Los primeros meses de su vida los pasó en «Three Mile Cross», una casita de campo cerca de Reading, pero no era aquélla una finca de recreo, sino de labores. Desde que los Mitford vinieron a menos – con Kerenhappock de único criado – tuvo que hacer miss Mitford en persona las fundas de las sillas, y utilizando el género más barato. Parece ser que el mueble más importante era una mesa grande, y la habitación principal un espacioso invernadero. No se vio rodeado Flush – hay que darlo por seguro – de ninguno de los refinamientos (garitas con buena protección contra la lluvia, caminos de cemento, un lacayo o una doncella a su servicio) de que no se privaría hoy a un perro de su alcurnia. Pero lo pasaba bien: disfrutaba, con toda la viveza de su temperamento, de la mayor parte de los placeres – y de algunos de los desenfrenos – connaturales a su juventud y a su sexo. Es cierto que miss Mitford permanecía en casa casi todo el tiempo. Tenía que leer en voz alta casi todo el tiempo. Tenía que leer en voz alta a su padre horas enteras; luego, jugar con él a las cartas – el cribbage -, y, cuando por fin se dormía aquél, poníase miss Mitford a escribir sin cesar en la mesa del invernadero proponiéndose con ello pagar las facturas y saldar los atrasos. Pero, al cabo, llegaba el mamento ansiado. Dejaba a un lado los papeles, se calaba un sombrero, cogía la sombrilla y salía con sus perros a dar un paseo por el campo. Los spaniels son comprensivos por naturaleza; y Flush, como lo prueba su biografía, poseía el don – casi excesivo – de captar las emociones humanas. Así, al ver a su querida ama respirando por fin, tan aliviada, el aire freseo, complaciéndose en permitir al vientecillo que la despeinara y colorease la ternura de su rostro, mientras se suavizaban – despreocupadas – las líneas de su amplísima frente…, todo esto lo contagiaba de alegría, haciéndole dar brincos cuya extravagancia era en gran parte un testimonio de simpatía hacia la deliciosa sensación que ella experimentaba. Conforme avanzaba su ama por la alta hierba, él saltaba de acá para allá, abriendo surcos fugaces en la verde cabellera. Las frescas perlas de rocío o de lluvia le caían sobre la naricilla en ducha iridiscente; la tierra – dura aquí, allí blanda, caliente más allá o quizá fría – le picaba, le hacía cosquillas y le irritaba en las almohadillas, tan tiernas, de sus pies. Una sutilísima mezcla de los olores más variados le hacía vibrar las aletas de la nariz: áspero olor a tierra, aromas suaves de las flores, inclasificables fragancias de hojas y zarzas, olores acres al cruzar la carretera, el picante olor que sentía cuando entraban en los campos de habas… Pero de pronto traía el viento unos efluvios más agudos, más intensos, más lacerantes que todos los demás, unos efluvios que le arañaban el cerebro hasta remover mil instintos en él y dar suelta a un millón de recuerdos: el olor a liebre o a zorro. Entonces se lanzaba como una exhalación. Olvidaba a su ama; se olvidaba de todo el género humano. Oía a unos hombres morenos que gritaban: Span! Span! Oía el restallar de los látigos. Corría, se precipitaba… Por último, se paraba en seco, estupefacto: el encanto se había desvanecido. Muy lentamente, moviendo la cola con humildad, regresaba a través de los campos hasta donde estuviera miss Mitford voceando «¡Flush! ¡Flush! ¡Flush!» y agitando la sombrilla. Una vez – por lo menos – fue aún más imperiosa la llamada atávica; el cuerno de caza que le resonó por dentro levantó en él instintos más hondos, hizo surgir de su ser más profundo unas emociones producidas más allá de la memoria y que borraban, con un grito salvaje de éxtasis, las impresiones producidas por la hierba, los árboles, las liebres, los conejos y los zorros. El Amor lo encandiló con su antorcha, pasándosela ante los ojos; oyó el cuerno de caza de Venus. Antes de haber salido de la edad cachorril, ya Flush era padre.
Si un hombre se hubiera conducido así en 1842, su biógrafo le hubiese hallado quizás alguna disculpa; de haber sido una mujer, no habría habido disculpa posible y su nombre habría desaparecido, borrado por la ignominia. Pero el código moral de los perros – se le considere mejor o peor – es, desde luego, muy distinto al nuestro, y aquella acción de Flush no necesita encubrirse ahora púdicamente, ni le incapacitó entonces para disfrutar de la compañía de las personas más puras y castas. Así, existe la evidencia de que el hermano mayor del doctor Pusey tenía un grandísimo interés en comprarlo. Deduciendo el carácter, conocido, del doctor Pusey el probable carácter de su hermano, debió de haber visto éste en el cachorro algo muy serio, sólido, prometedor de futuras virtudes, por mucha que hubiera sido hasta entonces la liviandad de Flush. Pero una prueba mucho más significativa de los atractivos de que estaba dotado la constituye el haberse negado miss Mitford a venderlo, a pesar de la insistencia de mister Pusey en comprarlo. Teniendo en cuenta lo mal que andaba de dinero – no sabía ya qué tragedia hilvanar, ni qué anuario editar, y se veía reducida al denigrante recurso de solicitar ayuda de sus amistades -, debió de hacérsele muy cuesta arriba rechazar la cantidad ofrecida por el hermano mayor del doctor Pusey. Por el padre de Flush habían ofrecido veinte libras. Ya hubiera estado bien diez o quince libras por Flush. Diez o quince libras eran una suma principesca, una magnífica suma para poder disponer de ella. Con diez o quince libras podía haber comprado nuevas fundas para las sillas, podía haber vuelto a abastecer el invernadero, haber repuesto su ropero, pues… «No me he comprado desde hace cuatro años ni un gorrito, ni una capa o un vestido; apenas si me habré comprado un par de guantes», escribía miss Mitford en 1842.
