Ya hacía varios años que inducían a Flush a considerarse un aristócrata. Se le había grabado profundamente en el alma la ley de la vasija purpúrea y de la cadena. Nada tiene, pues, de particular que perdiera un poco la cabeza, como no podría extrañarnos que un Howard o un Cavendish, si se vieran entre un enjambre de salvajes en chozas de barro, se acordaran de Chatsworth y añorasen las alfombras rojas y las galerías que se iluminan con coronas nobiliarias al proyectarlas el sol poniente desde los ventanales policromados. Flush tenía algo de esnobismo, hemos de reconocerlo. Miss Mitford lo había notado años antes: y este sentimiento, amortiguado en Londres por la convivencia con igualesa él y superiores, se reavivó ahora al sentirse único. Hízose despótico e insolente. «Flush se ha convertido en un monarca absoluto y ladra en cuanto alguien se distrae y no le abre en seguida la puerta que necesita», escribía mistress Browning. «Robert», continuaba, «declara que el susodicho Flush lo considera a él – mi esposo – nacido con el específico objeto de servirlo, y la verdad es que Flush lo da a entender con sus modales».
«Robert», «mi esposo»… Si Flush había cambiado, también cambió miss Barrett. No era sólo que se llamase ahora mistress Browning ni que reluciese al sol en su mano el anillo de oro, sino que había cambiado tanto como Flush. Este la oía decir, cincuenta veces al día, «Robert», «mi esposo», y siempre con un tono de orgullo que le llegaba al corazón, acelerando sus latidos. Pero no había variado sólo el lenguaje de su ama: toda ella era diferente. Ahora, por ejemplo, en vez de sorber unas gotas de oporto, quejándose de la jaqueca, se trataba un buen vaso de chianti y dormía después como un bendita. En la mesa del comedor, en vez de una fruta pasada y descolorida, aparecía ahora una florida rama cargada de naranjas. Y en vez de dirigirse a Regent's Park en un cabriolé, se ponía sus pesadas botas y se encaramaba por las rocas. En vez de recorrer la calle Oxford en un estupendo coche, se sometía al traqueteo de un calesín desvencijado para ir a la orilla de un lago o contemplar las montañas. Y cuando el ama se cansaba, no llamaba un coche de alquiler, sino sentábase en una piedra a mirar los lagartos. Le encantaba el sol. Encendía una fogata y, cuando ésta se debilitaba, la reanimaba con leños del bosque ducal. Sentábanse juntos, cerca de las crepitantes llamas, y aspiraban el intenso aroma… Mistress Browning no se cansaba nunca de alabar a Italia a expensas de Inglaterra. «…nuestros pobres ingleses», exclamaba, «necesitan que los eduquen en la alegría. Que los refinen al sol, y no al calor de las chimeneas.» Aquí, en Italia, se encontraban la libertad, la vida y la alegría que engendra el sol. Estos hombrcs no se peleaban nunca, ni se les oía maldecir; nunca se les veía borrachos. Como contraste, volvían «los rostros de aquellos hombres» de Shoreditch a ponérsele ante los ojos. Comparaba constantemente Pisa con Londres y decía preferir, con mucho, Pisa. Las mujeres bonitas podían andar solas por las calles de Pisa; las grandes damas se presentaban en la Corte deslumbradoras, aunque esto no les impedía ser excelentes amas de casa. Pisa, con sus campanas, sus perros mestizos y sus pinares era infinitamente preferible a Wimpole Street con sus puertas de caoba y su carne de carnero. Así pues, mistress Browning -mientras escanciaba el chianti y desprendía otra naranja de la rama – alababa a Italia y compadecía a la pobre y convencional Inglaterra, tan insípida, privada de sol y húmeda, donde la vida era tan triste y cara.
