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—Caxton al habla.

—Soy Jill, Ben. Quiero verte. ¿Estás solo?

—No me parece muy oportuno, muchacha —respondió él, despacio—. No ahora.

—Ben, tengo que verte. Ya voy de camino.

—Está bien, de acuerdo, si no hay más remedio.

—¡Cuánto entusiasmo!

—Mira, cariño, no es que yo…

—¡Adiós! —cortó la comunicación, se calmó, y decidió que no debía abandonar ahora al pobre Ben. El hecho era que ambos estaban jugando a un juego que se salía de sus atribuciones. Al menos ella… Hubiera debido seguir como enfermera y dejar a un lado la política.

Se sintió mejor cuando vio a Ben, y todavía mejor cuando él la besó y la abrazó. Era tan encantador… Quizá debiera casarse con él. Pero cuando intentó hablar, Caxton puso una mano sobre su boca y le susurró:

—No digas nada. Nada de nombres, y habla sólo de trivialidades. Es posible que haya micrófonos aquí.

Ella asintió con la cabeza y él la condujo a la sala de estar. Sin hablar, ella sacó la grabadora y se la entregó. Las cejas de él se alzaron brevemente cuando vio que le entregaba no sólo un carrete, sino todo el aparato, pero no hizo ningún comentario. En su lugar le tendió un ejemplar del Post de aquella tarde.

—¿Has leído el periódico? —dijo con naturalidad—. Puedes echarle una mirada mientras me lavo.

—Gracias.

Cuando lo cogió, él le señaló una columna; luego salió, llevándose consigo la grabadora. Jill vio que la columna era la sindicada del propio Ben:

EL NIDO DEL CUERVO

por Ben Caxton

Todo el mundo sabe que cárceles y hospitales tienen una cosa en común: de ambos sitios puede resultar muy difícil salir. En ciertos aspectos, un preso está menos aislado que un enfermo; un preso puede llamar a su abogado, pedir un testigo honesto, invocar un habeas corpus y exigir a sus carceleros que expongan su causa en una audiencia pública.

Pero sólo hace falta un cartel de PROHIBIDAS LAS VISITAS, ordenado por un curandero de nuestra peculiar tribu, para reducir a cualquier paciente internado en un hospital a una incomunicación más absoluta que la que sufrió nunca el Hombre de la Máscara de Hierro.

Por supuesto, al pariente más próximo de un enfermo no se le puede mantener alejado… pero el Hombre de Marte no parece tener ningún pariente próximo. La tripulación de la malaventurada Envoy contaba con pocos lazos en la Tierra; si el Hombre de la Máscara de Hierro —perdón, quise decir el «Hombre de Marte»— posee algún familiar dispuesto a velar por sus intereses, varios miles de periodistas (entre los cuales está el que firma esto) no han sido capaces de identificarlo.

¿Quién habla por el Hombre de Marte? ¿Quién ordenó que se estableciera una guardia armada a su alrededor? ¿Acaso su enfermedad es tan terrible que no permite que nadie le mire, que nadie le formule una pregunta? Me dirijo a usted, señor secretario general; las explicaciones acerca de «debilidad física» y «fatiga gravitatoria» no sirven; si ésa fuera la respuesta, una enfermera de cincuenta kilos de peso sería tan efectiva como un guardia armado.

¿No podría suceder que esa enfermedad fuese de naturaleza financiera? ¿O (digámoslo con delicadeza) acaso es política?

El artículo seguía, todo en el mismo estilo; Jill se dio cuenta de que Ben Caxton trataba deliberadamente de ponerle un cebo a la Administración con la intención de obligarla a sacar a Smith a la luz pública. No sabía lo que conseguiría con ello, ya que su horizonte no abarcaba la alta política ni las altas finanzas. Adivinó, más que supo, que Caxton estaba corriendo un serio riesgo al desafiar de aquella forma a las autoridades establecidas, pero no tenía ninguna noción de las proporciones de ese peligro ni de la forma que podía adoptar.

