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Pues en la Casa Guidi las habitaciones se caraeterizaban por su desnudez. Se habían esfumado todos aquellos objetos drapeados de los días de encierro. La cama era una cama; el lavabo era un lavabo. Todo era lo que era y no otra cosa. La sala era espaciosa y con algunas sillas antiguas de caoba labrada. Sobre la chimenea colgaba un espejo con dos cupidos que sostenían los luces. La misma mistress Browning había abandonado sus chales indios. Llevaba un gorrito confeccionado de fina y brillante seda, muy del gusto de su marido. Ahora se peinaba de otro modo. Y, cuando se ponía el sol y eran recogidas las persianas, se asomaba al amplio balcón, vestida de una vaporosa muselina blanca. Gustaba de sentarse allí mirando y escuchando a la gente que pasaba por la calle.

Hacía poco que estaban en Florencia cuando oyeron una noche tal gritería y estruendo de muchedumbre por la calle, que acudieron rápidos al balcón para ver qué ocurría. Una enorme multitud pasaba por debajo. Llevaban banderas, vociferaban y cantaban. Todos los balcones se hallaban abarrotados, y por las ventas se asomaban muchísimas caras. La gente de balcones y ventanas arrojaban flores y hojas de laurel a la gente de la calle -hombres de grave continente, mujeres jóvenes y alegres – se besaban unos a otros y levantaban a sus niños en brazos mostrándolos a la gente de los balcones. Los Browning, acodados en la balaustrada, aplaudían, aplaudían sin cesar. Pasaban banderas continuamente. Las antorchas las iluminaban con vivos ramalazos de luz. «Libertad», habían escrito sobre una. «Por la unión de Italia», habían escrito sabre otra, y «En memoria de los mártires», «Viva Pío IX, y «Viva Leopoldo II»… Durante tres horas y media siguió el desfile de banderas y el vitorear de la multitud, mientras los señores Browning estaban en el balcón, con seis candelabros, agitando entusiasmados sus pañuelos. Flush también permaneció algún tiempo entre ellos, con las patas

apoyadas en el reborde inferior del balcón, haciendo todo lo posible por participar de la alegría general. Pero, por último, bostezó. No pudo evitarlo. «Confesó, finalmente, su parecer de que aquello duraba demasiado», observó mistress Browning. Se apoderó de él un cansancio, una duda, una lasciva inquietud… ¿Para qué servía todo aquello?, se preguntó. ¿Quién era este Gran Duque y qué había prometido? ¿Por qué se excitaban todos tan absurdamente? La verdad, aquel ardor de mistress Browning saludando sin cesar a la multitud, le fastidiaba. Resultaba exagerado sentir tal entusiasmo por un Gran Duque, pensaba Flush. Y entonces, precisamente cuando pasaba el Gran Duque, se dio cuenta Flush de que una perrita se había parado ante la puerta de la Casa Guidi. Aprovechando la ocasión de haber llegado el entusiasmo de su amo al mayor grado, se escabulló del balcón y salió a la calle. La siguió por entre las banderas y la muchedumbre. La perrita se alejaba cada vez más por el corazón de Florencia. La gritería se iba apagando a lo lejos, los vítores se perdieron en el silencio, y desaparecieron los reflejos de las antorchas. Sólo una o dos estrellas en las aguas del Arno, a cuya orilla yacía Flush, con la spaniel a su lado, acostados ambos en el interior de una vieja cesta medio hundida en el fango. Allí se extasiaron en sus deliquios amorosos hasta el alba. Flush no regresó hasta las nueve de la mañana siguiente, y mistress Browning lo saludó con bastante ironía… Por lo menos, pensó, podía haber recordado que era el primer aniversario de su boda. Pero suponía que lo había pasado muy bien. Lo cual era verdad. Mientras ella había hallado una satisfacción inexplicable en el estruendo producido por cuarenta mil personas, en las promesas de los Grandes Duques y en las aéreas aspiraciones de las banderas, Flush prefería infinitamente la perrita que se detuvo en el umbral.

