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Finalmente decidió que tenía que echar una ojeada. Durante una pausa, llamó a la puerta de la sala de guardia, luego asomó la cabeza y fingió sorprenderse.

—¡Oh! Buenos días, doctor. Pensé que el doctor Frame estaría aquí.

El médico sentado al escritorio de guardia era completamente desconocido para Jill. Apartó la vista del display de datos fisiológicos que estaba estudiando, la miró, luego esbozó una sonrisa mientras la examinaba de arriba abajo.

—No he visto al doctor Frame, enfermera. Soy el doctor Brush. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ante la típica reacción masculina, Jill se relajó.

—No, nada en especial. ¿Cómo se encuentra el Hombre de Marte?

—¿Eh?

Ella sonrió y le guiñó un ojo.

—No es ningún secreto para el personal, doctor. Su paciente… —indicó con un gesto la puerta interior.

—¿Eh? —el médico pareció asombrado— ¿Le tenían aquí?

—¿Acaso ya no está?

—Por supuesto que no. Tenemos a la señora Rose Bankerson, una paciente del doctor Garner. La trasladamos esta mañana a primera hora.

—¿De veras? Entonces, ¿qué ha sido del Hombre de Marte? ¿Dónde lo han puesto?

—No tengo la menor idea. Vaya, ¿así que me he perdido realmente de ver a Valentine Smith?

—Ayer estaba aquí. Eso es todo lo que sé.

—¿Y el doctor Frame se ocupaba de su caso? Algunas personas se llevan toda la suerte. Mire lo que me ha tocado a mí…

Conectó la cámara de observación de circuito cerrado que tenía sobre su escritorio; Jill vio enmarcada en la pantalla, como si la estuviera contemplando desde arriba, una cama de agua; flotando en ella había una diminuta anciana. Parecía estar dormida.

—¿Qué tiene?

—Hum… Enfermera, si esa mujer no tuviese más dinero del que ninguna persona debería tener, me sentiría tentado a diagnosticarle demencia senil. Pero, tal como son las cosas, ha ingresado para tomarse un descanso y para que le hagan un chequeo.

Jill intercambió unas cuantas frases intrascendentes y, tras unos momentos, fingió haber visto una luz de llamada. Fue a su escritorio y sacó el registro del turno de noche. Sí… allí estaba: V. M. Smith, K-12 transferido. Debajo de esta entrada había otra: Sra. Rose S. Bankerson ingresada en K-12 (dieta s/Dr. Garner —sin órdenes—, responsabilidad nula para el servicio de planta).

Tras comprobar que la vieja rica no era responsabilidad suya, Jill volvió su atención a Valentine Smith. Algo acerca del caso de la señora Bankerson sonaba en su cabeza de un modo extraño, pero no podía echarle mano, así que lo apartó de su mente y se dedicó al asunto que le interesaba. ¿Por qué habían trasladado a Smith en mitad de la noche? Probablemente para eludir cualquier posible contacto con gente de fuera. Pero, ¿adónde lo habrían llevado? En circunstancias normales Jill se hubiera limitado a llamar a Recepción y preguntarlo, pero las opiniones de Ben —además de la falsa emisión de la noche antes— la habían puesto en guardia acerca de mostrar curiosidad. Decidió esperar hasta la comida y ver qué podía captar en la marea general de los rumores.

Pero antes fue al teléfono público de la planta y llamó a Ben. Su oficina le informó que acababa de salir de la ciudad y estaría fuera algunos días. Se quedó casi sin habla ante aquello… luego se recobró y dejó recado de que dijeran a Ben que la llamase. Luego telefoneó a la casa. No estaba allí tampoco; dejó grabado el mismo mensaje.

