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Jubal negó con la cabeza.

—No. Si eso hubiera sido hace cincuenta años, lo hubiera hecho. Pero… ¿ahora? Ben, hermano mío, el potencial para tamaña inocencia ha desaparecido hace mucho tiempo de mí, y no me estoy refiriendo a la potencia sexual, así que borre esa sonrisa cínica de su rostro. Quiero decir que llevo muchos años revoleándome en el fango de mi propia maldad y desesperanza para que ahora su agua de vida me limpie y me haga inocente de nuevo. Si es que alguna vez fui inocente.

—Mike cree que posee usted esa «inocencia», así es como él también la llama, totalmente y ahora. Dawn me lo dijo, hablando extraoficialmente.

—Entonces Mike me hace un gran honor; no debería desilusionarle. Mike ve su propio reflejo. Yo soy, por profesión, un espejo.

—Jubal… Lo que es, es un gallina.

—¡Exactamente, señor! Lo que más me preocupa es si esos inocentes pueden hacer que su esquema encaje en un mundo malvado. ¡Oh, se ha intentado antes!…, y cada vez el mundo los ha arrojado a un lado como ácido. Algo de los primitivos cristianos: anarquía, comunismo, matrimonio de grupo…, vaya, incluso ese beso de hermandad, posee un fuerte aroma de cristianismo primitivo. Puede que sea de ahí de donde lo cogió Mike, puesto que todas las formas que utiliza son abiertamente sincréticas, en especial ese ritual de la Madre Tierra —frunció el entrecejo—. Si recogió eso del cristianismo primitivo, y no sólo por la oportunidad de besar a las chicas, lo cual le encanta, lo sé…, entonces cabría esperar que los hombres besaran a los hombres también.

—Lo ha adivinado…, lo hacen. Pero no es un gesto homosexual. Fui atrapado una vez en ello; después conseguí eludirlo.

—¿De veras? Encaja. La Colonia Oneida era muy parecida al «Nido» de Mike. Consiguió durar bastante, pero con una escasa densidad de población, no como un enclave en una ciudad residencial. Ha habido muchas otras, todas con la misma triste historia: una planificación para compartir en forma perfecta y un amor perfecto, gloriosas esperanzas y altos ideales…, todo ello seguido por persecución y el fracaso final… —suspiró—. Me preocupó Mike antes; ahora estoy preocupado por todos ellos.

—¿Usted preocupado? ¿Cómo cree que me siento yo? Jubal, no puedo aceptar su teoría de la dulzura y la luz. ¡Lo que están haciendo es erróneo!

—¿De veras? Ben, es ese último incidente lo que no ha conseguido digerir usted.

—Hum…, quizá. No del todo.

—En su mayor parte. Ben, la ética del sexo es un problema espinoso, porque cada uno de nosotros ha de hallar una solución pragmática compatible con un ridículo, completamente impracticable y nocivo código público: la llamada «moralidad». La mayoría de nosotros sabemos, o sospechamos, que ese código público está equivocado, y lo violamos. Pero pagamos nuestro tributo aparentando estar de acuerdo en público y sintiéndonos culpables por quebrantarlo en privado. Queramos o no, ese código nos gobierna, nos pone alrededor del cuello un albatros muerto y pestilente. Usted piensa en sí mismo como un alma libre, lo sé, y también rompe ese código nocivo. Pero enfrentado a un problema de ética sexual nuevo para usted, lo sitúa inconscientemente delante del mismo código judeo-cristiano que usted conscientemente rechaza obedecer. Todo ello de una forma tan automática que empieza a sentir arcadas, y pese a todo llega a la conclusión, y sigue creyéndolo, de que sus reflejos demuestran que usted está «en lo cierto» y los demás «se equivocan». ¡Uf! El utilizar su estómago para probar la culpabilidad no es más que otra variante del juicio de Dios. Todo lo que su estómago puede reflejar son los prejuicios que le inculcaron antes de que tuviese uso de razón.

—¿Y qué me dice de su estómago?