No cabe duda de que mistress Browning y Flush llegaban a conclusiones diferentes en sus vidas renovadas; ella, un Gran Duque; él, una spaniel moteada. Y, sin embargo, los seguía uniendo un estrecho vínculo. Apenas había llegado Flush a abolir el «deber» y a recorrer libremente la hierba esmeralda de los jardines de Cascino – donde se pavoneaban los faisanes rojioro -, sintió un nuevo golpe afectivo. Otro choque. Primero, casi nada -sólo un indicio -; tan sólo que mistress Browning empezó a manejar la aguja en el verano de 1849. Sin embargo, había en esto algo que hizo meditar a Flush. No acostumbraba su ama a coser. Se fijó en que Wilson cambiaba de sitio una cama y abría un cajón para meter en él ropa blanca. Alzando la cabeza del suelo enlosetado miraba y escuchaba con mucha atención. ¿Iría a ocurrir algo? Esperaba a cada momento ver movimiento de baúles y preparativos de viaje. ¿Habría otra fuga? Pero ¿fugarse de qué, adónde? Aquí nada hay que temer, aseguró a míster Browning. En Florencia no tenían por qué preocuparse, ni ella ni él, de mister Taylor ni de las cabezas de perro envueltas en papel de estraza. Sin embargo, estaba preocupadísimo. Los signos de cambio, tal como él los interpretaba, no significaban huida. Significaban – y esto resultaba mucho más misterioso – espera. Se acercaba algo que era inevitable, comprendió Flush al ver a su ama sentada en la sillita baja, cosiendo silenciosa y aplicada. Y algo, a la vez, temible. Conforme pasaban las semanas, mistress Browning salía cada vez menos de casa. Sentada allí, parecía estar esperando la llegada de algún tremendo acontecimiento. ¿Iría a venir un rufián, como Taylor, a darle una paliza, cogiéndola sola e indefensa? Flush temblaba de aprensión con sólo pensar en ello. Lo cierto es que el ama no hacía por escapar. Nadie empaquetaba nada. Ninguna señal de que alguien fuera a irse de la casa. Al contrario, las señales eran de que iba a llegar alguien. Flush, en su celosa inquietud, espiaba a todo el que venía por primera vez a la casa. Ahora abundaban las visitas. miss Blagden, míster Landor, Hattie Hosmer, mister Lytton… y muchos más, tanto señoras como caballeros. Día tras día, seguía cosiendo mistress Browning.

Entonces ocurrió que ésta, uno de los primeros días de marzo, no apareció por la salita. Otras personas entraban y salían. Míster Browning y Wilson eran de los que entraban y salían, y tan absortos en sus pensamientos, que Flush hubo de esconderse bajo el sofá. La gente subía y bajaba apresuradamente las escaleras, llamándose unos a otros en voz baja. Voces en sordina desconocidas para Flush. Todos iban a parar al dormitorio. Cada vez se acurrucaba más en la sombra del sofá. Cada fibra de su cuerpo le decía que estaba ocurriendo algún cambio… algún acontecimiento horroroso. Una sensación semejante le había producido, años antes, la angustiosa espera del encapuchado, cuando temía oír de un momento a otro sus pasos por la escalera, y por fin se había abierto la puerta y miss Barrett gritó: «¡míster Browning!» ¿Quién vendría ahora? ¿Qué encapuchado? Al finalizar el día, lo dejaron completamene solo; nadie entró en la sala. Allí se estuvo sin comer ni beber; ya podían haber olfateado en la puerta mil perritas moteadas, no les habría hecho el menor caso. Pues, a medida que pasaban las horas, tenía la aplastante sensación de que algo se estaba abriendo paso, desde fuera, para entrar en la casa. Miró por debajo de los flecos. Los cupidos que sostenían las luces, los arcones de caoba, las sillas francesas, todo parecía estar dejando sitio; y él mismo se sentía empujado contra la pared para hacer sitio a algo que no podía distinguir. Vio un momento a míster Browning, pero no era el mismo míster Browning. Luego, a Wilson, pero también ésta había variado, como si ambos estuvieran viendo la presencia invisible para él. Sus ojos tenían un extraño aspecto; como de vidrio.

Por último, Wilson, muy arrebatada, desaliñada, pero triunfante, lo tomó en brazos y lo llevó al piso de arriba. Entraron en el dormitorio. En la penumbra del cuarto se percibía un débil balido y algo se agitaba en la almohada. Era un animal vivo. Aparte de todos, sin que hubieran abierto la puerta de la calle, sola, mistress Browning se había hecho dos. Aquella cosa horrenda se movía y balaba a su lado. Desgarrado por la ira y los celos, y por cierta sensación de profunda repugnancia que era incapaz de contener, Flush se soltó y salió corriendo escaleras abajo. Wilson y mistress Browning lo llamaron. Luego lo tentaron con mimos y ofreciéndole chucherías; pero fue inútil. Huía del repugnante ser, de aquella presencia tan repulsiva, y corría a esconderse donde hubiera un sofá o un rincón que le brindaran su sombra. «…durante quince días cayó en un estado de honda melancolía y no le hacían efecto alguno las atenciones que le prodigábamos.» Esto lo notó míster Browning a pesar de las muchas cosas en que había de pensar. Y si tomamos – como debemos hacerlo- los minutos y horas de los seres humanos y, echándolos en el espíritu de un perro, observamos cómo se convierten los minutos en horas y las horas en días, no exageraremos si llegamos a la conclusión de que la «honda melancolía» de Flush duró el equivalente a seis meses completos del reloj humano. ¡Cuántos hombres y mujeres han olvidado en menos tiempo sus amores y sus odios!