Wilson, es cierto, se mantuvo fiel a Inglaterra durante cierto tiempo. El recuerdo de los lacayos y los sótanos, de los portales y las cortinas, no pudo borrarlo de su espíritu sin esfuerzo. Tuvo aún el rasgo de salir de un museo «escandalizada por la indecencia de Venus» Y más tarde, cuando pudo echar una ojeada a través de una puerta – gracias a la amabilidad de una amiga – a la magnificencia del Gran Palacio Ducal, siguió sosteniendo que el Saint James era mejor. «En comparación con el nuestro», informó luego, «resulta muy pobre.» Pero mientras lo contemplaba, le sorprendió la soberbia figura de un soldado de la Guardia del Gran Duque. Se le inflamó la imaginación; su ecuanimidad empezó a perder pie, y variaron sus puntos de vista. Lily Wilson se enamoró apasionadamente del signor Righi, de la Guardia Ducal [7].
Y si mistress Browning exploraba su nueva libertad y se deleitaba en los descubrimientos que hacía, también Flush descubría otras cosas y exploraba su libertad. Antes de abandonar Pisa (en la primavera de 1847 se fueron a Florencia), Flush había llegado ya a la curiosa verdad – desconcertante al principio- de que las leyes del Kennel Club no son universales. Llegó al convencimiento de que los tupés claros no son forzosamente una desgracia. Esto le llevó a revisar su código. Actuó -vacilantemente al principio – de acuerdo con su nuevo concepto de la sociedad canina. Cada día, era un poco más democrático. Ya en Pisa había notado mistress Browning que Flush «…sale todos los días y charla en italiano con los perritos de aquí.» En Florencia acabó de perder sus últimos prejuicios. El momento final de su liberación llegó un día en que se hallaba en el Casino. Corría por la hierba «de esmeralda», entre los faisanes, cuando se acordó de Regent's Park y sus ordenanzas: Los perros deben ir sujetos. ¿Dónde estaba aquí el «deber»? ¿Dónde los callares y las cadenas? ¿Dónde los guardias y sus garrotes? ¡Se los había llevado el viento, junto con los ladrones de perros; los Kennel Clubs y los Spaniel Clubs de una aristocracia corrompida! ¡Desaparecidos con los coches de alquiler y los cabriolés! ¡Con Whitechapel y Shoreditch! Corría veloz, le centelleaba el pelo y se le encendían los ojos. Ahora era amigo del mundo entero. Todos los perros eran hermanos suyos. En este nuevo mundo, no necesitaba cadena: ¿de qné iban a protegerlo? Si mister Browning se demoraba en salir de paseo – Flush y él eran ya grandes amigos-, Flush le daba prisa con todo descaro. «Se pone frente a él y le ladra de la manera más imperiosa», observó mistress Browning con cierta irritación, pues las relaciones de ésta con Flush eran mucho menos emotivas que en tiempos pasados. Ya no necesitaba su pelambre rojiza y sus relucientes ojos para proveerla de lo que faltaba en su experiencia; había encontrado a Pan por sí misma entre los viñedos y los olivos; y también se le apareció una tarde junto a la fogata de un pino… Así, si mister Browning se hacía el remolón, Flush se plantaba ante él y le ladraba; pero si míster Browning prefería quedarse en casa a escribir, no importaba. Flush se había independizado ya. Las vistarias y las cítisos florecían por los muros, los jardines rebosaban de flores y los campos se salpicaban de vivos tulipanes. ¿A santo de qué iba a esperar a míster Browning? Así pues, salía de estampía. Ahora era señor de su propia vida, «… y sale cuando quiere, quedándose por ahí horas enteras», escribió mistress Browning, añadiendo: «…conoce todas las calles de Florencia… sabe ir por donde quiere y hacer lo que se le antoje. No me preocupa su ausencia»; y al escribir esto último sonreía, pensando en aquellas horas de angustia pasadas en Wimpole Street y en la constante vigilancia precisa allí para que la banda no se lo quitara a los mismos pies de los caballos, si olvidaba de ponerle la cadena. En Florencia se desconocía el miedo; no existían ladrones de perros, y – pensaría de seguro mistress Browning suspirando – no había padres.