Pero vender a Flush… Ni pensar en ello. Pertenecía a esa reducida clase de objetos a los que no puede relacionarse con la idea de dinero. ¿Y no era, en verdad, de esa clase, aún más reducida, que, por concretar lo espiritual, se convierten en el símbolo más adecuado de la amistad desinteresada? Y, en este sentido, ¿no es lo mejor que puede ofrecérsele a una amiga, cuando se tiene la dicha de contar con una, a quien se considera más bien como una hija; a una amiga que se pasa los meses de verano acostada en su dormitorio de la calle Wimpole, a una amiga que es, nada menos, la primera poetisa de Inglaterra, la brillante, la desventurada, la adorada Elizabeth Barrett en persona? Tales eran los pensamientos que embargaban, cada vez con más frecuencia, a miss Mitford mientras contemplaba cómo corría y retozaba Flush al sol, y cuando estaba sentada al borde del lecho de miss Barrett en el oscuro dormitorio – sombreado por la hiedra- de Londres. Sí, Flush era digno de miss Barrett, y ésta era digna de Flush. Un gran sacrificio, es verdad, pero había que hacerlo. Así, un día, probablemente a principios del verano de 1842, bajaba por la calle Wimpole una pareja muy notable: una dama rechoncha, de bastante edad y pobre indumentaria, con el rostro rosado y reluciente, y la viva blancura de sus cabellos, llevando de una cadenita un cachorro spaniel, de la variedad cocker «dorada»; un perrito muy despierto y muy escudriñador… Tuvieron que recorrer casi toda la calle hasta llegar al número 50. No sin un ligero temblor, tocó miss Mitford la campanilla.
Aún hoy, quizás experimenten ese mismo temblor cuantos llamen a una casa de Wimpole Street. Es la más augusta de las calles londinenses, la más impersonal. En efecto, cuando parece que el mundo va a hacerse trizas y que la civilización se va a derrumbar, basta ir a Wimpole Street, recorrer pausadamente aquella avenida, contemplar las casas, fijarse en su uniformidad, maravillarse ante las cortinas de las ventanas y su consistencia, admirar sus llamadores de bronce, observar cómo entregan los carniceros su sabrosa mercancía y cómo la reciben los cocineros, enterarse de las rentas de los inquilinos y deducir de aquí la consiguiente sumisión de éstos a las leyes humanas y divinas… Sólo hay que ir a Wimpole Street y saciarse allí de la paz que se desprende de aquel orden para que podamos respirar tranquilos, contentos de que si Corinto ha caído o Mesina se ha derrumbado, o si mientras el viento se lleva las coronas y se incendian los imperios más antiguos, Wimpole Street sigue imperturbable. Y, cuanáo salimos de la calle Wimpole para entrar en la de Oxford, nos sube una plegaria del corazón a los labios para pedir que no muevan ni un ladrillo de Wimpole Strret, que no laven sus cortinas ni deje el carnicero de entregar, ni de recibir el cocinero, el lomo, el anca, la pechuga o las costillas, por los siglos de los siglos… Pues, mientras exista la calle Wimpole, está segura la civilización.
Los criados de Wimpole Street se mueven, aún hoy, con mucha calma; pero en el verano de 1842 eran de superior lentitud. Las leyes de la librea eran entonces más rigurosas. El ritual – que prescribía el delantal de bayeta verde al limpiar la vajilla de pIata y el chaleco a rayas y la casaca negra de cola de golondrina para abrir la puerta del vestíbulo – era cumplido mucho más estrictamente. Es muy probable que miss Mitford y Flush esperasen por lo menos tres minutos y medio en el umbral. Sin embargo, la puerta del número 50 se abrió por fin de par en par y miss Mitford entró con Flush en la casa. Miss Mitford la visitaba con frecuencia, y nadá había en ella que la sorprendiese; pero siempre se sentía algo cohibida en la mansión familiar de los Barrett. A Flush debió causarle una impresión tremenda. Hasta entonces no- conocía más casa que la modesta finca de labor de «Three Mile Cross». Allá estaban vacías las alacenas; las esteras, gastadas; y las sillas eran de clase barata. Aquí nada estaba vacío, nada había que estuviera gastado ni que fuera de clase barata. Flush pudo darse cuenta de esto de un solo vistazo. Míster Barrett, el dueño de la casa, era un rico comerciante; tenía una familia numerosa -hijo e hijas ya mayores- y una servidumbre relativamente grande. Había amueblado su hogar al gusto predominante a fines de la tercera década del siglo, con ligeras influencias, sin duda, de aquella fantasía oriental que le llevó, cuando edificó una casa en Shropshire, a adornarla con las cúpulas y medias lunas de la arquitectura mora. Aquí, en Wimpole Street, no le hubieran permitido semejante extravagancia; pero podemos figurarnos que las sombrías habitaciones – de techo elevado – estarían llenas de otomanas y de artesonado de caoba. Las mesas, de líneas retorcidas, ostentaban sobre ellas figurillas afiligranadas, y de las oscuras paredes – de un color avinado – pendían dagas y espadas. Por muchos rincones se veían curiosos objetos que había traído de sus posesiones en las Indias Orientales, y el suelo lo cubrían ricas alfombras.