Pero Flush – mientras seguía a miss Mitford, que iba tras el lacayo – se sintió más sorprendido por lo que percibía su olfato que por lo que veía. Por el hueco de la escalera subía un tufillo caliente a carne asada, a caldo en ebullición… casi tan apetitoso como el propio alimento para un olfato acostumbrado al mezquino sabor de las frituras y los picadillos – tan raquíticos- de Kerenhappock. Otros olores se fundían con los culinarios -fragancias de cedro, sándalo y caoba; perfumes de cuerpos machos y de cuerpos hembras; de criados y de criadas; de chaquetas y pantalones; de crinolinas, de capas, de tapices y de felpudos; olores a polvillo de carbón, a niebla, a vino y a cigarros. Conforme iba pasando ante cada habitacion – comedor, sala, biblioteca, dormitorio – se desprendía de ella una aportación al vaho general. Y, al apoyar primero una pezuña y luego otra, se las sentía acariciadas y retenidas por la sensualidad de las magníficas alfombras que cerraban amorosamente su felpa sobre los pies del visitante. Por último, llegaron a una puerta cerrada, en el fondo de la casa. Unos golpecitos muy suaves, y la puerta se abrió con idéntica suavidad.
El dormitorio de miss Barrett – pues éste era – debía de ser muy sombrío. La luz, oscurecida corrientemente por una cortina de damasco verde, quedaba aún más apagada en verano por la hiedra, las enredaderas de color escarlata, y por las correhuelas y los mastuerzos que crecían en una jardinera instalada en el mismo alféizar de la ventana. Al principio, no pudo Flush distinguir nada en la pálida penumbra verdosa… Sólo cinco globos blancos y brillantes, misteriosamente suspendidos en el aire. Pero también esta vez fue el olor de la habitación lo más sorprendente para él. Sólo un arqueólogo que haya descendido, escalón por escalón, a la cripta de un mausoleo y la haya encontrado recubierta de esponjosidades y resbalosa de tanto musgo, despidiendo acres olores a decrepitud y antigüedad, mientras relampaguean – a cierta altura – unos bustos de mármol medio deshechos, y todo lo ve confusamente a la luz de una lámpara balanceante que cuelga de una de sus manos, y lo observa todo con fugaces ojeadas…, solamente las sensaciones de un explorador como ése – que recorriese las catacumhas de una ciudad en ruinas – podrían compararse con la avalancha de emociones que invadieron los nervios de Flush al entrar por primera vez en el dormitorio de una inválida, en Wimpole Street, y percibir el olor a agua de Colonia.
Muy lentamente, muy confusamente al principio, fue distinguiendo Flush – a fuerza de mucho olfatear y de tocar con sus patas cuanto podía – los contornos de varios muebles. Aquel objeto enorme, junto a la ventana, quizá fuera un armario. Al lado de éste se hallaba lo que parecía ser una cómoda. En medio del cuarto se elevaba una mesa con un aro en derredor de su superficie (o, por lo menos, parecía una mesa). Luego fueron surgiendo las vagas formas de una butaca y de otra mesa. Pero todo estaba disfrazado. Encima del armario había tres bustos blancos; sobre la cómoda se hallaba una vitrina con libros, y la vitrina estaba recubierta con merino carmesí. La mesilla-lavabo tenía encima varios estantes superpuestos en semicírculo y arriba del todo se asentaban otros dos bustos. Nada de cuanto había en la habitación era lo que era en realidad, sino otra cosa diferente. Ni siquiera el visillo de la ventana era un simple visillo de muselina, sino un tejido estampado [2] con castillos, cancelas y bosquecillos, y se veía a varios campesinos paseándose por aquel paisaje. Los espejos contribuían a falsear aún más estos objetos, ya tan falseados, de modo que parecía haber diez bustos representando a diez poetas, en vez de cinco; y cuatro mesas en lugar de dos. Todavía aumentó esta confusión un hecho inesperado. Flush vio de repente que, por un hueco abierto en la pared, ¡lo estaba mirando otro perro con ojos centellantes y la lengua colgando! Se detuvo, estupefacto. Luego, prosiguió empavorecido.
Mientras se dedicaba a su exploración, apenas llegaba a Flush el apagado rumoreo de las voces que charlaban; si acaso, como el zumbido lejano del viento por entre las copas de los árboles. Continuó sus investigaciones cautamente, tan nervioso como pudiera estarlo un explorador que avanzase muy despacio por una selva, inseguro de si aquella sombra es un león, o esa raíz una cobra. Pero, finalmente, se dio cuenta de que por encima de él se movían objetos enormes, y como tenía los nervios muy debilitados por las experiencias de aquella hora, se ocultó, tembloroso, detrás de un biombo. Las voces se apagaron. Cerróse una puerta. Por un instante quedó inmóvil, pasmado, con los nervios flojos… Luego cayó sobre él la memoria con un zarpazo de tigre. Se sintió solo… abandonado. Se precipitó a la puerta. Estaba cerrada. La arañó, escuchó… Oyó pasos que bajaban. Los conocía de sobra: eran los pasos de su ama. Parecían haberse parado. No, no… seguían escalera abajo, abajo… Miss Mitford bajaba las escaleras muy despacio, pesadamente, a desgana. Y al oírla marcharse, al notar que los pasos de su ama se esfumaban, apoderóse de él el pánico. Oía cómo se iban cerrando al pasar miss Mitford puerta tras puerta; se cerraban sobre la libertad, sobre los campos, las liebres y la hierba, lo incomunicaban -cerrándose – de su adorada ama…, de la querida mujer que lo había lavado y le había pegado, la que lo alimentara en su propio plato no teniendo bastante para sí misma… ¡Se cerraban sobre cuanta felicidad, amor y bondad humana le había sido dado conocer! ¡Ya! Un portazo: la puerta de la calle. Estaba solo. Lo había abandonado.
