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No obstante, el vínculo estuvo muchas veces a punto de romperse; formábanse extensas lagunas en la compenetración entre ellos. En ciertas ocasiones, se quedaban mirándose como si fuesen totalmente extraños el uno para el otro. ¿Por qué, preguntábase miss Barrett, temblaba Flush de pronto, y se erguía, gimoteando, para escuchar quién sabe qué? Ella no oía ni veía nada de particular; no había nadie en la habitación con ellos.

Y es que no podía adivinar lo siguiente. Folly, la perrita King Charles de su hermana, había pasado frente a la puerta; o bien, le estaban dando un hueso de carnero a Catiline, el sabueso cubano, en el sótano. Pero Flush sí que sabía; sus oídos lo tenían al tanto de todo. Devastaban su ser unas rachas alternativas de lujuria y gula. Además, a pesar de su imaginación de poetisa, miss Barrett no podía adivinar cuánto significaba para Flush el paraguas mojado de Wilson, cuántas reminiscencias le traía: selvas, loros, elefantes trompeteando atronadoramente… Ni pudo comprender, cuando mister Kenyon tropezó en el cordón de la campanilla, que Flush oyó entonces las imprecaciones de los hombres morenos por aquellas montañas… El grito Span! Span! repercutió en sus oídos, y si mordió a míster Kenyon, lo hizo movido por un impulso de rabia ancestral y siempre reprimida.

Por su parte, Flush no sabía tampoco a qué obedecían las emociones de miss Barrett. Se estaba allí tendida, horas y horas, pasando la mano sobre un papel blanco con un palito negro, y sus ojos se le llenaban de lágrimas. Pero ¿por qué? «Ah, mi querido míster Horne», estaba escribiendo; «entonces me falló la salud… y vino el forzoso destierro a Torquay…, lo cual inició en mi vida esa eterna pesadilla, siendo causa de lo que no puedo citar aquí; no hable de eso a nadie. No hable de eso, querido míster Horne.» Pero ¡si en la habitación no había ni olor ni sonido que pudiera provocar el llanto de miss Barrett! Al poco rato, pasó ésta nuevamente del llanto a la risa, sin dejar de mover el palito. Había dibujado «un retrato, muy parecido, de Flush, realizado humorísticamente y de manera que más bien se parece a mí», y debajo del dibujo anotó lo siguiente: «Sólo le impide ser un excelente sustituto de mi retrato el que resultaría yo demasiado favorecida.» ¿Qué motivo de risa podía haber en aquellas manchas negras que le enseñaba a Flush? Este no conseguía oler nada en la hoja; ni tampoco percibía sonido alguno. En la habitación no había nadie con ellos. El hecho era que no podían comunicarse con palabras, y esta realidad los llevaba a semejante incomprensión. Pero, por otra parte, ¿no era eso mismo lo que los unía íntimamente? Miss Barrett exclamó cierta vez, después de una mañana de trabajo intenso: ¡Escribir, escribir, escribir!» Quizá pensara: Después de todo, ¿lo dicen todo las palabras?, ¿pueden las palabras expresar algo? ¿No destruirán, por el contrario, los símboios demasiado sutiles para ellas? Una vez, por lo menos, parece haber confirmado esta opinión. Estaba pensando, mientras yacía en el sofá. Había olvidado a Flush por completo, y la invadieron unos pensamientos tan tristes que la almohada se humedeció de lágrimas. Entonces, una cabeza peluda vino de repente a apretarse contra ella; junto a sus ojos brillaron otros, grandes y titilantes. Se sobresaltó. ¿Era Flush o era Pan? ¿Habría dejado de ser una inválida recluida en Wimpole Street, y sería ya una ninfa griega habitaado en algún umbrío bosquecillo de la Arcadia? ¿No era el propio dios barbudo el que unía sus labios a los de ella? Por un momento sintióse transfigurada; era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba, y el amor irradiaba su gloria. Pero, supongamos que Flush hubiera podido hablar… ¿No habría dicho cualquier cosa razonable sobre la plaga que sufría la patata en Irlanda?

También Flush experimentaba extrañas conmociones en lo más íntimo. Cuando veía las delgadas manos de miss Barrett asiendo delicadamente un cofrecito de plata o algún adorno de perlas, sentía como si se le contrajeran sus pezuñas y ansiaba vérselas divididas en diez dedos separados. Cuando oía la voz de ella silabeando innumerables sonidos, ansiaba que llegara el día en que sus amorfos ladridos se convitieran en sonidos pequeñitos y simples que, como los de miss Barrett, tuviesen tan misterioso significado. Y, al contemplar cómo recorrían aquellos dedos incesantemente la página blanca con el palito negro, deseaba con vehemencia que llegase el tiempo en que también él pudiera ennegrecer papel como ella lo hacía.