—El mío es tan estúpido como el suyo…, pero no le permito que gobierne mi cerebro. Al menos, puedo ver la hermosura del intento de Mike de proyectar una ética humana ideal, y aplaudo su reconocimiento de que un código así debe estar fundado en un comportamiento sexual ideal, aunque exija cambios tan radicales en las costumbres sexuales como para asustar a la mayoría de la gente, incluido usted. Por eso le admiro… Debería proponerlo como miembro de la Sociedad Filosófica. La mayor parte de los filósofos morales suponen, consciente o inconscientemente, que nuestro código sexual cultural es esencialmente correcto: familia, monogamia, continencia, el postulado de intimidad que tanto le trastornó a usted, restricción de las relaciones sexuales al lecho matrimonial, etcétera. Una vez estipulado nuestro código cultural como un conjunto, juguetearon con los detalles…, ¡hasta insignificancias tales como discutir si el pecho femenino era o no una visión «obscena»! Pero sus debates principales se refirieron a cómo el animal humano podía ser inducido o forzado a obedecer este código, ignorando imperturbablemente las altas posibilidades de que los corazones rotos y las tragedias que presenciaban a su alrededor tuvieran su origen en el propio código antes que en el fracaso en respetarlo.

»Y ahora llega el Hombre de Marte, examina ese código sacrosanto…, y lo rechaza in toto[15]. No capto exactamente cuál es el código sexual de Mike, pero resulta claro, por lo poco que me ha dicho usted, que viola las leyes de todas las naciones importantes de la Tierra y ultrajará la «honesta forma de pensar» de los que observan las normas de todas las principales religiones…, y de muchos agnósticos y ateos también. Y, sin embargo, ese pobre muchacho…

—Jubal, se lo repito…, no es ningún muchacho, es un hombre.

—¿Es un hombre? Me lo pregunto. Ese pobre sucedáneo marciano está diciendo, según su informe, que el sexo es una forma de ser felices juntos. Hasta aquí estoy de acuerdo con Mike: el sexo debería ser un medio hacia la felicidad. Lo peor acerca del sexo es que lo utilizamos para hacernos daño los unos a los otros. Jamás debería hacer daño; sólo debería traer felicidad o, por lo menos, placer. No hay ninguna buena razón por la cual debería ser menos que eso.

»E1 código dice: No desearás la mujer de tu prójimo. ¿Y el resultado? Castidad reluctante, adulterio, celos, amargas peleas familiares, golpes y a veces asesinatos, hogares deshechos y niños traumatizados…, pequeñas insinuaciones furtivas en los bailes de los clubes de campo y lugares así, que degradan tanto a la mujer como al hombre, se consumen o no. ¿Se obedeció alguna vez esa prohibición? Me refiero al mandamiento de «no desear». Me lo pregunto. Si un hombre me jurara sobre un montón de sus propias Biblias que se había abstenido de desear la mujer de su prójimo porque el código se lo prohibía, me atrevería a suponer que es un tipo que se engaña a sí mismo, o un subnormal sexual. Cualquier hombre lo bastante viril como para procrear ha codiciado muchas, muchas mujeres, tanto si ha hecho algún avance al respecto como si no lo ha hecho.

»Y ahora llega Mike y dice: No es necesario que desees a mi mujer. ¡Ámala! Su amor no conoce límites, todos lo tenemos todo por ganar, y nada que perder excepto el miedo y el pecado, el odio y los celos. Esta proposición es tan ingenua que resulta increíble. Por todo lo que yo recuerdo, sólo la precivilización de los esquimales fue alguna vez tan ingenua…, y sus miembros estaban tan aislados del resto de nosotros que casi podrían ser calificados como «hombres de Marte». Sin embargo, pronto les transmitimos nuestras virtudes y ahora, en vez de su alegre compartir, tienen la misma castidad y el mismo adulterio que el resto de nosotros. Me pregunto qué salieron ganando. ¿Qué piensa usted, Ben?

—No tengo ningún interés en ser esquimal, gracias.

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15

En conjunto, en su totalidad. (N. del Rev.)