Ben Caxton no perdió tiempo mientras preparaba su intento de abrirse camino hasta Valentine Michael Smith. Tuvo suerte y pudo contratar a James Oliver Cavendish como testigo honesto. Aunque cualquier testigo honesto hubiese servido, el prestigio de Cavendish era tal que casi ni hacía falta ningún abogado. El anciano caballero había testificado infinidad de veces ante el Tribunal Supremo de la Federación, y se decía que los testamentos archivados en su cabeza representaban una cantidad no de miles de millones, sino de billones. Cavendish había recibido toda su enseñanza en memoria total del gran doctor Samuel Renshaw en persona, y su adiestramiento hipnótico profesional lo había conseguido como pupilo de la Fundación Rhine. Sus honorarios por una jornada de trabajo o fracción superaban el sueldo de Ben de una semana, pero esperaba poder cargar los gastos a la sindicación del Post… En cualquier caso, ni siquiera lo mejor era lo bastante bueno para aquel trabajo.

Caxton recogió al joven Frisby, de Biddle, Frisby, Frisby, Biddle #amp# Reed, puesto que esta firma de abogados era la que representaba a la sindicación del Post, y luego los dos jóvenes llamaron al testigo Cavendish. La alta y enjuta figura del señor Cavendish, envuelta desde la barbilla hasta los tobillos con la blanca toga de su profesión, le recordó a Ben la estatua de la Libertad… y era casi tan llamativa como ella. Ben le había explicado ya a Mark Frisby lo que pretendía hacer (y Frisby le había señalado que no le asistía ningún derecho) antes de llamar a Cavendish; una vez en presencia del testigo honesto, se atuvieron al protocolo y se abstuvieron de discutir lo que podían esperar ver y oír.

El taxi los dejó en el Centro de Bethesda; fueron directamente al despacho del director. Ben entregó su tarjeta y pidió una entrevista con él. Una mujer de modales autoritarios y acento cuidadosamente cultivado le preguntó si tenía concertada una cita. Ben admitió que no.

—Entonces me temo que sus probabilidades de ver al doctor Broemer son casi insignificantes. ¿Puede indicarme el motivo de su visita?

—Simplemente dígale —indicó Caxton en voz alta, para que las demás personas que esperaban pudiesen oírlo— que Ben Caxton, de El Nido del Cuervo, está aquí con un abogado y un testigo honesto para entrevistar a Valentine Michael Smith, el Hombre de Marte.

La mujer se sobresaltó más allá de su altivez profesional. Pero se recobró rápidamente y dijo en tono helado:

—Le informaré de ello. ¿Tienen la bondad de sentarse?

—Gracias, esperaremos aquí.

Esperaron. Frisby encendió un cigarrillo; Cavendish esperó con la tranquila paciencia de quien ha visto ya todas las actitudes buenas y malas y ha llegado a la conclusión de que en el fondo ambas son lo mismo, y Caxton procuró dominar su nerviosismo y no morderse las uñas. Al fin, la reina de las nieves anunció desde detrás de su escritorio:

—El señor Berquist les recibirá.

—¿Berquist? ¿Gil Berquist?

—Me parece que su nombre es Gilbert Berquist.

Caxton reflexionó sobre ello… Gil Berquist pertenecía al enorme pelotón de hombres de paja o «ayudantes ejecutivos» que tenía Douglas a su servicio. Su especialidad era ocuparse de los visitantes oficiales.

—No deseo ver a Berquist; quiero ver al director.

Pero Berquist salía ya en aquellos momentos, con la mano derecha extendida y una amplia sonrisa de bienvenida pegada a su rostro.

—¡Ben Caxton! ¿Qué tal, compañero? Cuánto tiempo sin vernos, y todo esto… ¿Sigues ganándote la vida con las viejas tretas de siempre? —miró al testigo honesto, pero su expresión no admitió nada.

Ben estrechó brevemente su mano.

—Las mismas viejas tretas de siempre, sí. ¿Qué estás haciendo aquí, Gil?

—Si alguna vez consigo librarme de los deberes del servicio público, yo también me buscaré una columna… Nada que hacer, excepto telefonear un millar de palabras sobre las habladurías de cada día, y haraganear el resto del tiempo. Te envidio, Ben.

—He dicho: ¿qué estás haciendo aquí, Gil? Deseo ver al director, luego tener cinco minutos con el Hombre de Marte. No he venido a recibir tus palmaditas de alto nivel en la espalda.

—Vamos, Ben, no adoptes esa actitud. Estoy aquí porque la prensa ha vuelto casi loco al doctor Broemer… así que el secretario general me envió para quitarle un poco de peso de encima de los hombros.