Hojeó el resto del periódico. Estaba lleno de reportajes sobre el regreso de la Champion, con fotografías del secretario general Douglas prendiendo medallas a la tripulación, entrevistas con el capitán Van Tromp y con otros miembros de su valiente grupo, imágenes de marcianos y de ciudades de Marte. Había muy poco acerca de Smith: simplemente un parte médico que afirmaba que se estaba reponiendo lenta pero satisfactoriamente de los efectos de su viaje.

Ben salió y dejó caer unas cuartillas de papel de copia en el regazo de Jill.

—Ahí tienes otro periódico que tal vez te guste leer —observó, y se fue de nuevo.

Jill vio enseguida que el «periódico» era una transcripción de lo que había grabado el primer carrete de hilo de la grabadora espía. Llevaba indicaciones de «Primera voz», «Segunda voz» y así, pero Ben había escrito a mano a un lado los nombres de quienes más tarde había supuesto que habían dicho cada frase. En la parte superior, al principio, había anotado: «Todas las voces, identificadas o no, son masculinas».

La mayor parte carecía de interés. Simplemente indicaba que a Smith le habían alimentado, lavado, dado un masaje, y que cada mañana y cada tarde se le pedía que hiciera ejercicio bajo la supervisión de una voz identificada como «doctor Nelson» y de otra persona señalada como «segundo médico». Jill decidió que debía ser el doctor Thaddeus.

Pero un largo pasaje no tenía nada que ver con el cuidado físico del paciente. Jill lo leyó y luego volvió a leerlo:

Doctor Nelson: ¿Cómo se encuentra, muchacho? ¿Lo bastante fuerte como para hablar un poco?

Smith: Sí.

Doctor Nelson: Un hombre quiere hablar con usted.

Smith (pausa): ¿Quién? (Caxton había escrito al margen: Todos los parlamentos de Smith van precedidos por una pausa)

Nelson: Este hombre es nuestro gran (vocablo gutural sin posible transcripción… ¿Sería marciano?). Es nuestro Anciano más viejo. ¿Hablará usted con él?

Smith (pausa muy larga): Me encantará. El Anciano hablará y yo escucharé y creceré.

Nelson: ¡No, no! Lo que quiere es hacerle algunas preguntas.

Smith: Yo no puedo enseñar a un Anciano.

Nelson: El Anciano lo desea. ¿Permitirá usted que le haga esas preguntas?

Smith: Sí.

(Ruidos de fondo, una corta pausa)

Nelson: Por aquí, señor. Tengo, eh… al doctor Mahmoud preparado para efectuar la traducción.

Jill leyó: «Voz nueva». Pero Caxton había tachado luego estas dos palabras y escrito en su lugar: «¡Secretario general Douglas!»

Secretario generaclass="underline" No lo necesitaré. Dijo usted que Smith comprende el inglés.

Nelson: Bueno, sí y no, su excelencia. Conoce un cierto número de palabras pero, como dice Mahmoud, carece de un contexto cultural al que referir esas palabras. El diálogo puede resultar confuso.

Secretario generaclass="underline" Oh, nos las arreglaremos, estoy seguro. De joven recorrí todo Brasil con la mochila al hombro sin saber ni una palabra de portugués al empezar. Ahora, si tiene la bondad de presentarnos… y luego déjenos solos.

Nelson: Señor, creo que sería mejor que yo permaneciese junto a mi paciente.

Secretario generaclass="underline" ¿De veras, doctor? Me temo que debo insistir. Lo lamento.

Nelson: Y también me temo que yo debo insistir. Lo lamento, señor. La ética médica…

Secretario general (interrumpiéndole): Como abogado, sé algo sobre jurisprudencia médica… así que no me venga con esas idioteces acerca de la «ética médica», por favor. ¿Acaso este paciente le eligió a usted?