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—Está bien. Quiero ver a Smith.

—Ben, viejo amigo, ¿te das cuenta de que todos los periodistas, corresponsales, enviados especiales, redactores de sucesos, comentaristas, colaboradores independientes y gacetilleros lacrimógenos desean lo mismo? Vosotros no sois más que un simple pelotón dentro de un ejército; si os dejara pasar a todos, mataríais al pobre tipo en veinticuatro horas. Hace apenas veinte minutos estuvo aquí Polly Peepers. Quería entrevistar a Smith acerca de la vida amorosa entre los marcianos —Berquist se llevó ambas manos a la cabeza y adoptó una expresión de abrumada impotencia.

—Deseo ver a Smith. ¿Puedo verlo, o no puedo verlo?

—Ben, busquemos un lugar tranquilo donde podamos hablar un poco delante de un vaso largo. Puedes preguntarme cualquier cosa.

—No quiero preguntarte nada; quiero ver a Smith. Por cierto, éste es mi abogado, Mark Frisby, de Biddle #amp# Frisby —como era costumbre, Ben no presentó al testigo honesto; todos fingieron que no estaba presente.

—Conozco a Frisby —dijo Berquist con una breve inclinación de cabeza—. ¿Cómo sigue tu padre, Mark? ¿La sinusitis sigue haciéndole la pascua?

—Como siempre.

—Es este maldito clima de Washington. Vamos, Ben. Tú también, Mark.

—Un momento —dijo Caxton—. No quiero entrevistarte a ti, Gil. Quiero ver a Valentine Michael Smith. Actúo en nombre de la sindicación del Post, y por ello represento indirectamente a más de doscientos millones de lectores. ¿Voy a poder verle? Si no es así, dilo en voz alta y deja bien sentada tu autoridad legal para negarte.

Berquist suspiró.

—Mark, ¿quieres explicarle a este cronista chismoso que no puede entrar a la fuerza en la habitación de un hombre enfermo simplemente porque tiene una columna sindicada? Valentine Smith hizo una aparición pública justo anoche… en contra de la opinión de su médico, tengo que añadir. Ese hombre tiene derecho a gozar de un poco de paz y tranquilidad y a disponer de la oportunidad de recuperar sus fuerzas y orientarse un poco. Esa aparición de anoche fue suficiente, más que suficiente.

—Corren rumores —indicó cautelosamente Caxton— de que la aparición de anoche fue un fraude.

Berquist dejó de sonreír.

—Frisby —dijo fríamente—, ¿quieres darle a tu cliente unos cuantos consejos acerca de las leyes relativas a la difamación?

—Tómatelo con calma, Ben.

—Conozco las leyes relativas a la difamación, Gil. En mi negocio he de conocerlas. Pero, ¿a quién estoy difamando? ¿Al Hombre de Marte? ¿O a alguna otra persona? Dame un nombre. Repito —alzó la voz— que he oído decir que el hombre entrevistado anoche en la televisión no era el Hombre de Marte. Quiero verle personalmente y preguntárselo.

La gente que llenaba el vestíbulo de recepción guardaba un silencio absoluto mientras todo el mundo prestaba oídos a la discusión y fingía ocuparse en otras cosas. Berquist miró rápidamente al testigo honesto, luego controló su expresión y sonrió a Caxton antes de decir:

—Ben, es posible que te hayas convencido a ti mismo de que necesitas esa entrevista… así como un proceso. Aguarda un momento.

Desapareció en el despacho interior y regresó al cabo de poco.

—Lo he arreglado —dijo con voz cansada—, aunque Dios sabe por qué lo he hecho. No te lo mereces, Ben. Vamos. Sólo tú… Mark, lo lamento, pero no es posible permitir la entrada a una multitud; hay que tener en cuenta que Smith es un hombre enfermo.

—No —dijo Caxton.

—¿Eh?

—O los tres, o ninguno.

—No seas estúpido, Ben; estás recibiendo un privilegio muy especial. Te diré lo que haremos… Mark puede venir y esperar fuera. Pero no le necesitas a él —señaló a Cavendish con un movimiento de cabeza; el testigo pareció no oír.

