Conforme pasaban las semanas, se acentuaba la preocupación de mistress Browning por lo invisible. Aunque hiciese un día magnífico, y en vez de irse a contemplar cómo se deslizaban los lagartos por entre las piedras, se sentaba a la mesa; aunque la noche estuviese cuajada de estrellas, y en vez de leer en su libro o pasar la mano sobre las hojas de papel blanco, se apresuraba a llamar, si míster Browning no estaba en casa, a Wilson; y Wilson acudía bostezando. Entonces sentábanse juntas a la mesa hasta que este mueble – cuya verdadera función era proporcionar sombra – daba golpecitos en el suelo, y mistress Browning exclamaba que le estaba anunciando a Wilson una próxima enfermedad. Wilson replicaba que lo que sí tenía era un sueño terrible. Pero no tardaba mucho la misma Wilson, la implacable, la recta y británica Wilson, en lanzar unos chillidos penetrantes, desmayándose acto seguido, lo cual hacía corretear a mistress Browning de un lado para otro en busca del «saludable vinagre». A Flush le parecía todo esto una manera muy desagradable de pasar la tarde. ¡Cuánto mejor sentarse a leer el libro!
Indudablemente, padecieron mucho los nervios de Flush con aquel ambiente de expectación angustiosa, con el olor – intangible, pero desagradable -, con los golpecitos en el suelo, los gritos y el vinagre… Estaba muy bien que el niño, Penini, rezara pidiendo «que le creciese el pelo a Flush»; ¡esa aspiración le era comprensible! Pero esta clase de plegarias que requerían la presencia de malos olores de caballeros de aspecto deslucido y del grotesco aditamiento de un mueble de caoba sólida en apariencia… todo esto le irritaba tanto como a aquel hombre, robusto, sensible y elegantemente vestido: su amo. Pero lo peor para Flush – mucho más que los olores y que el absurdo mueble – era la expresión del rostro de mistress Browning cuando miraba por el ventanal como si estuviera viendo algo que fuera maravilloso, cuando nada había, en realidad. Flush se situaba frente a ella. Y mistress Browning lo miraba como si no lo viera. Esa mirada era la más cruel que pudiera haberle dirigido. Peor aún que su fría ira cuando él mordió a mister Browning en una pierna; peor que su risa sardónica cuando le cogieron la pezuña con la puerta en Regent's Park… Desde luego, había momentos en que echaba de menos Wimpole Street y sus mesas. Las mesas del número 50 no solían hacer equilibrios sobre una pata. La mesita, con aquel aro alrededor en la que ella dejaba sus preciados adornos, se había estado siempre absolutamente quieta. En aquellos días – tan lejanos – sólo tenía que saltar al sofá y miss Barrett se daba cuenta instantáneamente de su presencia y lo miraba. Ahora, una vez más, saltó al sofá. Estaba escribiendo: «… además, a petición del medium, tomaron las manos espirituales una guirnalda que había sobre la mesa y me la pusieron en la cabeza. La mano que hizo esto último era como las mayores que pertenezcan a seres humanos, blanca como la nieve, y muy hermosa. Estaba tan cerca de mí como ésta con la que ahora escribo, y la vi tan claramente como estoy viendo ésta.» Flush la tocó con viveza. Miró a través de él como si fuera invisible. Entonces saltó del sofá y salió corriendo escaleras abajo, a la calle.
Hacía una tarde abrasadora. La vieja mendiga de la esquina se había quedado dormida sobre sus melones. El sol parecía estar zumbando en el cielo. Flush tomó el camino – tan conocido para él- del mercado, trotando a lo largo de los muros, que le daban sombra. La plaza estaba animadísima con los toldos, los tenderetes y la policromía de las sombrillas. Las vendedoras, junto a las canastas de fruta; las palomas, revoloteando; el repique de las campanas; los látigos que restallaban… Los perros mestizos florentinos -con su variedad de colores – corrían en todas direcciones, husmeándolo todo. Bullicio de colmena y calor de horno. Flush buscaba la sombra. Se echó a los pies de su amiga Catterina, en la sombra que proyectaba su gran canasta. Junto a ésta, otra sombra, la de un búcaro oscuro con flores rojas y amarillas. Y por encima, una estatua, con el brazo derecho extendido, intensificaba la sombra hasta hacerla violeta. Allí yacía Flush, al fresco, contemplando a los perritos ocupados en sus asuntos particulares. Regañaban, se mordían y retozaban por el suelo con todo el abandono de la alegría juvenil. Se perseguían unos a otros dando la vuelta a la plaza innumerables veces, como él persiguiera cierta vez a la perrita con pintas por aquella alameda… Sus pensamientos volaron a Italia por un momento… a la spaniel de míster Partridge, a su primer amor… al éxtasis y al candor de la juventud. Después de todo, también a él le había tocado su parte. No le sabía mal que los jóvenes de ahora disfrutasen de la vida. El mundo se le había hecho muy agradable. No teniá quejas de él. La vendedora le rascó detrás de la oreja. A veces le había dado algún pescozón por haber robado un racimo o por cualquier otra inconveniencia; pero ya era viejo, y también ella era vieja. Flush le guardaba sus melones y ella le rascaba la oreja. Ahora, mientras la vieja hacía punto, él dormitaba. Las moscas zumbaban sobre el gran melón rosado, recién rajado para mostrar su pulpa.
