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Después tomó la pluma y la pasó, rápida y nerviosamente, por una hoja, luego por otra… Pero ¿qué querían decir aquellas palabritas rque escribía miss Barrett? «Se acerca abril. Habrá un mayo y un abril – si vivimos para verlo – y quizá, después de todo, pudiéramos… Desde luego, veré a usted cuando el buen tiempo me haya hecho revivir un poco… Pero al principio es posible que tema el verle… aunque el escribirle así no me cause rubor. Usted es Paracelso; y yo soy una reclusa; con los nervios rotos en el tormento y ahora lacios y temblando al menor ruido de pasos, al menor soplo.»

Flush no entendía lo que su ama escribía a una o dos pulgadas por encima de su cabeza. Pero comprendía, igual que si hubiese sabido leer, la extraña turbación que la conmovía al escribir los deseos contradictorios que la agitaban: que llegara abril, y que no llegara; poder ver en seguida al desconocido, y no verlo jamás. Flush también temblaba, como ella, al menor soplo. Los días proseguían su marcha implacable. El aire sacudía la cortinilla. El sol blanqueaba los bustos. Se oía cantar un pájaro en su muda. Pasaban vendedores pregonando «¡Se venden flores!» por la calle Wimpole abajo. Y él sabía que todos estos eran indicios de la llegada de abril, y luego vendrían mayo y junio… Nada podría detener la llegada de aquella horrible primavera. Pues ¿qué traería ésta consigo? Algo terrorífico… algún horror… algo que temía mis Barrett y que Flush temía igualmente. Se asustó al oír unos pasos en la escalera. Sólo era Henrietta. Luego, unos golpecitos en la puerta: míster Kenyon tan sólo. Así pasó abril, y así transcurrieron los veinte primeros días de mayo. Entonces, el 21 de mayo, llegó el día. Flush lo comprendió en seguida. En efecto, el martes 21 de mayo, se contempló miss Barrett minuciosamente en el espejo; se atavió con gran gusto con sus chales de la India; pidió a Wilson que le acercara la butaca, pero no demasiado; tocó este objeto y aquél y el de más allá, y sentóse luego muy derecha entre sus almohadas. Flush se echó a sus pies, muy tieso. Esperaron solos los dos. Por fin, el reloj de la iglesia de Marylebone dio las dos; esperaron. Después el reloj de Marylebone Church dio una sola campanada. Las dos y media. Y, al apagarse la resonancia de la campanada, sonó un audaz aldabonazo en la puerta de la calle. Miss Barrett empalideció; se quedó muy quieta. Flush tampoco se movió. Escaleras arriba se acercaban las temidas e inexorables pisadas; venía hacia ellos – Flush lo sabía – el individuo enmascarado y siniestro de la medianoche… El encapuchado. Ya puso la mano sobre la puerta. El pestillo giró. Allí estaba.

– Mister Browning – dijo Wilson.

Flush, que observaba a miss Barrett, la vio sonrojarse, vio cómo le brillaron los ojos y se le abrieron los labios:

– ¡Mister Browning! – exclamó.

Retorciendo sus guantes amarillos [4] entre las manos y pestañeando – nervioso, bien peinado, dominante y áspero -, mister Browning cruzó la habitación. Tomó una mano de miss Barrett entre las suyas y se hundió en la butaca junto al sofá. Inmediatamente empezaron a hablar.

Y, mientras hablaban, Flush se sintió horriblemente solo. Cierta vez le había parecido que él y miss Barrett estaban juntos en una cueva iluminada por el resplandor del fuego. Ahora no era ya una cueva con fuego, sino húmeda y oscura. Miss Barrett había salido de la cueva… Miró en derredor suyo. Todo había cambiado. La vitrina de los libros, los cinco bustos… Estos no eran ya deidades amigas que presidieran aprobándolo todo; ahora tenían un aspecto severo, un perfil hostil… Cambió de posición a los pies de miss Barrett. Esta no se fijó en ello. Exhaló un ligero aullido. No lo oyeron. Por úitimo, se resignó a estarse quieto, en tensa y silenciosa angustia. Proseguía la conversación, pero no con el fluir habitual y la típica ondulación de todas las conversaciones. No, ésta saltaba y tenía bruscos altibajos. Se paraba y volvía a brincar. Flush no había oído nunca aquel tono en la voz de miss Barrett, ni el vigor y la excitación que tenía ahora. Sus mejillas se encendían como nunca las viera encenderse; sus ojazos relucían como jamás los viera relucir. El reloj dio las cuatro; pero siguieron hablando. Dio luego las cuatro y media. Y entonces mister Browning se puso en pie de un salto. Una tremenda decisión, una audacia temible se desprendían de cada uno de sus movimientos. Un momento después, ya había estrechado en su mano la de miss Barrett, había recogido su sombrero y sus guantes, y había dicho adiós. Lo oyeron correr escaleras abajo. Sonó un portazo. Se había ido.

Esta vez no volvió miss Barrett a hundirse en las almohadas como solía hacerlo cuando partían míster Kenyon o miss Mitford. Ahora mantuvo la actitud erguida; los ojos le brillaban aún y sus mejillas seguían arreboladas. Parecía como si creyera que mister Browning estaba aún con ella. Flush la tocó. Entonces, recordó miss Barrett su presencia. Le dio alegremente unas palmaditas en la cabeza y, sonriente, le dirigió una mirada de lo más extraño, como deseando que pudiera hablar, como si esperase de él que experimentara las mismas emociones que ella. Y luego rompió a reír, compadeciéndolo, dando a entender que era absurdo sintiese Flush – el pobre Flush – lo que ella sentía. ¿Cómo iba a saber él lo que sabía ella? Nunca los había separado tan inmensa distancia. Se sentía muy solo; tenía la impresión de que hubiera sido igual no estar allí. Miss Barrett no le hacía el menor caso.