¿Podría haber llegado a escribir como ella…? La pregunta es superflua; afortunadamente, pues, en honor a la verdad, hemos de decir que en los años 1842-43 no era miss Barrett una ninfa, sino una inválida; Flush no era un poeta, sino un spaniel de la casta cocker; y Wimpole Street no era la Arcadia, sino Wimpole Street.

Así pasaban las largas horas en el dormitorio más apartado de la casa, sin nada que las marcase, más que el sonido de pasos por las escaleras, el sonido lejano de la puerta de la calle al cerrarse, el ruido de una escoba al barrer, o la llamada del cartero. Los trozos de carbón crepitaban en la chimenea; luces y sombras resbalaban por las frentes de los cinco bustos pálidos, por los libros de la vitrina y por el rojo merino de ésta. Pero algunas veces los pasos de la escalera no pasaban de largo ante la puerta, sino que se detenían frente a ella. El pestillo giraba; se abría la puerta y alguien penetraba en el dormitorio. ¡Cómo variaba entonces todo el moblaje del cuarto! ¡Extraño cambio! ¡Qué remolinos de olor y sonido se ponían al instante en circulación! ¡Cómo bañaban las patas de las mesas y eran hendidos por los filos agudos del armario! Probablemente, era Wilson, que entraba la comida en una bandeja, o que traía un vaso de medicina; o también podía ser cualquiera de las dos hermanas de miss Barrett – Arabel o Henrietta -, o quizás uno de los siete hermanos de miss Barrett: Charles, Samuel, George, Henry, Alfred, Septimus u Octavio. Pero, una o dos veces a la semana, notaba Flush que iba a suceder algo de más importancia. La cama la disfrazaban cuidadosamente de sofá. La butaca quedaba junto a ella, miss Barrett se envolvía convenientemente en chales de la India. Los objetos de tocador eran ocultados escrupulosamente bajo los bustos de Chaucer y Homero. A Flush también lo peinaban y cepillaban. Y, a eso de las dos o las tres de la tarde sonaban en la puerta unos golpecitos muy peculiares, diferentes a los habituales. Miss Barrett se ruborizaba, sonreía y tendía la mano. La persona que avanzaba entonces hacia ella podía ser miss Mittford, brillándole su rosado rostro y muy parlanchina, con un ramo de geranios. O quizás fuera míster Kenyon, un caballero de edad avanzada, grueso y bien peinado, irradiando benevolencia y provisto de un libro. No sería raro tampoco que fuese mistress Jameson, señora opuesta en todo a míster Kenyon; «una señora de tez muy pálida y ojos claros, la bios finos e incoloros… una nariz y una barbilla muy salientes y afiladísimas». Cada uno de los visitantes tenía su estilo propio, su olor, tono y acento peculiares. Miss Mitford charlaba apresuradamente, pero su animación no le hacía decir superficialidades; míster Kenyon se mostraba muy cortés y culto, y farfullaba un poco porque le faltaban dos dientes [3]; mistress Jameson no había perdido ninguno, y sus movimientos eran tan recortados como sus palabras.

Tendido a los pies de miss Barrett, dejaba Flush que las voces ondulasen sobre él durante horas enteras. Miss Barrett se reía, discutía amigablemente, exclamaba esto o lo otro, suspiraba y reía de nuevo. Por último, con alivio de Flush, se producían breves silencios, interrumpiéndose a ratos hasta el incansable fluir de las palabras de miss Mitford. ¿Serían ya las siete?, se preguntaba ésta. ¡Llevaba allí desde mediodía! Había de marcharse si no quería perder el tren. Míster Kenyon cerraba el libro -había estado leyendo en voz alta y se estaba un rato de espaldas al fuego; mistress Jameson planchaba entre sus dedos los de sus guantes, en un gesto mecánico. Y uno de los visitantes daba a Flush unos golpecitos cariñosos, otro le tiraba de la oreja… La rutina de la despedida se prolongaba, intolerablemente; pero, por fin, se levantaba mistress Jameson, mister Kenyon y hasta miss Mitford, decían las consabidas fórmulas, recordaban algo, se olvidaban de cualquier cosa, volvían por ella, llegaban a la puerta, la abrían y, por fin – gracias a Dios -, se marchaban.

