En vista de ello, el coche dio la vuelta y salió de la calle Manning, en Shoreditch. Wilson opinaba que «habíamos escapado con vida por milagro». La misma miss Barrett había llegado a alarmarse. «Era evidente que la banda se había hecho fuerte en su barrio. La «Sociedad», la «Fancy» (como la llamaban) había echado raices en aquel terreno», escribía. Le hormigueaban por el espíritu los pensamientns y se le habían llenado de imágenes los ojos. De modo que eso era lo que se encontraba más allá de la calle Wimpole: esas casas… esas casas… Más vio, mientras estuvo en el coche frente a la taberna, que en cinco años de permanencia en el dormitorio trasero de Wimpole Street. «¡Qué rostros los de esos hombres!», exclamó. Se habían grabado a fuego en su retina. Estimulaban su imaginación como nunca la habían estimulado «las divinas presencias de mármol», los bustos de la vitrina. Aquí vivían mujeres como ella; mientras yacía en su sofá, leyendo o escribiendo, aquellas mujeres vivían a su manera. Pero ya entraba el coche por entre las casas de cuatro pisos. He aquí la familiar avenida de puertas y ventanas, con sus llamadores de bronce, sus cortinas simétricas… He aquí la calle Wimpole… y su número 50. Wilson saltó del coche, y puede uno imaginarse con qué sensación de alivio, al verse a salvo. Pero miss Barrett es posible que vacilara un momento. Aún estaba viendo «los rostros de aquellos hombres». Habían de ponérsele otra vez ante los ojos de la imaginación cuando estuviera escribiendo, sentada en un soleado balcón de Italia [6]. Le iban a inspirar los trozos más vividos de Aurora Leigh.
Pero ya abría el lacayo la puerta y, apeándose, se dirigió, escaleras arriba, a su habitación. Otra vez a su dormitorio.
El sábado fue el quinto día de encarcelamiento de Flush. Casi exhausto, perdidas casi todas las esperanzas, jadeaba tumbado en su rincón oscuro del atestado suelo. Se oían violentos portazos. Gritaban voces aguardentosas. Chillidos de mujeres. Parloteo de loros. Nunca habían charlado así los loros con las viudas de Maida Vale, pero es que ahora tenían que responder a los insultos que les dirigían las viejarronas. Flush se sentía la pelambre plagada de insectos; pero estaba demasiado débil, demasiado indiferente para sacudirse. Toda su vida pasada, con sus innumerables escenas: Reading, el invernadero, miss Mitford, mister Kenyon, los libros, los bustos, los campesinos del visillo… todo ello se esfumaba como copos de nieve que se disolvieran en una caldera. Si de aferraba aún a alguna esperanza, era a algo sin nombre y sin forma, al rostro de alguien a quien todavía llamaba «miss Barrett». Esta existía aún; todo el resto del mundo había desaparecido; pero ella aún existía, aunque se había abierto entre ellos un abismo tan grande que era casi imposible pudiera llegar su ama hasta él. Empezó a venirse encima la oscuridad otra vez, una oscuridad capaz de aplastar definitivamente su última esperanza… miss Barrett.
A decir verdad, las fuerzas de Wimpole Street luchaban todavía -hasta en estos momentos finales- por apartar a miss Barrett de Flush. El sábado por la tarde estuvo esperando a mister Taylor, pues la mujer inmensamente gorda había prometido que éste iría. Por fin vino, pero sin el perro. Envió un recado a miss Barrett: si ésta le pagaba en el acto seis guineas, volvería a Whitechapel y le traería el perro… le daba «su palabra de honor». Miss Barrett no sabía qué valor pudiera tener la palabra de honor de mister Taylor, pero le pareció «que no había otro recurso», pues la vida de Flush pendía de este hilo. Contó las guineas, y se las envió a míster Taylor, que esperaba abajo en el pasillo. Pero quiso la mala suerte que mientras esperaba Taylor en el pasillo -rodeado de paraguas, grabados, la felpuda alfombra y otros objetos valiosos – entrara Alfred Barrett. El ver al archienemigo en su propia casa, le hizo perder todo freno. Estalió su ira. Lo llamó «estafador, embustero y ladrón». En vista de ello, míster Taylor le devolvió los insultos. Y, lo peor de todo, juró estar «tan seguro de su salvación como de que no volveríamos a ver a nuestro perro»; y salió disparado de la casa. Así que a la mañana siguiente llegaría el terrible paquete sangriento.
