salir a rastras uno de los rufianes – que vestía una chaqueta de piel de topo – y lo llevó… ¿hacia qué destino? ¿Era preferible morir a permanecer allí? ¿Qué era peor, aquella vida o la muerte? La barahúnda, el hambre y la sed, el vaho fétido de aquel lugar – ¡y pensar que en tiempos detestaba el perfume del agua de Colonia! -, todo ello le iba oscureciendo las imágenes y hasta los deseos. Le retornaron antiguos recuerdos. ¿Era aquella voz del viejo doctor Mitford gritando en el campo? Y, aquél en la puerta, ¿sería Kerenhappoch chismorreando con el panadero? Sonó un repiqueteo y Flush creyó que era miss Mitford cortando unos geranios para formar un ramo. Pero no era sino el viento – pues el día estaba tormentoso – que sacudía el papel de estraza con que habían tapado los vidrios rotos de la ventana. Era sólo alguna voz de borracho que deliraba en el arroyo. Tan sólo era la vieja bruja de la esquina que gruñía incesantemente mientras freía un arenque en una sartén, sobre la fogata… Lo habían abandonado. No llegaba ayuda alguna. Ninguna voz le hablaba… Los loros continuaban chillando: Pretty Poll! Pretty Poll! y los canarios proseguían sus gárrulos gorjeos sin sentido.
Y otra vez oscureció en la habitación. Pegaron la vela en un platillo, voivieron a encender en el callejón la tosca lámpara… Hordas de hombres siniestros – con sacos a la espalda – y de emperejiladas mujeres de caras pintarrajeadas, entraban arrastrando los pies y se iban arrojando en los camastros y acodándose en las mesas. Otra noche había tapado con su negrura a Whitechapel. La lluvia empezó a colarse por un agujero de la techumbre, y sus gotas tamborileaban en el cubo que habían puesto debajo para recogerla. Miss Barrett no había ido.
Amaneció el jueves en Wimpole Street. Ni señal de Flush, ni de Taylor tampoco. Miss Barrett estaba alarmadísima. Se informó. Llamó a su hermano Henry y lo sometió a un hábil interrogatorio. Resultó que la había engañado. El «archienemigo» Taylor había venido la noche anterior, como prometiera. Expuso sus condiciones: seis guineas para la «Sociedad» y media guinea para él. Pero Henry, en vez de decírselo a ella, se lo había dicho a míster Barrett con el resuitado que era de esperar; míster Barrett le ordenó no pagar y ocultarle a su hermana aquella visita. Miss Barrett «se enfadó muchísimo». Mandó a su hermano que fuese en seguida a casa de míster Taylor y le entregase el dinero, Henry se negó a ello y «habló de papá». Pero era inútil hablar de papá – protestó su hermana -, pues, mientras hablaban de papá matarían a Flush. Entonces miss Barrett se decidió. Si Henry no quería ir, iría ella: «…si no me hacen caso, iré yo misma mañana y traeré a Flush conmigo», escribió a míster Browning.