—Quizá no. Pero he pagado sus honorarios para tenerlo aquí conmigo. Mi columna afirmará esta noche que la Administración se negó a permitir que un testigo honesto viera al Hombre de Marte.

Berquist se encogió de hombros.

—De acuerdo, entonces. Ben, espero que ese proceso por difamación acabe contigo definitivamente.

Tomaron el ascensor para las camillas en vez del tubo impulsor —como deferencia a la edad de Cavendish—; luego recorrieron un pasillo lateral durante un largo trecho, dejando atrás laboratorios, salas de terapia, solarios y pabellón tras pabellón. En una ocasión fueron detenidos por un guardia, que telefoneó y luego les dejó pasar; finalmente fueron conducidos a una sala de display de datos fisiológicos utilizada para observar a los pacientes en estado crítico.

—Éste es el doctor Tanner —anunció Berquist—. Doctor, éstos son el señor Caxton y el señor Frisby —por supuesto, no presentó a Cavendish.

Tanner pareció preocupado.

—Caballeros, hago esto contra mi voluntad, sólo porque el director ha insistido. Debo advertirles una cosa: no hagan ni digan nada que pueda excitar a mi paciente. Se halla en unas condiciones de neurosis extrema y cae con facilidad en un estado de huida patológica… de trance, si prefieren llamarlo así.

—¿Epilepsia? —preguntó Ben.

—Un profano podría confundirlo fácilmente con ella. Sin embargo, es más parecido a una catalepsia. Pero no me cite; no existe ningún precedente clínico para este caso.

—¿Es usted especialista, doctor? ¿Psiquiatra tal vez?

Tanner miró brevemente a Berquist.

—Sí —admitió.

—¿Dónde ha efectuado usted sus prácticas de especialización?

—Vamos, Ben —dijo Berquist—, veamos al paciente y terminemos con esto. Después podrás preguntarle al doctor Tanner.

—De acuerdo.

Tanner examinó sus diales y gráficos, luego accionó un interruptor y miró una pantalla de circuito cerrado. Abandonó el escritorio, abrió una puerta y les condujo a un dormitorio contiguo, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios. Los otros cuatro le siguieron. Caxton tuvo la sensación de que era conducido a «ver lo que quedaba» y reprimió una nerviosa necesidad de echarse a reír.

La habitación estaba en penumbra.

—La mantenemos en semioscuridad porque sus ojos no están acostumbrados al nivel de brillo de nuestras luces —explicó Tanner con voz baja. Se acercó a una cama hidráulica que ocupaba el centro de la habitación—. Mike, le he traído unos amigos que desean verle.

Caxton se acercó. Flotando, medio oculto por la forma en que su cuerpo se hundía en la piel de plástico que cubría el líquido en el tanque, y más oculto aún por una sábana que lo cubría hasta las axilas, había un hombre joven. Les miró pero no dijo nada; su rostro liso y redondo carecía de expresión.

Por todo lo que Ben podía decir, era el hombre que había aparecido en la estéreo la noche antes. Le asaltó la vertiginosa sensación de que la pequeña Jill, con la mejor de las intenciones, le había lanzado a la cara una granada sin el seguro. Un proceso por difamación podía muy bien arruinarle.

—¿Es usted Valentine Michael Smith?

—Sí.

—¿El Hombre de Marte?

—Sí.

—¿Apareció usted en la estéreo anoche?

El hombre en la cama no contestó. Tanner dijo:

—No creo que conozca esa palabra. Déjeme intentarlo a mí. Mike, ¿se acuerda de lo que hizo anoche con el señor Douglas?

El rostro del hombre adoptó una expresión malhumorada.

—Luces fuertes. Daño.

—Sí, las luces le hicieron daño en los ojos. El señor Douglas quería que usted dijera hola a la gente.

El paciente esbozó una ligera sonrisa.

—Largo paseo en silla.

—De acuerdo —asintió Caxton—. Entiendo. Mike, ¿le tratan como es debido aquí?