Entonces lo inundó de tal modo una ola de angustia y desesperación, lo aplastó de tal forma la irrevocabilidad y lo implacable del destino, que alzó la cabeza y aulló con fuerza. Una voz dijo «Flush». No lo oyó. «Flush», repitió la voz. Entonces se sobresaltó. Había creído estar solo. Se volvió. ¿Había algo en el sofá? Con la última esperanza de que este ser, quien fuese, le abriera la puerta para que pudiera alcanzar aún a miss Mitford – confiando todavía un poco en que todo esto no fuera sino uno de esos juegos al escondite con los cuales solían entretenerse en el invernadero miss Mitford y él – se lanzó Flush al sofá.
«¡Oh, Flush!», dijo miss Barrett. Por primera vez lo miró ésta a la cara. Y Flush también miró por primera vez a la dama que yacía en el sofá.
Se sorprendieron el uno del otro. A miss Barrett le pendían a ambos lados del rostro unos tirabuzones muy densos; le relucían sus grandes ojos, y su boca, grande, sonreía. A ambos lados de la cara de Flush colgaban sus espesas y largas orejas; los ojos también los tenía grandes y brillantes, y la boca, muy ancha. Existía cierto parecido entre ambos. Al mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente. «Ahí estoy…», y luego cada uno pensaba: «Pero – ¡qué diferencia!» La de ella era la cara pálida y cansada de una inválida, privada de aire, luz y libertad. La de él era la cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energía. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse desdoblado después; ¿sería posible que cada uno completase lo que estaba latente en el otro? Ella podía haber sido… todo aquello; y él… Pero, no. Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella hablaba. El era mudo. Ella era una mujer; él, un perro. Así, unidos estrechamente, e inmensamente separados, se contemplaban. Entonces se subió Flush de un salto al sofá y se echó donde había de echarse toda su vida… en el edredón, a los pies de miss Barrett.
CAPITULO II. EL DORMITORIO TRASERO
Los historiadores nos aseguran que el verano de 1842 no difirió gran cosa de los demás veranos. Sin embargo, para Flush fue tan diferente que seguramente se preguntaría si hasta el mundo no habría cambiado. Fue un verano pasado en un dormitorio; un verano pasado con miss Barrett. Fue un verano pasado en Londres, pasado en el cogollo de la civilización. Al principio sólo veía la habitación y sus muebles, pero ya esto bastaba para asombrarlo. Identificar, distinguir y llamar por sus verdaderos nombres a todos aquellos objetos – tan diversos – le era muy arduo. Y apenas había conseguido acostumbrarse a las mesas, a los bustos, al lavabo – el perfume del agua de Colonia le impresionaba aún desagradablemente – cuando llegó uno de esos días buenos, sin viento, cálidos, pero no achicharrantes, secos, aunque no polvorientos, en que una persona inválida puede salir a tomar el aire. Llegó el día en que miss Barrett pudo arriesgarse a correr la gran aventura de salir de compras con su hermana.
Le dispusieron el coche. Miss Barrett se levantó del sofá; velada y bien arropada, bajó la escalera. Desde luego, Flush la acompañaba. Saltó al coche en cuanto ella subió. Tendido en su regazo, vio – maravillado – desfilar ante sus ojos toda la magnificencia de Londres en su mejor temporada. El coche recorrió la calle Oxford. Flush vio casas construidas casi sólo con vidrio. Vio ventanas en cuyo interior se cruzaban colgaduras de una alegre policromía, o en las que se amontonaban brillantes piezas rosadas, purpúreas, amarillas… El coche paró. Flush pasó bajo sus arcos misteriosos formados por nubecillas y transparencias de gasas coloreadas. Las fibras más remotas de sus sentidos se estremecieron al entrar en contacto con un millón de aromas de China y de Arabia. Sobre los mostradores fluían velozmente yardas y yardas de reluciente seda; el bombasí, en cambio, desenrollaba majestuoso su oscura tonalidad, sin prisa. Las tijeras funcionaban. Lanzaban sus destellos las monedas. El papel se plegaba a las cosas y las cuerdas lo apretaban. Y con tanto ondular de colgaduras, tanto piafar de caballos, con las libreas amarillas y el constante desfile de rostros, cansado de saltar y danzar en todas direcciones, nada tiene de particular que Flush – saciado con tal multiplicidad de sensaciones – se adormilara, se durmiera del todo e incluso soñara, no enterándose ya de nada hasta que no lo sacaron del coche y se cerró tras él la puerta de Wimpole Street.
[2] Miss Barrett dice: «Tenía yo un visillo cubriendo mi ventana abierta.» Y añade. «Papá me insulta por su parecido con el escaparate de un confitero, pero esto no le impide emocionarse cuando el sol ilumina el castillo». Algunos sostienen que el castillo, y lo demás, estaba pintado con una sutil sustancia metálica; otros, que era una cortinilla de muselina ricamente bordada. No parece que haya manera de llegar a una conclusión exacta. (N. de A.)