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—Pero…

—Eso es todo. Adiós. Anne, Dorcas, Larry…, y usted también, Jubal, y la niña. Compartid el agua. Tú eres Dios.

La pantalla quedó en blanco. Jubal maldijo.

—¡Lo sabía! ¡Lo supe todo el tiempo! Eso es lo que pasa cuando uno se mete con la religión. Dorcas, consígueme un taxi. Anne… no, acaba de dar de comer a la niña. Larry, prepárame una maleta pequeña. Anne, quiero llevarme la mayor parte del dinero en efectivo que tengamos aquí; Larry puede ir mañana al banco y reponer las reservas.

—Pero, jefe —protestó Larry—, nos iremos todos contigo.

—Claro que sí —añadió Anne, crispadamente.

—Cállate, Anne. Y tú cierra el pico, Dorcas. Éste no es el momento adecuado para conceder el voto a las mujeres. La ciudad se halla en estos momentos en la línea de fuego, y puede ocurrir cualquier cosa. Larry, tú te quedarás aquí y protegerás a las dos mujeres y a la niña. Olvida lo de ir al banco; no necesitaréis dinero en efectivo porque ninguno de vosotros se va a mover de casa hasta que yo vuelva. Alguien está jugando rudo, y entre esta casa y esa Iglesia existe la suficiente relación como para que las cosas también se pongan feas aquí. Larry, manten las luces encendidas durante toda la noche, conecta la verja, y no vaciles en disparar. Y no dudes en enviar a todo el mundo al refugio si es necesario; será mejor que pongas ya allí la cuna de Abby. Y ahora a lo nuestro: tengo que cambiarme de ropa.

Treinta minutos más tarde Jubal estaba solo en su suite, por elección propia. Larry le avisó:

—¡Jefe! El taxi está tomando tierra.

—Ahora mismo bajo —respondió.

Volvió la cabeza para echar una última mirada a la «Cariátide caída». Se le llenaron los ojos de lágrimas. Murmuró en voz baja:

—Lo intentaste, ¿verdad, muchacha? Pero esa piedra era demasiado pesada para cualquiera…

Acarició suavemente una mano de la contraída figura, dio media vuelta y salió.

35

Jubal tuvo un mal viaje. El taxi era automático, e hizo exactamente lo que él esperaba siempre de las máquinas: sufrió una avería en el aire y acudió a su base de mantenimiento en vez de seguir sus órdenes. Jubal acabó en Nueva York, mucho más lejos de su destino que antes. Allí descubrió que llegaría antes utilizando los medios de transporte regulares que contratando cualquier chárter disponible. De todos modos, llegó varias horas más tarde de lo que había esperado, tras pasar el tiempo alternando con desconocidos —cosa que detestaba— y contemplando el estéreo —cosa que detestaba sólo un poco menos—.

Pero le informó de algo. Contempló una aparición pública del obispo supremo Short, proclamando la conveniencia de emprender una guerra santa contra el Anticristo —es decir, Mike—, y vio demasiadas imágenes de lo que era sin lugar a dudas un edificio completamente en ruinas. No pudo comprender cómo era posible que alguien hubiese escapado de allí con vida. Au-gustus Greaves, en su tono más solemne de locutor engolado, comentó con alarma todo el asunto…, pero hizo notar que, en todas las peleas de vecindario, uno de los antagonistas es siempre el provocador, y que, según su criterio, expresado con voz de comadreja, la mayor culpa de lo ocurrido era del llamado Hombre de Marte.

Por fin Jubal se encontró en la plataforma de aterrizaje de una azotea municipal, sudando bajo sus ropas de invierno —en absoluto correctas para el brillante sol que caía sobre su cabeza—; observó que las palmeras seguían dando la impresión de pequeños plumeros inadecuados para quitar el polvo y miró fríamente el mar, al tiempo que pensaba que era una sucia masa inestable de agua, contaminada con pieles de pomelo y excrementos humanos —pese a que no podía comprobarlo dada la distancia—, y se preguntó qué hacer a continuación.

Un hombre con gorra de uniforme se le acercó.

—¿Taxi, señor?

—Oh, sí, creo que sí —en el peor de los casos podía ir a un hotel, llamar a la prensa y conceder una entrevista que informara públicamente de su posición; a veces era una ventaja ser conocido.

—Por aquí, señor… —el taxista le condujo por entre la gente hasta un vapuleado taxi Yellow. Mientras colocaba la maleta detrás de Jubal, dijo, con voz queda—. Le ofrezco el agua.