Miss Barrett volvió a vestirse a toda prisa y corrió escaleras abajo. ¿Dónde estaba Wilson? Que buscase un coche. Iba a volver a Shoreditch inmediatamente. Acudió su familia, presurosa, para disuadirla. Oscurecía. Estaba ya muy debilitada. Incluso para un hombre, en perfecto estado de salud, resultaba aquella aventura de lo más arriesgado. Hacerlo ella, era una locura. Así se lo dijeron. Sus hermanos, sus hermanas, toda la familia la rodeó, amenazándola, disuadiéndola, «gritándome que me había vuelto loca, que era una terca, una caprichosa… Me insultaron tanto como lo hubieran hecho con mister Taylor». Pero no cejó en su empeño. Tuvieron que comprender, finalmente, la inutilidad de sus esfuerzos ante la locura de ella. Por mucho peligro que hubiera, habían de dejarla salirse con la suya. Septimus prometió que, si Ba volvía a su cuarto «y se ponía de buen humor», iría él mismo en busca de Taylor, le entregaría el dinero y traería el perro.
Mientras, en Whitechapel se diluía el crepúsculo en la negrura nocturna. Se abrió una vez más, de una patada, la puerta de la habitación. Un tipo peludo suspendió a Flush por el cogote, sacándole de su rincón. Al mirar la horrenda cara de su enemigo, no podía deducir si se lo llevaba para matarlo o para ponerlo en libertad. Le daba igual…, a no ser por el recuerdo fantasmal de algo. El hombre se agachó. ¿Para qué le hurgaban aquellos dedazos en su garganta? A trompicones, medio cegado y con las piernas bamboleantes, fue conducido Flush al aire libre.
Miss Barrett, en Wimpole Street, no podía tragar la comida. ¿Había muerto Flush o estaba aún vivo? No lo sabía. A las ocho se oyó llamar a la puerta; era la carta habitual de míster Browning. Pero, al abrirse la puerta para que dejaran la carta, algo más entró corriendo en el cuarto… Flush. Se fue derecho a su vasija color púrpura. Tres veces se la llenaron y aún seguía bebiendo. Miss Barrett contemplaba al perro – muy sucio y con expresión de tremendo asombro -, que no cesaba de beber. «No mostró tanto entusiasmo por verme como yo esperaba», observó. En efecto, sólo le interesaba una cosa en el mundo: agua limpia.
Miss Barrett, después de todo, sólo había visto un momento las caras de aquellos hombres y, aun así, los recordó toda su vida. Flush había estado a merced de ellos, viviendo en aquel ambiente durante cinco días enteros. Ahora, al verse de nuevo sobre cojines, lo único que le parecía dotado de una realidad era el agua fresca. Bebía continuamente. Los antiguos dioses del dormitorio – la vitrina de los libros, el ropero, los bustos – parecían haber perdido su substancia. Esta habitación no era ya el mundo entero; era sólo un refugio. Solamente un claro en la selva, protegido por temblorosos lampazos, mientras alrededor se arrastran las serpientes venenosas y merodean las fieras; una selva donde detrás de cada árbol acecha un asesino dispuesto a lanzarse sobre uno. Echado en el sofá – todavía atónito y exhausto – a los pies de miss Barrett, le resonaban en los oídos los aullidos de los perros atados y el chillar de los pájaros aterrorizados. Cuando se abrió la puerta, se sobresaltó, esperando ver entrar al hombre peludo con un cuchillo… pero no era sino mister Kenyon con un libro en la mano; era sólo Browning con sus guantes amarillos. Encogióse ante ellos. Ya no se fiaba de míster Kenyon ni de mister Browning. Tras aquellos rostros sonrientes y amistosos, se escondían la traición y la crueldad. Sus caricias eran fingidas. Temía incluso acompañar a Wilson a echar las cartas. No quería dar ni un paso si no le ponían la cadena. Cuando le decían: «Pobrecito Flush, ¿te cogieron los hombres malos?», levantaba la cabeza, gemía y callaba. Si, yendo por la calle, oía el restallar de un látigo, saltaba a la acera buscando seguridad. En casa se apelotonaba más cerca de miss Barrett que antes. Ella era la única que no lo había abandonado. Aún tenía alfuna fe en ella. Gradualmente, ésta fue tomando otra vez substancia a sus ojos. Agotado, tembloroso, sucio y muy adelgazado, yacía en el sofá a los pies de su ama.
[6] Quienes hayan leído