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—Entonces, ¿crees que está a salvo?

—Es probable, por el momento al menos. El secretario general tiene que meditar mucho las cosas, y meditarlas bien. Como sabes, su administración se tambalea.

—No presto mucha atención a la política.

—Pues deberías. Es casi tan importante como los latidos de tu propio corazón.

—Tampoco presto atención a eso.

—No me interrumpas cuando estoy en plena oratoria. La mayoría encabezada por Estados Unidos puede saltar en pedazos de la noche a la mañana… Pakistán estallará al menor acceso de tos nerviosa. En cuyo caso habrá un voto de censura y el secretario general, el señor Douglas, saldrá en estampida y volverá a su bufete de picapleitos barato. El Hombre de Marte puede apoyarle o provocar su caída. ¿Vas a ayudarme a entrar?

—Yo seré la que entre en un convento. ¿Hay más café?

—Vamos a verlo.

Se pusieron en pie. Jill se estiró y dijo:

—¡Oh, mis viejos huesos! ¡Y, Señor, mira la hora! No te preocupes por el café, Ben; mañana me espera un día duro: ser amable con los pacientes desagradables y mantener a raya a los internos. Llévame a casa, ¿quieres? O envíame a casa, supongo que será más seguro. Llama un taxi, sé bueno.

—De acuerdo, aunque la noche es joven —entró en su dormitorio, y volvió a salir con un objeto del tamaño y forma de un encendedor pequeño—. ¿No me facilitarás la entrada?

—Por Dios, Ben… deseo hacerlo, pero…

—No importa. Tampoco te dejaría. Realmente es peligroso… y no sólo para tu carrera —le mostró el pequeño objeto—. ¿Le colocarás esto?

—¿Eh? ¿Qué es?

—El mayor invento para los abogados especializados en divorcios y los espías desde el mezclar drogas en la bebida: una grabadora microminiaturizada. El hilo está enrollado de tal forma que no puede ser localizado por ningún circuito detector. Las partes internas son transistores y resistencias y condensadores, todo envuelto en plástico… puedes dejarlo caer desde un aerotaxi sin que sufra ningún daño. La energía tiene casi tanta radiactividad como la que puedes hallar en la esfera de un reloj, pero protegida. El hilo tiene una duración de veinticuatro horas. Entonces sacas un carrete y metes otro… el muelle forma parte del carrete.

—¿No explotará? —preguntó ella, nerviosa.

—Puedes meterla dentro de un pastel y hornearla.

—Ben, me has hecho sentir miedo de volver a meterme en esa habitación.

—No es necesario que lo hagas. Puedes introducirte en la de al lado, ¿no?

—Supongo que sí.

—Esto tiene unas orejas de mulo. Pega el lado cóncavo a una pared, un poco de esparadrapo servirá, y el aparatito grabará hasta la última palabra de lo que se diga en el cuarto contiguo. ¿Hay algún armario o algo así?

Ella lo pensó un momento.

—Es posible que llame la atención si me ven entrar y salir demasiado de esa habitación contigua; en realidad forma parte de la suite donde está él. O pueden empezar a usarla para alguna otra cosa. Mira, Ben, su habitación tiene una tercera pared en común con una habitación que da a otro pasillo. ¿Servirá eso?

—Perfecto. Entonces, ¿lo harás?

—Hum… dámelo. Lo pensaré y veré lo que decido.

Caxton dejó de limpiar la grabadora con su pañuelo.

—Ponte los guantes.

—¿Por qué?

—La posesión de esto es estrictamente ilegal; tener una equivale a unas cortas vacaciones entre rejas. Usa siempre guantes con ella y con los carretes de recambio… y no te dejes atrapar llevándola encima.

—¡Piensas en las cosas más agradables del mundo!

—¿Quieres echarte atrás?

Jill dejó escapar un prolongado suspiro.

—No. Siempre he deseado una vida de crimen. ¿Me enseñarás el argot de los gángsters? Quiero ser una buena alumna.

—¡Buena chica! —una luz parpadeó sobre la puerta y Caxton alzó la vista—. Eso debe ser tu taxi. Lo llamé por teléfono cuando entré a buscar esto.