—¿Eh? Nunca tengas sed.

—Usted es Dios.

El taxista cerró la portezuela y subió a su compartimiento.

Se posaron en una plataforma de aterrizaje privada con espacio para cuatro coches, en un ala de un enorme hotel junto a la playa; la plataforma de aterrizaje del hotel estaba en otra ala. El taxista puso el aparato en automático para que aparcara por sí mismo, tomó la maleta de Jubal y le escoltó dentro.

—No puede entrar por el vestíbulo de esta planta —explicó, en un tono normal de conversación—, porque está lleno de cobras de bastante mal temperamento. Si decide bajar a la calle, asegúrese de preguntar a alguien primero, a mí o a cualquiera. Me llamo Tim.

—Yo soy Jubal Harshaw.

—Lo sé, hermano Jubal. Por aquí. Mire dónde pisa… —entraron en una suite de gran lujo, y Jubal fue conducido a un dormitorio con baño—. Todo esto es suyo —indicó Tim; depositó en el suelo la maleta de Jubal y se retiró.

En una mesita auxiliar encontró agua, vasos, cubitos de hielo y una botella de coñac, abierta pero sin empezar; no le sorprendió descubrir que era su marca preferida. Se mezcló rápidamente una copa, dio un sorbo y suspiró; luego se quitó la pesada chaqueta de invierno.

Entró una mujer con una bandeja de bocadillos. Llevaba un vestido sencillo y sin adornos, que Jubal interpretó como el uniforme de doncella del hotel, puesto que era completamente distinto de los habituales pantaloncitos cortos, pañuelos enrollados en torno del cuerpo, corpinos escotados, sarongs y otras prendas de llamativos colores, que exhiben más que ocultan y que caracterizan la indumentaria de las mujeres en los lugares turísticos. Pero la doncella, o lo que fuera, sonrió y dijo:

—Beba profundamente y calme siempre su sed, hermano nuestro… —depositó la bandeja, entró en el cuarto de baño, abrió el grifo de la bañera y empezó a verificar las cosas en el dormitorio y en el baño—. ¿Hay alguna otra cosa que necesite, Jubal?

—¿Yo? Oh, no, todo está bien. Me asearé un poco y… ¿Está Ben Caxton por aquí?

—Sí. Pero dijo que a usted le gustaría tomar un baño y ponerse cómodo primero. Si necesita alguna cosa, simplemente pídala. A cualquiera. O pregunte por mí; soy Patty.

—¡Oh! La Vida del Arcángel Foster.

La mujer hizo un mohín y, de pronto, pareció mucho más hermosa y joven que la casi cuarentona que Jubal había supuesto.

—Sí.

—Me encantaría verla en algún momento. Me interesa el arte religioso.

—¿Quiere ahora? No, asimilo que prefiere bañarse. A menos que desee algo de ayuda en su baño…

Jubal recordó que su muy tatuada amiga japonesa había trabajado en unos baños en su adolescencia, y que le hubiera hecho —en realidad le había hecho, muchas veces— el mismo ofrecimiento. Pero Patty no era japonesa, y él lo que deseaba era simplemente quitarse el sudor y los olores del viaje, y ponerse una ropa más acorde con este clima.

—No, gracias, Patty. Pero me gustaría contemplar esos dibujos, cuando a usted le parezca bien.

—En cualquier momento. No hay prisa —se fue, sin apresurarse pero moviéndose en silencio y con agilidad.

Jubal se enjabonó y enjuagó, y refrenó los deseos de sus cansados músculos de demorarse en el agua caliente; deseaba ver a Ben y averiguar exactamente cómo estaban las cosas. Poco después, revisaba lo que Larry le había puesto en su maleta y gruñía, irritado, al descubrir que no había ni un solo par de pantalones de verano. Eligió unas sandalias, unos pantalones cortos y una camisa de colores brillantes: el conjunto le proporcionaba el aspecto de un emú salpicado de pintura, y acentuaba la delgadez y el vello de sus piernas. Pero Jubal había dejado de preocuparse por su apariencia hacía varias décadas; se sentía cómodo, de modo que eso serviría, al menos hasta que necesitara salir a la calle… o ir a los tribunales. La asociación de abogados de allí, ¿tendría reciprocidad con la de Pensilvania? No podía recordarlo. Bueno, siempre era posible actuar juntamente con otro abogado que tuviera las acreditaciones necesarias.