Pero miss Barrett se encontró con que era más fácil decirlo que hacerlo. Le era casi tan difícil ir por Flush como a éste venir a ella. Toda la calle Wimpole estaba contra ella. Era ya del dominio público la noticia del robo de Flush y del rescate exigido por míster Taylor. Wimpole Street estaba decidida a enfrentarse con Whitechapel. El ciego míster Boyd mandó recado de que, a su juicio, sería un «pecado horrible» pagar el rescate. El matrimonio Barrett estaba en contra de su hija y eran capaces de cualquier traición con tal de salvaguardar los intereses de su clase. Pero lo peor de todo – esto sí que era terrible – fue que mister Browning puso todas sus energías, toda su elocuencia, toda su sabiduría y toda su lógica de lado de Wimpole Strcet y contra Flush. Si miss Barrett cedía ante Taylor, escribió, dejaba libre el campo a la tiranía, cedía a los chantajistas, favorecía con ello el predominio del mal sobre el bien, de la delincuencia sobre la inocencia. Si daba a mister Taylor lo que pedía, «¿cómo se las compondrán los pobres que no tengan dinero suficiente para rescatar a sus perros?» Inflamóse su imaginación; se figuraba lo que le diría a Taylor si éste le pidiera aunque no fuese más que cinco chelines. Le iba a decir: «Usted es el responsable de las fechorías de su pandilla, y no le permito que me hable de esas estupideces de cortar cabezas o pezuñas. Tenga la absoluta seguridad – tan cierto es como que ahora estoy aquí diciéndole esto – que emplearé toda mi vida en desenmascararle a usted y en acabar, por todos los medios imaginables, con usted y con cuantos cómplices suyos pueda descubrir… Pero a usted ya lo he descubierto y no lo perderé de vista nunca más…» Así hubiera contestado míster Browning a Taylor, si hubiese tenido la suerte de encontrarse con aquel caballero. Y siguió desahogándose en otra carta que echó al correo en la misma tarde del jueves: «…es horrible figurarse cómo pueden los opresores de todas clases manejar a su antojo a los débiles y tímidos, cuyos secretos han descubierto, tirándoles de las cuerdas del corazón…»
No es que censurase a miss Barrett. Pues todo cuanto ésta hiciera estaría perfectamente hecho y él lo aceptaría por completo. No obstante, continuaba diciendo el viernes por la mañana. «…me parece una debilidad lamentable…» Si animaba a Taylor, que robaba perros, animaba también a míster Barnard Gregory, que robaba reputaciones. Y como muchos desventurados se daban un tajo en el cuello o huían del país cuando algún chantajista como Barnard Gregory tomaba una guía en sus manos y hacía estallar sus reputaciones, resultaba que miss Barrett se hacía responsable, indirectamente, de aquellas desgracias. «Pero ¿qué objeto tiene escribir todas estas verdades evidentes sobre la cosa más sencilla del mundo?» Así se irritaba y vociferaba diariamente míster Browning desde New Cross.
Tendida en su sofá, miss Barrett leía las cartas. ¡Qué fácil habría sido dejarse convencer!… ¡Qué fácil haber dicho: «Merecerte buena opinión vale para mí mas que cien cockers»! Hubiera sido tan fácil volver a hundirse en los almohadones y decirse suspirando: «Soy una mujer débil; nada sé de leyes ni de justicia; decide tú por mí.» Sólo tenía que negarse a pagar el rescate; nada más que desafiar a Taylor y a su «Sociedad». Y si mataban a Flush, si llegaba el horroroso paquete y, al abrirlo, caían de él la cabeza y las pezuñas, allí estaría Robert Browning junto a ella para asegurarle que había obrado rectamente, ganándose así su estimación. Pero miss Barrett no iba a dejarse intimidar. Miss Barrett cogió la pluma y refutó a Robert Browning. Estaba muy bien – dijo – que citara a Donne; muy bien su cita del caso Gregory, y que imaginara aquellas respuestas tan audaces dirigidas a míster Taylor – ella habría dicho lo mismo si Taylor la hubiera atacado o si Gregory la hubiese difamado -, pero ¿qué habría hecho mister Browning, si los bandidos la hubieran robado a ella, si hubieran amenazado con cortarle las orejas a ella y mandarlas por correo a New Cross? No importaba lo que hubiera hecho míster Browning; estaba decidida. Flush estaba indefenso. Su deber la llamaba junto a él. «¿Y he de sacrificar a Flush, al pobre Flush, que me ha amado tan fielmente; tengo derecho a sacrificarlo en su inocencia por atender a la culpabilidad de todos los Taylor del mundo?» Dijera mister Browning lo que dijera, ella iba a rescatar a Flush, aunque tuviera que meterse en las mismas mandíbulas de Whitechapel para sacarlo de allí, aunque Robert Browning la despreciara por haberlo hecho.
