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El obispo Oxtongue, en el Templo de la Nueva Gran Avenida en Kansas City, predicó sobre el texto de Mateo 24:24: «Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, con grandes señales y prodigios, hasta hacer errar, por si fuera poco, a los elegidos». Tuvo mucho cuidado en dejar bien sentado que su diatriba no se refería a mormones, cristianos científicos, católicos romanos ni fosteritas. Sobre todo no a estos últimos, ni a ninguno de sus peregrinos compañeros de viaje, cuya buena labor tenía más importancia —en último análisis— que las inconsecuentes diferencias en credo o ritual. Se aplicaba única y exclusivamente a los advenedizos heréticos que seducían a los fieles contribuyentes para alejarlos de la fe de sus padres.

En una lujuriante ciudad residencial subtropical en la parte sur de la misma nación, tres querellantes presentaron una denuncia acusando de libertinaje público a un pastor, tres de sus ayudantes y Fulano de Tal, Mengana de Cual, etcétera…, además de acusaciones de dirigir un burdel y contribuir a la corrupción de menores. El fiscal del condado no tenía al principio el menor interés en proseguir la causa, sobre la base de la información que tenía archivada de una docena de casos anteriores similares…, en los que los testigos querellantes nunca se habían presentado al proceso. Señaló esto, y su portavoz dijo:

—Lo sabemos. Esta vez se le respaldará a fondo. El obispo supremo Short está decidido a que este Anticristo deje de prosperar.

El ministerio fiscal no estaba interesado en los Anticristos, pero había unas elecciones primarias en perspectiva.

—Bien, pero recuerde que no puedo hacer mucho sin respaldo.

—Lo tendrá.

Más hacia el norte, el doctor Jubal Harshaw no se enteró de inmediato de este incidente y sus consecuencias, pero tuvo noticia de demasiados otros para su paz mental. Contra sus propias reglas había sucumbido a la más insidiosa de las drogas: las noticias. Hasta entonces había contenido su vicio; se había limitado a suscribirse a un servicio de recortes de prensa centrado exclusivamente en los epígrafes «Hombre de Marte», «V. M. Smith», «Iglesia de Todos los Mundos» y «Ben Cax-ton»…, pero el mono se le estaba subiendo a la espalda. En dos ocasiones últimamente se había visto obligado a mantener una dura lucha consigo mismo para vencer el impulso de ordenar a Larry que instalase la caja de parloteos en su estudio. Maldita sea, ¿por qué no se molestaban aquellos chicos en grabarle alguna carta de vez en cuando, en vez de dejarle que se interrogara y se preocupara?

—¡Primera!

Oyó entrar a Anne, pero siguió con la vista clavada en la nieve y la piscina vacía al otro lado de la ventana.

—Anne —dijo al fin, sin volverse—, alquílanos un pequeño atolón tropical y pon en venta este mausoleo.

—Sí, jefe. ¿Alguna otra cosa?

—Pero asegúrate de dejarlo todo bien atado para un alquiler a largo plazo antes de devolver este lugar salvaje a los indios; no soporto los hoteles. ¿Cuánto tiempo hace que no escribo nada de pago?

—Cuarenta y tres días.

—¿Lo ves? Que esto te sirva de lección. Empieza: «Canción fúnebre de un muchacho de los bosques».

Las profundidades del añorado invierno son hielo en mi corazón; los jirones de los acuerdos rotos yacen pesados sobre mi alma. Los fantasmas de los perdidos éxtasis aún nos mantienen separados; los sordos vientos de amargura flotan sobre nosotros. Las cicatrices y los tendones rotos, las ramas arrancadas de cuajo, el doliente pozo del hambre y el pulsar del hueso dislocado, mis ardientes ojos llenos de arena mientras la luz disminuye dentro, no añaden nada al tormento de yacer aquí solo… Las rielantes llamas de la fiebre resaltan tu bendito rostro; mis rotos tímpanos envían el eco de tu voz a mi cabeza. No temo la oscuridad que avanza a buen paso; sólo temo perderte cuando ya esté muerto.

—Ya está —dijo secamente—. Fírmalo «Louisa M. Alcott» y haz que la agencia lo mande a la revista Ib-getherness.

—Jefe, ¿es ésta su idea de un «escrito de pago»?

—¿Eh? Por supuesto que no. No ahora. Pero valdrá algo más adelante, así que archívalo, y mi albacea literario podrá sacarle partido en mis honras fúnebres. Eso es lo malo de todas las búsquedas artísticas: las mejores obras rinden dividendos cuando ya no puede cobrarlos el que las ha creado. La vida literaria… ¡mierda!… no consiste más que en acariciar el gato hasta que ronronee.

—¡Pobre Jubal! Nadie siente piedad por él, así que no le queda más remedio que compadecerse de sí mismo.

—Y encima sarcasmos. No es extraño que trabaje poco.

—Nada de sarcasmos, jefe. Sólo el que lo usa sabe dónde le aprieta el zapato.

—Mis disculpas. De acuerdo, aquí va un escrito de pago. Empieza. Título: «Despedida».

Hay amnesia en un nudo corredizo y alivio en el hacha, Pero el sencillo veneno relajará tus nervios. Hay rapidez en un pistoletazo y sopor en el potro, Pero una buena dosis de veneno te ahorrará lo más duro. Hallarás descanso en la silla eléctrica, o el gas te traerá la paz; Pero el farmacéutico de la esquina puede darte esa paz en un sobrecito. Hay refugio en el cementerio de la iglesia, si estás cansado de enfrentarte a los hechos… Y el camino más suave es el veneno recetado por un médico amable. Coro: Tras un ¡hugh! y un gemido, y un estertor, La Muerte llega en silencio, o tal vez aullando… Pero lo más agradable para acabar con tus días es el brindis de una copa, de mano de un amigo.

—Jubal —dijo Anne con tono preocupado—, ¿le duele el estómago?

—Siempre.

—¿Éste lo archivo también?

—No. Éste es para el New Yorker. El seudónimo habitual.

—Lo rechazarán.

—Lo comprarán. Es morboso, lo comprarán.

—Y, además, le pasa algo a la métrica.

—¡Pues claro que le pasa algo! Uno ha de dar al editor algo distinto, o se sentirá frustrado. Después de que lo ha paladeado un poco, se da cuenta que le satisface el sabor, así que lo compra. Mira, querida, yo ya le estaba dando esquinazo con éxito a todo trabajo honrado antes de que tú nacieras…, así que no trates de enseñarle a tu abuelo cómo se baten los huevos. ¿O preferirías que yo cuidara a Abby mientras tú escribes? ¡Hey! Es la hora de dar de comer a Abigail, ¿no? Y tú no eres «primera», Dorcas es «primera». Lo recuerdo.

—A Abby no le hará ningún daño esperar un poco. Dorcas está acostada. Mareos matutinos.

—Tonterías. Si está embarazada, ¿por qué no me deja hacer la prueba? Anne, puedo oler un embarazo veinte días antes que un conejo, y tú lo sabes. Voy a tener que mostrarme firme con esa chica.

—¡Déjela en la cama, Jubal! Le asusta la posibilidad de que no haya prendido…, y quiere convencerse de que sí, durante tanto tiempo como sea posible. ¿Sabe usted algo de mujeres?