Transcurrió el invierno y presentóse otra vez la primavera. Flush no le veía el fin a aquello. Y, sin embargo, así como un río – aunque esté reflejando árboles inmóviles, vacas paciendo y las cornejas que regresan a sus ramas – fluye inexorablemente hacia una catarata, asi fluían aquellos día, hacia una catástrofe. Flush estaba seguro de ello. En el aire flotaban rumores de mudanza. Llegó a pensar que era inminente algún éxodo de grandes proporciones. Se notaba en la casa esa perturbación indefinible que precede – pero ¿sería posible? – a un viaje. Sacudían el polvo a las cajas, y, por increíble que parezca, las abrían. Luego las volvían a cerrar. No, no era la familia la que se mudaba. Los hermanos y las hermanas seguían entrando y saliendo como de costumbre. Mister Barrett visitaba a su hija -cuando se marchaba el hombre aquel- a la hora de siempre. ¿Qué iba, pues, a suceder? Porque desde luego pasaría algo; de eso no le cabía a Flush la menor duda al finalizar el verano de 1846. Lo percibía nuevamente en el sonido alterado de las eternas voces. La de miss Barrett, que había sido suplicante y temerosa, perdió su tono entrecortado. Sonaba con una decisión y una audacia que Flush no le había oído nunca. ¿Si mister Barrett hubiera podido oír aquel tono con que acogía al usurpador, las risas con que lo saludaba, la exclamación que él profería al tomar en sus manos las de ella! Pero en la habitación sólo estaba Flush con ellos. Y para él el cambio resultaba de lo más deprimente. No era sólo que miss Barrett cambiase respecto a mister Browning, sino que cambiaba en todos sentidos… incluso hacia Flush. Trataba sus carantoñas con más brusquedad; riéndose, le cortaba en seco sus zalemas, dejándole la impresión de que sus manifestaciones de cariño resultaban afectadas, insignificantes y tontas. Se exacerbó su vanidad. Inflamáronse sus celos. Por último, al llegar el mes de julio, decidió realizar un violento esfuerzo para reconquistar el favor de su ama, y quizá para expulsar al intruso. No sabía cómo llevar a cabo este doble propósito; no se le ocurría un plan aceptable. Pero de pronto – el día 8 de julio- lo arrastraron sus sentimientos. Se arrojó contra míster Browning y le mordió ferozmente. ¡Por fin se habían cerrado sus dientes sobre la inmaculada tela del pantalón de míster Browning! Pero la pierna que encerraba era dura como el hierro… La pierna de míster Kenyon era de mantequilla, si se comparaba con ésta. Mister Browning lo apartó de sí con un papirotazo y siguió hablando. Ni él ni miss Barrett parecieron conceder al ataque la menor importancia. Flush, vencido en toda línea, deshecho, con todas sus flechas agotadas, volvió a tumbarse en los cojines, jadeando de rabia y decepción. Pero se había equivocado respecto a la reacción interna de miss Barrett. Cuando marchó mister Browning, ésta llamó a Flush y le infligió el peor castigo que recibiera en su vida. Primero le dio un coscorrón en las orejas… Eso no tenía importancia; aunque parezca mentira, le agradó aquel golpecillo y le hubiera gustado recibir otro. Pero lo malo fue que le dijo luego, con su tono más serio, que ya no lo quería. Aquel dardo se le clavó en el corazón. Tantos años viviendo juntos, compartiéndolo todo, y no lo quería. Que no volvería a quererlo… Entonces, y como para significarle bien que había caído en desgracia, cogió las flores que trajera míster Browning y las puso en agua en un jarro. Flush pensó que este acto estaba calculado para hacerle sentir de modo definitivo su propia insignificancia. «Esta rosa es para él», parecía decir miss Barrett, «y este clavel. Que luzca el color rojo junto al amarillo; y el amarillo junto al rojo. Y aquí el verde de las hojas…» Colocando las flores unas al lado de otras, se apartaba de ellas unos pasos para contemplarlas como si el hombre de los guantes amarillos se hubiera convertido en una masa de flores de vivo colorido. Pero, aun así, aun estando embelesado con flores y hojas, no pudo desprenderse por completo de la mirada fija que Flush tenía clavada en ella. No podía dejar de notar aquella «expresión de profunda desesperación en su cara». No tuvo más remedio que aplacarse. «Por último, le dije: «¡Si fueras bueno, Flush, me pedirías perdón!, y, cruzando rápidamente el cuarto, temblando como un azogado, besó primero una de mis manos y luego la otra, tendiéndome las pezuñas para que se las estrechase, y me miró a los ojos con tal expresión de súplica en los suyos, que tú también lo hubieras perdonado.» Esta fue la relación de lo sucedido, enviada por miss Barrett a míster Browning; y él contestó. «¡Oh, pobre Flush!, ¿crees que no lo quiero y lo respeto por su celosa supervisión… por tardar tanto en aceptar a otra persona, después de haberte conocido…?» A míster Browning le era fácil mostrarse magnánimo, pero esa magnanimidad sin esfuerzo era quizá la espina más dolorosa que tenía clavada Flush.