Miss Barrett volvía a hundirse – muy pálida, cansadísima – en sus almohadas. Flush se acurrucaba, junto a ella, más cerca que antes. Afortunadamente, ya estaban solos otra vez. Pero las visitas se habían prolongado tanto que ya era casi la hora de cenar. Empezaban a subir olores del sótano. Wilson aparecía en la puerta con la cena de miss Barrett en una bandeja. La colocaba en la mesa, a su lado, y levantaba las tapaderas. Pero con los preparativos para recibir a las visitas, con la charla, el calor de la habitación y la agitación de las despedidas, miss Barrett quedaba demasiado cansada para tener apetito. Exhalaba un débil suspiro al ver la rolliza chuleta de cordero, el ala de perdiz o de pollo que le mandaban de cena. Mientras Wilson permanecía en la habitación, miss Barrett hacía como que comía, agitando el cuchillo y el tenedor. Pero en cuanto se cerraba la puerta y quedaban solos otra vez, le hacía una seña a Flush. Levantaba el tenedor. En él iba clavada toda un ala de pollo. Flush se aproximaba. Miss Barrett movía la cabeza, dando a entender algo. Flush, con gran suavidad y de manera muy hábil – sin dejar caer ni una migaja -, se hacía cargo del ala y la engullía sin dejar huellas. Medio pudín, cubierto de espesa crema, seguía el mismo camino. Nada más limpio y eficaz que esta colaboración de Flush. Después podía vérsele acostado como de costumbre a los pies de miss Barrett – dormido en apariencia – mientras ésta yacía repuesta y descansada, con todo el aspecto de haber comido excelentemente. Entonces se detenían en el descansillo de la escalera unos pasos más decididos, más seguros que los demás; sonaba una llamada solemne – no en tono de si se podía entrar -, se abría la puerta y entraba el caballero más moreno y de aspecto más formidable de todos los caballeros de edad… Mister Barrett en persona. Su mirada se dirigía inmediatamente a la bandeja. ¿Fueron consumidos los manjares? ¿Se obedecieron sus órdenes? Sí, los platos estaban vacíos. Manifestándose en su rostro la satisfacción que le producía la obediencia de su hija, se acomodaba mister Barrett pesadamente en una silla junto a ella. Flush sentía correrle por el espinazo unos escalofríos de terror y horror cuando se le acercaba aquel corpachón sombrío. (Así suele temblar el salvaje, que, tendido en un lecho de flores, oye rugir el trueno y reconoce en éste la voz de Dios.) Entonces Wilson le sitbaba y Flush se escabullía con un sentimiento de culpabilidad, como si míster Barrett pudiera leer en sus pensamientos y éstos fueran malvados. Así, se deslizaba del cuarto y corría veloz escalera abajo. En la habitación había penetrado una fuerza temible, una fuerza a la que él no podía hacer frente. Una vez entró inesperadamente y vio a mister Barrett arrodillado junto a su hija, rezando…

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[3] En esto quizás haya cierta exageración; hubo que basarse en conjeturas. Miss Mitford es la fuente de información. Se dice que ésta se expresó det modo siguiente en una conversación con míster Horne: «Ya sabe usted que nuestra querida amiga sólo ve a las personas de su familia, y a una o dos de fuera. Tiene muy buena opinión de la habilidad para la lectura y del buen gusto de Mr… Y hace que le lea los nuevos poemas escritos por ella. Y Mr… se sitúa de pie en la alfombrilla de la chimenea, alza en una mano el manuscrito y eleva la voz mientras nuestra querida amiga sigue tendida en el sofá, envuelta en sus chales de la India, prestando una gran atención, con la cabeza inclinada y sus negras y largas trenzas cayéndole hacia delante… Pero a nuestro querido Mr… le falta un diente – un diente lateral -y esto, ya puede usted figurarse, hace que su pronunciación sea defectuosa… una amable inconcreción, un vago reblandecimiento de las sílabas que las mezcla unas con otras, de manera que no se sabe si ha dicho silencio o ilencio…» No cabe duda de que Mr… era míster Kenyon; los puntos suspensivos los requería la delicadeza especial de los victorianos en lo referente a la dentadura. Pero esto afecta a cuestiones de mayor importancia, concernientes a la Literatura inglesa. Se ha venido acusando a miss Barrett desde hace mucho tiempo, de un oído defectuoso. Miss Mitford sostiene que más bien era mister Kenyon el que no hablaba con claridad a causa de su mella. Por otra parte, la misma miss Barrett afirmó que sus rimas nada tenían que ver con el defecto dental de míster Kenyon ni con su propia falta de oído. «He prestado una grandísima atención», escribió, «- más de lo que hubiera necesitado para rimar con exactitud – a la cuestión de las rimas y he decidido aventurarme a sangre fría a hacer ciertos experimentos.» Por eso rimó angels con candles, heaven con unbelieving, e islands con silence… a sangre fría. Que decidan los profesores; pero cualquiera que haya estudiado el carácter y la vida de mistress Browning se sentirá inclicado a creer que era una tenaz transgresora de reglas, ya fueran de arte o de amor, y a culparla de alguna complicidad en el desarrollo de la poesía moderna. (N. de A.)