Pero Flush no era ya el perro inculto y falto de mundología que era en los tiempos de Wimpole Street. Había aprendido mucho. Wilson le había pegado. Tuvo que comerse pasteles estropeados cuando pudo haberlos comido recién hechos; juró amar y no morder más. Todo esto se agitaba en su mente mientras yacía bajo el sofá, hasta que finalmente, salió vencedor de sí mismo. Y también esta vez fue recompensado. Al principio – hay que reconocerlo -, la recompensa fue insustancial, por no decir francamente desagradable: le ponían el niño sobre sus lomos y tenía que trotar por toda la casa mientras él le iba tirando de las orejas. Pero se resignó a esto con la mejor voluntad, y si se volvía al sentir que le tiraban de las orejas, sólo era «para besar los piececitos desnudos, de lindos hoyuelos…» Puso tan buena voluntad, que al cabo de tres meses este débil e indefenso montoncillo de carne piador y obstinado llegó a preferirlo a las otras personas «en general», según decía mistress Browning. Y lo curioso es que Flush correspondía al afecto del pequeño. Después de todo, ¿no compartían algo los dos?, ¿no se parecía el nene a Flush en muchos aspectos?, ¿acaso no tenían los mismos gustos e idénticos puntos de vista? Por ejemplo, en lo referente a paisajes. A Flush le resultaban insípidos todos los paisajes. En todos aquellos años no aprendió a concentrar la atención sobre las montañas, y, cuando lo llevaron a Vallombrosa, el esplendor de sus bosques no hizo sino aburrirlo. Volvieron a emprender otra larga expedición cuando el niño tenía varios meses. El crío iba en el regazo de su nodriza, y Flush en las rodillas de mistress Browning. El carruaje iba, dale que dale, subiendo dificultosamente por las alturas de los Apeninos. Mister Browning estaba casi enajenado de entusiasmo. Apenas se podía separar de la ventanilla. No encontraba en todo el idioma inglés palabras con que expresar lo que sentía. «… la deliciosa perspectiva, casi sobrenatural, de los Apeninos, la maravillosa variedad de color y de forma, las transiciones tan súbitas y la vital individualidad de esas montañas, los bosques de castaños que, junto a los barrancos, se inclinan hacia lo hondo por su propio peso, las rocas resquebrajadas por los impetuosos torrentes, y las colinas que suben una sobre otra para apiñar su majestuosa existencia, mudando de color con el esfuerzo…» La belleza de los Apeninos provocaba el nacimiento de tan inmensa cantidad de palabras que se atropellaban unas a otras hasta aniquilarse. Pero el nene y Flush no experimentaban este estímulo ni la adaptación del lenguaje a las emociones. Ambos permanecían silenciosos. Flush retiró la cabeza de la ventanilla, no estimando aquello digno de contemplarse… Sentía un supremo desprecio por los árboles, montañas, y cosas por el estilo, observó mister Browning. El vehículo seguía adelante con su traqueteo. Flush dormía, y también dormía el niño. Por último, aparecieron luces, casas, hombres y mujeres, desfilando ante las ventanillas. Habían entrado en un pueblo. Entonces sí prestó Flush atención, y muchísima: «…los ojos se le salían de la cara, tan intensa era su curiosidad; miraba al Este, al Oeste… y podía pensarse que estaba tomando notas o preparándolas.» A Flush sólo le conmovía lo humano. Por lo visto, la belleza había de cristalizar – para que él la percibiese – en un polvillo verde o violeta que alguna jeringa sobrenatural le insuflase por los conductos nasales, y después, en vez de manifestar con palabras el efecto que le había producido, lo hacía en un éxtasis mudo. Lo que mistress Browning veía, él lo olía; ella escribía; él, en cambio, olfateaba.