—Oh. Encuentra mis zapatos, ¿quieres? No, no me acompañes a la azotea. Cuanto menos me vean contigo, mejor.

—Como quieras.

Cuando Caxton se alzó después de ponerle los zapatos, Jill sujetó su cabeza con ambas manos y le besó.

—¡Querido Ben! De este asunto no puede salir nada bueno, y no me había dado cuenta de que eras un tipo criminal; pero eres al mismo tiempo tan buen cocinero que no me queda más remedio que prestarme a tus combinaciones… y hasta es posible que me case contigo, si logro conseguir que me lo propongas de nuevo.

—La oferta sigue en pie.

—¿Se casan los gángsters con sus chicas? ¿O las llaman «fulanas»? Ya veremos.

Se marchó apresuradamente.

Jill Boardman no tuvo ninguna dificultad para colocar el dispositivo espía. La paciente de la habitación que daba al otro pasillo estaba postrada en la cama; Jill solía pasar a menudo para conversar un rato con ella. Pegó el aparato en el fondo del armario, encima del estante, al tiempo que comentaba que las mujeres de la limpieza nunca quitaban el polvo a la parte alta de los armarios.

Retirar el carrete al día siguiente y colocar uno nuevo le resultó sencillo; la enferma dormía. Se despertó cuando Jill se hallaba aún subida a la silla y pareció sorprendida; Jill la despistó contándole un chismorreo subido de tono que corría por las salas.

Envió por correo el hilo grabado, usando la estafeta del hospital, puesto que la impersonal ceguera del sistema postal parecía más segura que cualquier astucia rebuscada. Pero fracasó en el intento de colocar el tercer carrete. Aguardó a que la enferma estuviese dormida, pero, en el instante en que se subía a la silla la mujer despertó.

—¡Ah! ¡Hola, señorita Boardman!

Jill se quedó petrificada con una mano en la grabadora.

—Hola, señora Fritschlie —consiguió responder—. ¿Ha dormido bien?

—Estupendamente —dijo la mujer, malhumorada—. Me duele la espalda.

—Le daré un masaje.

—No servirá de mucho. ¿Cómo es que está siempre hurgando en mi armario? ¿Ocurre algo?

Jill hizo un esfuerzo para volver a tragarse su estómago. En realidad la mujer no sospechaba nada, se dijo.

—Ratones —respondió vagamente.

—¿Ratones? ¡Oh, tendrán que darme otra habitación!

Jill arrancó el instrumento de la pared, se lo guardó en el bolsillo, bajó de la silla y se dirigió a la enferma.

—Vamos, vamos, señora Fritschlie… Precisamente estaba comprobando que no hay ningún agujero en ese armario y, por lo tanto, de ahí no puede salir ninguno. En esta habitación no hay ratones.

—¿Está segura?

—Completamente segura. Y ahora le daré ese masaje en la espalda. Dése la vuelta.

Jill decidió que no podía volver a colocar el dispositivo en aquella habitación, y llegó a la conclusión de que tenía que correr el riesgo de intentar colocarlo en la habitación vacía que formaba parte de la K-12, la suite del Hombre de Marte. Pero ya casi era la hora del relevo antes de que pudiera hacerlo. Cogió la llave maestra.

Sólo para descubrir que no la necesitaba… La puerta no estaba cerrada con llave y dentro había dos guardiamarinas; habían doblado la guardia. Uno de ellos alzó la cabeza al oír abrirse la puerta.

—¿Busca a alguien?

—No. No se sienten en la cama, muchachos —dijo con voz tajante—. Si necesitan sillas, iremos a buscarlas.

Mantuvo la mirada fija en el guardia mientras éste se levantaba de mala gana; luego salió, intentando ocultar sus temblores.

El aparatito seguía ardiendo en su bolsillo cuando terminó su turno de guardia; decidió devolvérselo de inmediato a Caxton. Se cambió de ropa, lo metió en el bolso y subió a la azotea. Una vez en el aire, se dirigió hacia el apartamento de Ben y empezó a respirar más tranquila. Le telefoneó durante el vuelo.