Pero, francamente, si Flush salía a toda velacidad en cuanto veía abierta la puerta de la Casa Guidi, no era precisamente para admirar cuadros o para penetrar en iglesas umbrías y contemplar sus confusos frescos. Era para disfrutar de algo, para ir en busca de algo que le había sido negado durante todos aquellos años. Cierta vez había oído el cuerno de caza de Venus en los campos del Berkshire y había amado a la perrita del señor Partridge, la cual le había dado un hijo. Ahora percibía la misma llamada resonando por las estrechas calles florentinas, pero más imperiosa, con un ímpetu mayor, después de haber permanecido en silencio tantos años. Ahora conoció Flush lo que los hombres nunca podrán conocer: el amor puro, sencillo, completo; el amor que no arrastra consigo tribulaciones, que no se avergüenza ni siente remordimientos, que viene y se va como llega la abeja a la flor y al instante la deja… Hoy la flor es una rosa, mañana un lirio; ahora es un cardo silvestre, luego será la suntuosa orquídea de un invernadero. Con la misma variedad, con idéntica despreocupación abrazó Flush a la spaniel con pintas, allá abajo en la alameda, y a la perrita multicolor y a la amarilla… Lo mismo daba una que otra. Para Flush, todas eran iguales. Obedecía a la llamada del cuerno dondequiera sonaba éste o en cualquier sitio donde llevase el viento sus sones. Nadie lo reprendía por sus escapatorias. Míster Browning se reía, únicamente. «¡Qué impropio resulta eso en un perro tan respetable como él!», comentaba cuando Flush regresaba a horas muy avanzadas de la noche o en las primeras de la mañana siguiente. Y mistress Browning también se reía, al ver que Flush se tumbaba en el suelo del dormitorio y se quedaba profundamente dormido entre las armas de la familia Guidi, que formaban en el suelo un relieve de escayola.
[7] La vida de Lily Wilson es sobremanera oscura y está pidiendo a voces los servicios de un biógrafo. Ningún otro personaje de los que aparecen en las cartas de los Browning – aparte de los protagonistas – despierta más nuestra curiosidad, burlándola al mismo tiempo. Su nombre era Lily; y su apellido Wilson. Esto es cuanto sabemos de su origen y su educación.
Quizá fuese hija de un labrador de las cercanías de Hope End, y mereciese una buena acogida por parte de la cocinera de los Bartett debido a sus modales comedidos y a la limpieza de su delantal, de modo que al hallarse un día en la gran casa, adonde hubiera ido con algún encargo, la señora Barrett entrase en la cocina con cualquier motivo y le causara la muchacha tan buena impresión que la tomase para doncella de miss Elisabeth; o quizá fuera una
Sus días – por lo que aún podemos distinguir de ellos -formaron una extraña sucesión. Empezaran o no en algún remoto pueblecito inglés, lo cierto es que terminaron en Venecia, en el Palazzo Rezzonico. Alií, por lo menos, vivía aún en el año 1897, ya viuda, en una casa del muchachito a quien tanto cuidó y quiso: míster Barrett Browning. Muy extraña procesión de días… es posible que pensara aquella anciana, soñando a la luz roja del ocaso veneciano. Sus amigas, casadas con labriegos, venían aún -pisando inseguras el césped inglés- a tomarse un vaso de cerveza. Se había fugado con miss Barrett a Italia; había visto las cosas más extrañas: revoluciones, guardias, espíritus, míster Landor tirando los platos por la ventana…
Luego, la muerte de mistress Browning… No, no le faltarían a la vieja cabeza de Wilson cosas en qué pensar cuando se sentaba por las tardes junto a una ventana del Palazzo Rezzonico. Pero sería inútil que pretendiéramos saber en qué consistían esos pensamientos, pues era una típica representante de ese gran ejército formado por las criadas inescrutables, silenciosas e invisibles, que en la historia han sido. «No podría hallarse un corazón más honrado, fiel y cariñoso que el de Wilson.» Estas palabras de su ama pueden servirle de epitafio. (N. de A.)