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Nelson: No exactamente, pero…

Secretario generaclass="underline" Tal como pensé. ¿Ha tenido este paciente la oportunidad de elegir a sus médicos? Lo dudo. Su situación actual es la de paciente a cargo del Estado. De facto, actúo en calidad de pariente más próximo del enfermo… y también de iure, como comprobará. Quiero entrevistarme con él a solas.

Nelson (una larga pausa; luego, muy rígido): Si plantea usted las cosas de ese modo, su excelencia, me retiraré del caso.

Secretario generaclass="underline" No se lo tome así, doctor; no pretendía que se le erizara el vello de la nuca. No cuestiono su tratamiento. Pero estoy seguro de que usted no intentaría impedir que una madre viera a solas a su hijo, ¿verdad? ¿Teme que pueda hacerle daño?

Nelson: No, pero…

Secretario generaclass="underline" Entonces, ¿cuál es su objeción? Vamos, preséntenos y déjenos seguir. Tal vez esta discusión esté trastornando un poco a su paciente.

Nelson: Le presentaré, su excelencia. Después, deberá seleccionar usted a otro médico para su… tutela.

Secretario generaclass="underline" Lo siento, doctor, lo lamento de veras. Pero no puedo aceptar ese final… lo discutiremos más tarde. Ahora, por favor…

Nelson: Pase por aquí, señor. Hijo, éste es el caballero que desea verle. Nuestro gran Anciano.

Smith: (intranscribible)

Secretario generaclass="underline" ¿Qué ha dicho?

Nelson: Una especie de bienvenida respetuosa. Mahmoud dice que puede traducirse como: «No soy más que un huevo». Algo así, más o menos. Acostumbraba a usarla conmigo. Es un saludo amistoso. Hijo, hable la lengua humana.

Smith: Sí.

Nelson: Y, si se me permite ofrecerle un último consejo, señor, será mejor que utilice usted palabras sencillas y de pocas sílabas.

Secretario generaclass="underline" Oh, así lo haré.

Nelson: Adiós, su excelencia. Adiós, hijo.

Secretario generaclass="underline" Gracias, doctor. Le veré luego.

Secretario general (prosiguiendo): ¿Cómo se encuentra?

Smith: Muy bien.

Secretario generaclass="underline" Estupendo. Cualquier cosa que desee, sólo tiene que pedirla. Queremos que se sienta feliz. Ahora, me gustaría que hiciese algo por mí. ¿Sabe escribir?

Smith: ¿Escribir? ¿Qué es escribir?

Secretario generaclass="underline" Bueno, bastará con la impresión de la huella de su dedo pulgar. Quiero leerle un documento. Este documento está lleno de términos legales pero, reducido a un lenguaje sencillo, dice tan sólo que usted, por el hecho de salir de Marte, ha abandonado —cedido, quiero decir— cualquier derecho de propiedad que tuviese allí. ¿Me comprende? Que asigna estos derechos en fideicomiso al Gobierno.

Smith: (no responde)

Secretario generaclass="underline" Bueno, digámoslo de otro modo. Usted no es dueño de Marte, ¿verdad?

Smith (pausa más larga): No entiendo.

Secretario generaclass="underline" Hum… probemos de otra forma. Usted quiere quedarse aquí, ¿verdad?

Smith: No lo sé. Me enviaron los Ancianos (largo discurso intranscribible, sonidos semejantes a los de una lucha entre una rana toro y un gato).

Secretario generaclass="underline" Maldita sea, a estas alturas ya deberían haberle enseñado más inglés. Veamos, hijo, no tiene usted por qué preocuparse de todas estas cosas. Permítame simplemente que ponga la huella de su dedo pulgar al pie de esta página. Déme su mano derecha. No, no se gire de este modo. ¡Estése quieto! No voy a hacerle ningún daño… ¡Doctor! ¡Doctor Nelson!

Segundo médico: ¿Sí, señor?

Secretario generaclass="underline" Llame al doctor Nelson.

Segundo médico: ¿El doctor Nelson? Pero se ha ido, señor. Dijo que usted le había echado del caso.