El sol filtraba deliciosamente su ardor por entre las hojas de los lirios y a través de la sombrilla verdiblanca. La estatua de mármol matizaba de frescura este calor. Flush, tumbado, dejaba que le penetrase por la pelambre hasta su piel desnuda. Y, cuando se tostaba por un lado, se volvía del otro, para que también se lo tostase el sol. La gente charlaba y regateaba sin cesar; pasaban mujeres, se paraban a tocar las verduras y las frutas… Un perpetuo zumbar de voces humanas que a Flush le encantaba escuchar. Al cabo de un rato se adormeció a la sombra de los lirios. Durmió como duermen los perros cuando están soñando. En cierto instante se le estiraron las patas… ¿Soñaba acaso que cazaba conejos en España? ¿Corría por la ladera de un monte con unos hombres morenos que gritaban Span! Span! al cruzar los conejos, como centellas, entre la maleza? Luego volvió a quedarse inmóvil. Y, a los pocos momentos, grunó, rápida y suavemente, muchas veces seguidas. Quizás estuviese oyendo al doctor Mitford incitando a sus lebreles en las cacerías de Reading. Luego se le movió la cola mansamente. ¿Estaría oyendo a la vieja miss Mitford gritándole: «¡Perro malo! ¡Perro malo!», cuando volvía al lado de ella, que lo esperaba entre las hortalizas agitando su sombrilla? Luego poníase a roncar, envuelto en el profundo sueño de una vejez feliz. De repente se agitaron todos los músculos de su cuerpo. Se despertó con una violenta sacudida. ¿Dónde creyó hallarse? En Whitechapel, entre los rufianes? ¿Había vuelto a sentir el filo del cuchillo en su cuello?
Lo cierto es que despertó de su ensueño sobrecogido de terror. Salió huyendo como si buscase un refugio. Las mujeres del mercado se rieron y le tiraron uvas podridas, gritándole que volviera. No les hizo caso.
Las ruedas de los carros casi lo aplastaron cuando pasaba veloz entre ellas, por las calles, recibiendo de pasada las maldiciones y los latigazos de los carreteros. Chiquillos medio desnudos le arrojaban guijarros, vociferando a su paso. Matta! Matta!. Sus madres corrían a los umbrales y metían a sus hijos en casa, asustadas. ¿Estaría rabioso? ¿Le había enloquecido el sol? ¿O es que había oído otra vez el cuerno de caza de Venus? ¿O, al cabo, lo había poseído uno de esos espíritus golpeadores americanos que habitaban en las patas de las mesas? Cualquiera que fuese la causa, así iba disparado, en zigzag, subiendo una calle, bajando pnr otra, hasta llegar a la puerta de la Casa Guidi. Subió las escaleras y se fue derecho al salón.
La señora Browning estaba recostada en el sofá, leyendo. Cuando entró, lo miró sobresaltada. No, no era un espíritu… era sólo Flush. Se rió. Entonces, al verlo saltar al sofá y apretar su cabeza contra el rostro de ella, le acudieron a la memoria las palabras de aquel poema que escribiera:
¿Veis este perro? Ayer mismo cavilaba yo aquí sin hacerle caso, hasta que los pensamientos me arrancaron cada uno una lágrima. Entonces se me acercó, por la almohada – sobre la que reposaba mi húmeda mejilla -, una cabeza tan peluda como la de Fauno, y al instante la tuve apoyada en mi rostro. Dos ojazos oro claro asombraron a los míos, y una oreja, larga y caída, enjugó la espuma de mi melancolía. Sorprendíme al principio, como un árcade a quien sobrecogiera la presencia de un dios cabrío en la medialuz de un bosquecillo; pero, cuundo la barbuda aparición acabó de secar mis lágrimas, reconocí a Flush y me repuse de mi sorpresa y de mi pena, dando gracias al verdadero Pan, quien, valiéndose de criaturas insignificantes, nos permite conocer cumbres de amor.
Había escrito aquel poema años atrás, en Wimpole Street, cuando era muy desventurada. Ahora era feliz. Estaba envejeciendo, y Flush también. Se inclinó un momento sobre él. La cara de mistress Browning, con su boca ancha, sus grandes ojos y espesos rizos, seguía teniendo un extraño parecido con la de él. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde y haberse desdoblado después, casi como si cada uno cumpletase lo que estaba latente en el otro. Pero ella era una mujer; él, un perro. Mistress Browning siguió leyendo. Después volvió a mirar a Flush. Pero éste no la miraba ya. Se había operado en él un cambio extraordinario. «¡Flush!», exclamó mistress Browning. Pero no respondió. Había estado vivo; ahora estaba muerto [11]. La mesa del salón – eso sí que fue raro – permaneció absolutamente inmóvil.
[11] Es seguro que Flush murió; pero se desconocen la fecha y las circunstancias de su muerte. La única referencia que poseemos es la de haber vivido Flush «hasta una edad bastante avanzada, y está enterrado en la cripta de la Casa Guidi». Mistress Browning fue enterrada en el Cementerio inglés de Florencia, y Robert Browning en la Abadía de Westminster. De manera que Flush yace aún hajo la casa donde vivieron antaño los Browning. (N. de A.)