Así, el sábado – con la carta de míster Browning abierta sobre la mesa – empezó a vestirse. Leyó la última advertencia de éclass="underline" «…y, al tomar esta actitud, me sitúo frente a la execrable táctica de los maridos, padres, hermanos y demás dominadores que haya en el mundo». De manera que si ella iba a Whitechapel, se ponía con esto contra Robert Browning y a favor de los padres, hermanos y demás dominadores. A pesar de ello, siguió vistiéndose. Un perro aullaba porque lo tenían atado. Estaba indefenso en poder de unos hombres crueles. Le parecía que los aullidos le gritaban: «¡Piensa en Flush!» Se calzó, se puso el manto y el sombrero. Miró una vez más la carta de míster Browning. «Me voy a casar contigo», leyó. El perro seguía aullando. Salió de la habitación, bajó las escaleras…
Henry Barrett le salió al encuentro y le dijo que, a su juicio, estaba muy expuesta a que la secuestraran y la asesinaran si se empeñaba en ir a Whitechapel. Dijo a Wilson que llamara un coche de alquiler. Wilson obedeció, temblorosa pero sumisa. Llegó el coche. Miss Barrett hizo subir primero a Wilson. Esta, aunque convencida de que la esperaba la muerte, montó en el coche. Miss Barrett dio al cochero la dirección de Manning Street, Shoreditch. Miss Barrett montó también y el coche emprendió la marcha. Pronto dejaron atrás las ventanas de relucientes cristales, las puertas de caoba y los enrejados. Entraban en un mundo que miss Barrett no había visto nunca, ni siquiera adivinado. Se hallaban en un mundo donde las personas dormían en el piso de arriba de los establos, y donde no había una ventana sana; en un mundo donde sólo dejaban correr el agua dos veces a la semana, en un mundo donde el vicio y la pobreza engendraban más vicio y más pobreza. Llegaron a una región desconocida para los cocheros respetables. Se detuvo el coche; el cochero se informó en una taberna. «Salieron dos o tres hombres: «¡Oh, seguramente van ustedes en busca de míster Taylor!», dijo uno de ellos.» En aquel mundo misterioso, un coche con dos señoras sólo podía ir con un único objeto, y ése era de sobra conocido. Todo ello resultaba sobremanera siniestro. Uno de los hombres corrió hacia una casa y salió de ella diciendo que míster Taylor «no estaba en casa, pero que si quería entrar…», «Wilson, en un aparte aterrorizado, me suplicó que no pensase siquiera en tal cosa…» Una pandilla de hombres y chicos se agolpaban alrededor del coche. «¿Por qué no ve usted a la señora Taylor?», le preguntó el mismo individuo. Miss Barrett no tenía el menor deseo de ver a la señora Taylor; pero en aquel momento salió de la casa una mujer inmensamente gorda, «tan gorda, que le habría sido muy fácil tener toda su vida una conciencia sin remordimientos», e informó a miss Barrett de que su esposo había salido. «Quizás esté de vuelta dentro de unos minutos, o puede que tarde varias horas… ¿Por qué no bajaba del coche y lo esperaba?» Wilson le tiró de la falda. ¡Figúrense, esperar en casa de aquella mujer! Ya era terrible tener que estarse allí, quietas en el coche, con la banda de hombres y chiquillos apiñados en derredor. Así, miss Barrett parlamentó desde el coche con la «inmensa bandolera». Explicó que míster Taylor tenía su perro y que había prometido devolverlo; ¿le llevaría míster Taylor su perro a Wimpole Street aquel mismo día? «Oh, sí; desde luego», dijo la gorda con la más gentil de las sonrisas. Creía que míster Taylor había ido precisamente a ocuparse de aquel asunto. Y la mujer «balanceó la cabeza a derecha e izquierda con muchísima gracia».