Secretario generaclass="underline" ¿Nelson ha dicho eso? ¡Maldito sea! Bueno, haga usted algo. Aplíquele la respiración artificial. Déle una inyección. No se quede ahí parado… ¿Es que no ve que este hombre se está muriendo?

Segundo médico: No creo que se pueda hacer nada, señor. Sólo dejarle en paz hasta que salga de ese estado. Es lo que el doctor Nelson ha hecho siempre.

Secretario generaclass="underline" ¡Maldito doctor Nelson!

La voz del secretario general no volvía a aparecer, ni tampoco la del doctor Nelson. Jill juzgó, a través de los rumores que había oído por el hospital, que Smith había vuelto a hundirse en una de sus fugas catalépticas. Había dos entradas más, ninguna de ellas atribuida. Una rezaba: «No es necesario que susurres. No te oye». La otra decía: «Llévate esa bandeja. Le daremos de comer cuando salga de esto».

Jill estaba releyendo por tercera vez la transcripción cuando Ben apareció de nuevo. Llevaba más cuartillas de papel de copia, pero no se las ofreció; en vez de ello preguntó:

—¿Tienes hambre?

Ella miró interrogativamente los papeles en la mano de él, pero respondió:

—Me estoy muriendo de inanición.

—Entonces vamos a cazar una vaca.

No dijo nada más mientras se dirigían a la azotea y tomaban un taxi, y siguió guardando silencio durante el vuelo hasta la plataforma de Alexandria. Allí cambiaron a otro taxi. Ben eligió uno con matrícula de Baltimore. Una vez en el aire puso rumbo a Hagerstown, Maryland, y se relajó.

—Ahora podemos hablar.

—Ben, ¿a qué viene tanto misterio?

—Lo siento, pies bonitos. Probablemente sólo nervios y mi mala conciencia. Ignoro si han puesto micrófonos en mi apartamento… pero si yo puedo hacérselo a ellos, ellos también pueden hacérmelo a mí… y he estado mostrando un interés muy poco saludable en cosas que la Administración desea mantener bajo mano. Del mismo modo, aunque no es probable que un vehículo llamado desde mi piso tenga una grabadora metida bajo el tapizado de los asientos, existe esa posibilidad; las patrullas del Servicio Especial suelen estar en todo. Pero este taxi… —Palmeó la tapicería—. No pueden poner micrófonos en miles de taxis. Uno elegido al azar resulta bastante seguro.

Jill se estremeció.

—Ben, no creerás que ellos… —dejó morir sus palabras.

—¡Ahora sí! Ya viste mi artículo. Recogí ese ejemplar hace nueve horas. No pensarás que la Administración va a permitir que la patee en la boca del estómago sin hacer nada al respecto.

—Pero tú siempre te has manifestado opuesto a esta Administración.

—Cierto. El deber de la Leal Oposición de Su Majestad es oponerse. Ellos esperan eso. Pero esto es distinto: prácticamente les he acusado de estar reteniendo a un prisionero político. Jill, un Gobierno es un organismo vivo. Y, como toda cosa viva, su principal característica es un ciego e irrazonado instinto de conservación. Si le golpeas, contraataca. Esta vez les he golpeado de veras… —la miró de soslayo—. Pero no debería haberte implicado en ello.

—¿A mí? No tengo miedo. Al menos, no desde que te devolví ese artilugio.

—Estás asociada a mí. Si las cosas se ponen feas, eso puede ser suficiente.

Jill apretó los labios. Nunca en su vida había experimentado la enorme crueldad del gigantesco poder. Fuera de sus conocimientos de enfermería y de la alegre guerrilla entre los sexos, Jill era casi tan inocente como el Hombre de Marte. La idea de que ella, Jill Boardman —que lo más terrible que había experimentado era alguna que otra azotaína de niña y alguna que otra palabra dura de adulta—, pudiera hallarse en peligro físico, le resultaba casi imposible de creer. Como enfermera había visto las consecuencias de la crueldad, la violencia, la brutalidad… pero eso no podía ocurrirle a ella.

El vehículo trazaba un círculo para aterrizar en Hagerstown antes de que se decidiera a romper su meditabundo silencio.