Otro incidente, ocurrido pocos días después, demostró cuán grande era la separación entre su ama y él – ¡tan íntimos como habían sido!-, y lo poco que podía contar Flush con el afecto de miss Barrett. Una tarde, después de marcharse mister Browning, decidió miss Barrett pasear en coche con su hermana por el Regent's Park. Cuando se apeaban a la entrada del parque, Flush se cogió una pezuña con la portezuela del coche. «Aulló lamentablemente» y mostró a su ama la patita magullada, en busca de consuelo. Antes, por mucho menos que eso le habrían prodigado los consuelos más cariñosos. Pero ahora surgió en el rostro de miss Barrett una expresión entre indiferente y burlona. Se rió de él. Se había figurado que estaba fingiendo, porque, «…en cuanto pisó la hierba, salió corriendo sin acordarse más de ello». Y añadió este comentario sarcástico. «Flush explota muy bien todas sus desventuras – es de la escuela de Byron -, il se pose en victime.» Pero en aquella ocasión se había equivocado miss Barrett, ensimismada en sus propias emociones. Aunque se le hubiera partido la pezuña, habría echado a correr. Aquella escapada era la respuesta a la burla de su ama. Nada tengo que ver contigo…, ése era el significado de su huida. Las flores le dejaron un olor amargo; la hierba le quemaba las pezuñas. Pero seguía corriendo, flechándose en todas direcciones. «Los perros deben llevar cadenas», decían los letreros. Los guardas del parque – con sombreros de copa – iban provistos de unos garrotes para hacer efectiva la orden. Pero «deber» no tenía ya para él ningún sentido. Habíase roto la cadena del amor. Correría por donde quisiera; cazaría perdices, perseguiría spaniels, se dejaría caer sobre los lechos de dalias, patearía las rosas rojas y amarillas… Que le arrojaran los guardas sus garrotes, si querían. Que le sacaran los sesos, si se les antajaba. Que lo tirasen, muerto, y desventurado, a los pies de miss Barrett. Nada le importaba. Pero, claro está, no ocurrió nada de eso. Nadie lo persiguió, ni se fijó en él nadie. Un guarda solitario hablaba con una nodriza. Por último, volvió junto a miss Barrett y ésta le sujetó la cadena al collar y se lo llevó a casa.
Después de aquellas dos humillaciones, se habría desmoralizado cualquier perro e incluso cualquier ser humano. Pero Flush, pese a su suavidad y a su exterior sedoso, tenía los ojos centelleantes y unas pasiones que no sólo cabrilleaban en llama viva, sino que sabían también encubrirse como rescoldo. Decidió enfrentarse a solas con su enemigo. Este encuentro final no debía interrumpirlo una tercera persona. Sería asunto exclusivo de ambos rivales. Por tanto, en la tarde del martes, 21 de julio, bajó al vestíbulo y aguardó allí. No tuvo que esperar mucho. Pronto oyó en la calle las pisadas que le eran conocidas; en seguida, los aldabonazos en la puerta. Abrieron y pasó mister Browning. Previniendo vagamente el inminente ataque y dispuesto a recibirlo con el mayor espíritu de conciliación, mister Browning venía provisto de una cajita de dulces. Allí estaba Flush, esperándole en el vestíbulo. Míster Browning debió intentar, evidentemente, acariciarlo y quizá hasta llegara a ofrecerle un pastelito. Bastó aquel gesto. Flush se arrojó contra su enemigo con violencia sin igual. Una vez más se cerraron sus dientes sobre los pantalones de mister Browning. Pero, desgraciadamente, con la excitación del momento, olvidó lo que era más esenciaclass="underline" el silencio. Ladró; se lanzó contra mister Browning ladrando escandalosamente. Aquello fue suficiente para alarmar a toda la casa. Wilson bajó a toda velocidad. Wilson le pegó a conciencia. Wilson se lo llevó ignominiosamente. Pues ¿qué mayor ignominia que haber atacado a míster Browning y haber sido vencido por Wilson? Míster Browning no había movido ni un dedo. Llevándose sus pasteles, mister Browning siguió su camino, escaleras arriba, hasta el dormitorio. Iba ileso, imperturbable, como si nada hubiera ocurrido. A Flush lo encerraron.
Tras dos horas y media de degradante reclusión en la cocina con loros y escarabajos, helechos y cazos, lo hicieron subir por orden de miss Barrett. Estaba tendida en el sofá con su hermana Arabella a su lado. Convencido de la rectitud de su propia conducta, Flush se fue derecho a su ama. Pero ella no quiso ni mirarlo. Volvióse hacia su hermana Arabella, limitándose a decir: «Vete de aquí, malo.» Wilson estaba allí – la formidable, la implacable Wilson -, y a ella le pidió miss Barrett un relato de lo ocurrido. Wilson dijo que le había pegado «porque era de justicia». Y añadió que sólo le había pegado con la mano. Fue bastante el testimonio de Wilson para que Flush fuera declarado culpable. El ataque – daba miss Barrett por cierto – no había sido provocado; acreditó a míster Browning con toda la virtud y toda la generosidad imaginables. Flush había sufrido un castigo a manos de una criada – aunque sin emplear el látigo – «porque era de justicia». No había más que decir. Miss Barrett sentenció, pues, contra él; «de manera que se echó en el suelo a mis pies», escribió ésta, «mirándome por debajo de las cejas». Pero, por mucho que la mirara Flush, miss Barret rehuía su mirada. Ella, tendida en el sofa; él, tendido en el suelo alfombrado.