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La imagen tridi se fundió a la de una joven tan sensual, tan increíblemente pechugona, tan seductora, que con sólo verla cualquier espectador masculino tenía que sentirse automáticamente insatisfecho de los talentos locales. La señorita se desperezó, se contoneó y dijo, con una ronca voz de tórrido dormitorio:

—Yo siempre uso píldoras Chica Lista.

La imagen se fundió de nuevo y una orquesta interpretó los compases de apertura de Bienvenidos a la paz soberana.

—¿Tú usas las píldoras Chica Lista? —preguntó Ben.

—¡No es asunto tuyo! —Jill pareció enojada, luego añadió—. No es más que un curalotodo de charlatán. De cualquier forma, ¿qué te hace pensar que lo necesito?

Caxton no respondió; el tanque se había llenado con los rasgos paternales del secretario general Douglas.

—Amigos —empezó—, compañeros ciudadanos de la Federación, esta noche me caben un honor y un privilegio únicos. Desde el regreso triunfal de nuestra llameante nave Champion

Siguió con unos cuantos miles de bien escogidas palabras para felicitar a los ciudadanos de la Tierra por su éxito al haber conseguido establecer contacto con otro planeta, con otra raza civilizada. Se las arregló para dar a entender que la proeza de la Champion era el logro personal de cada ciudadano de la Federación, que cualquiera de ellos pudo haber conducido la expedición si no hubiera estado ocupado con otros asuntos importantes… y que él, el secretario general, no era más que el humilde instrumento escogido por todos ellos para poner en práctica su voluntad. No expresaba esas ideas halagadoras con una audacia demasiado evidente, pero lo dejaba entrever: la suposición implícita era que el hombre corriente era igual a cualquiera y mejor que la mayoría… y que el buen viejo Joe Douglas encarnaba al hombre corriente. Hasta su arrugada corbata y su ensortijado pelo tenían cierto aire de «sólo soy uno más».

Ben Caxton se preguntó quién le habría escrito el discurso. Jim Sanforth, probablemente… Jim sabía dar un toque más sutil que cualquier otro miembro del equipo literario de Douglas a la tarea de seleccionar adjetivos que alabasen y complacieran a una audiencia; había escrito anuncios comerciales antes de dedicarse a la política, y no estaba arrepentido de ello. Sí, aquello acerca de «la mano que mece la cuna» era a todas luces obra de Jim… Era el tipo de hombre capaz de seducir a una chica tentándola con un caramelo, y considerarlo una hábil operación.

—¡Apaga eso! —gimió Jill con urgencia.

—¿Eh? Tranquila, pies bonitos. Tengo que escuchar esto.

—… y así, amigos, me cabe el honor de traer ante ustedes a nuestro conciudadano Valentine Michael Smith, ¡el Hombre de Marte! Mike, todos sabemos que está usted cansado y que no se encuentra del todo bien, pero… ¿querrá decirles unas palabras a nuestros amigos?

La escena de la estéreo en el tanque se fundió a un plano medio de un hombre sentado en una silla de ruedas. Inclinado sobre él como si fuera su tío preferido estaba el secretario Douglas y, al otro lado de la silla, una enfermera, rígida, almidonada y fotogénica.

Jill abrió mucho la boca. Ben susurró ferozmente:

—¡Silencio! No quiero perderme ni una sola palabra de esto.

La entrevista no fue larga. El suave rostro infantil del hombre en la silla de ruedas esbozó una tímida sonrisa; miró hacia la cámara y dijo:

—Hola, amigos. Disculpen si sigo sentado. Aún estoy débil —parecía hablar con dificultad y, en una ocasión, la enfermera le interrumpió para tomarle el pulso.

En respuesta a las preguntas de Douglas, dirigió cumplidos al capitán Van Tromp y a la tripulación de la Champion, dio las gracias a todos por su rescate, y dijo que todo el mundo en Marte estaba excitadísimo por haber contactado con la Tierra y que esperaba poder ayudar en la tarea de amalgamar unas relaciones intensas y amistosas entre los dos planetas. La enfermera le interrumpió de nuevo, pero Douglas dijo con voz suave:

—Mike, ¿se siente lo bastante fuerte como para contestar a una pregunta más?

—Claro, señor Douglas… si sé la respuesta.

—Mike… ¿Qué opina de las muchachas de la Tierra?

—¡Jesús! —el semblante infantil adoptó una expresión alucinada y extática y se tiñó de rosa.

La cámara fundió de nuevo a la cabeza y los hombros del secretario general.

—Mike me pidió que les comunicara —continuó en tono paternal—que volverá a estar con ustedes en cuanto le sea posible. Tiene que revitalizar sus músculos, ya saben. La gravedad de la Tierra es tan intensa para él como lo sería para nosotros la gravedad de Júpiter. Quizá la semana próxima, si los médicos consideran que está lo bastante fuerte.

La escena cambió de nuevo a la publicidad de las píldoras Chica Lista y a una rápida obrita de un acto que dejaba bien claro que la muchacha que no las utilizaba no sólo estaba loca sino que no tenía la menor idea de lo que le convenía: los hombres cruzarían a la acera de enfrente para no encontrarse con ella. Ben cambió de canal, luego se volvió a Jill y dijo hoscamente:

—Bueno, ya puedo hacer pedazos mi artículo de mañana. Douglas lo tiene bien metido bajo su pulgar.

—¡Ben!

—¿Eh?

—¡Ése no era el Hombre de Marte!

—¿Qué? Cariño, ¿estás segura?

—¡Claro que estoy segura! Oh, se parecía a él, se parecía mucho a él. Incluso la voz era similar. Pero no era el paciente que vi en la habitación custodiada.

Ben intentó hacer tambalear su convicción. Señaló las varias docenas de personas que se sabía que habían visto a Smith: guardias, internos, enfermeros, el capitán y los miembros de la tripulación de la Champion, probablemente otros. Unos cuantos de esa lista debían de haber visto esta transmisión… o al menos la Administración tenía que presuponer que alguno la vería y se daría cuenta de la sustitución… si había habido sustitución. No tenía sentido… el riesgo era excesivo.

Jill no ofreció ninguna refutación lógica; se limitó a proyectar hacia delante su labio inferior e insistió en que la persona que había aparecido en la estéreo no era el enfermo que ella había conocido. Por último exclamó, irritada:

—¡De acuerdo, de acuerdo, lo que tú quieras! No puedo probar que tengo razón… así que he de estar equivocada. ¡Hombres!

—Vamos, Jill…

—Por favor, llévame a casa.

Ben se fue en silencio a buscar un taxi. No tomó uno de los que se alineaban fuera del restaurante, aunque ya no creía que nadie se interesara por sus movimientos; lo seleccionó entre los que había estacionados en la plataforma de aterrizaje de un hotel al otro lado de la calle.

Jill se mantuvo gélida durante el vuelo de regreso. Finalmente, Ben sacó las transcripciones de lo grabado en la habitación de Smith en el hospital y las releyó. Volvió a leerlas, meditó unos instantes y dijo:

— Jill.

—¿Sí, señor Caxton?

—¡También yo te llamaré «señora»! Mira, Jill, lo siento. Te pido disculpas. Estaba equivocado.