Y aquella noche dejó pelados los huesos del pollo. Nada quedó para Flush; ni una pizca de patata, ni un pellejito… Cuando llegó míster Barrett, como de costumbre, hubo de admirarse Flush de su cerrazón. Sentóse en la mismísima silla donde se había sentado el hombre. Su cabeza se apoyó en el mismo sitio donde se reclinara el hombre… y no se dio cuenta de nada. «Pero ¿es posible que no sepa», se asombraba Flush, «quién ha estado sentado en esta butaca? ¿No lo huele?» Pues para Flush toda la habitación estaba aún impregnada de la presencia de míster Browning. El aire revelador pasaba sobre la vitrina y flotaba alrededor de los cinco bustos pálidos, enroscándose en las cabezas. Pero el hombre aquel, tan corpulento, seguía abstraído junto a su hija. No observaba nada. Nada le hacía sospechar. Flush, maravillado ante tal estupidez, se escabulló de la habitación.

Pero hasta los familiares de miss Barrett empezaron a notar -pese a su increíble ceguera – un cambio en la vida de aquélla. Salía del dormitorio y se estaba en el salón de abajo. Luego hizo lo que no hiciera desde muchísimo tiempo. dio un paseo a pie, con su hermana, hasta la Puerta de Devonshire Place. Sus amistades y su familia se asombraban de su mejoría. Pero sólo Flush sabía de dónde le venía la fortaleza: del hombre moreno de la butaca. Volvió éste otra vez, y otra, y otra… Primero, una vez a la semana; luego, dos veces a la semana. Siempre venía por la tarde y se iba también por la tarde. Miss Barrett lo veía siempre a solas. Y, si no venía él, venían sus cartas. Y, cuando él se marchaba, se quedaban allí sus flores. Y, por las mañanas, cuando la dejaban sola, se ponía miss Barrett a escribir. Aquel hombre, moreno, tieso, áspero y vigoroso – con el cabello negro, las mejillas rosadas y los guantes amarillos -, se hallaba presente en todas partes. Naturalmente, miss Barrett se encontraba mucho mejor; desde luego, podía ya andar. Al mismo Flush le era imposible estarse quieto. Revivían en él antiguos deseos; una nueva inquietud se apoderó de él. Hasta su sueño se pobló de ensueños. Soñó como no había soñado desde los lejanos días de «Three Mile Cross», con liebres que salían disparadas de la alta hierba, faisanes pavoneándose con el despliegue de sus largas colas, perdices que se elevaban de los rastrojos con bullicioso tableteo de alas. Soñó que estaba cazando, y también que perseguía a una spaniel con pintas, la cual se le escapaba. Estaba en España; estaba en Gales; estaba en Berkshire; huía de los garrotes de los guardias en Regent's Park. Entonces abrió los ojos. Nada. No había liebres ni perdices, ni látigos restallando, ni hombres morenos que gritasen: Span! Span! Sólo mister Browning, en la butaca, hablando con miss Barrett, recostada en el sofá.

Llegó a hacérsele imposible dormir mientras estaba allí aquel hombre. Flush escuchaba continuamente, con los ojos muy abiertos. Aunque no podía entender las palabritas que chocaban encima de su cabeza, desde las dos y media hasta las cuatro y media – tres veces a la semana – sí podía captar con terrible exactitud que el tono de las voces iba cambiando. La de miss Barrett había sonado al principio con un tono forzado y una animación ficticia. Ahora había ganado un ardor y una confianza como Flush no le oyera hasta entonces. Y, cada vez que venía el hombre, surgía un nuevo sonido en sus voces: en ocasiones, producían éstas una cháchara grotesca o bien pasaban sobre él rozándole levemente como pájaros en vuelo; otras veces, se arrullaban y cloqueaban como algunas aves; y, poco a poco, se iba elevando la voz de miss Barrett, remontándose en espiral por el aire. Entonces, la voz de mister Browning ladraba con sus ásperas risotadas, y, poco después sólo se oía un murmullo, un moscardoneo tranquilo de ambas voces en una. Pero, al convertirse el verano en otoño, notó Flush, con horrible aprensión, que aparecía un tono distinto a los anteriores. La voz del hombre revelaba una urgencia, una energía, un afán de convencer diferentes, y Flush comprendía que esto asustaba a miss Barrett. Su voz se turbaba, vacilaba, y parecía irse apagando y entrecortarse, haciéndose suplicante en ciertos momentos, como si solicitase una tregua, como si tuviera miedo… El hombre callaba entonces.

A él le prestaban muy poca atención. Míster Browning le hacía el mismo caso que si hubiera sido un leño colocado a los pies de miss Barrett. A veces, al pasar junto a él, le restregaba la cabeza vivamente, de un modo espasmódico, con energía y sin sentimiento. Fuera aquello una caricia o no, Flush sólo sentía una profunda aversión hacia míster Browning. Sólo con verlo tan bien vestido, tan tieso, tan vigoroso, retorciéndose sus guantes amarillos… sólo con eso se le afilaban los dientes. ¡Oh, si los cerrara con todas sus fuerzas sobre la tela de los pantalones! Pero no se atrevía. En conjunto, aquel invierno – 1845-46 – fue el más angustioso que pasó Flush en su vida.

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[4] En la vida de Browning escrita por mistress Orr se hace constar que llevaba guantes de color limón. Mistress Bridell-Fox, que lo trató en los años 1835-6, dice: «… era por entonces alto y muy guapo, de tez morena y – si se me permite indicarlo – quizás un poquito dandy, muy aficionado a los guantes de cabritilla, de color limón y a cosas por el estilo». (N. de A.)