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—Sí.

—No está obligado a permanecer aquí si no quiere, ¿sabe? ¿Puede usted andar?

—Hey, un momento, señor Caxton… —se apresuró a decir Tanner. Berquist apoyó una mano en el brazo del médico, y éste se calló.

—Puedo andar… un poco. Cansado.

—Haré que le proporcionen una silla de ruedas. Mike, si no quiere seguir aquí, puedo llevármelo a donde usted desee ir.

Tanner apartó la mano de Berquist y dijo:

—¡No tiene usted atribuciones para interferir entre mi paciente y yo!

—Es un hombre libre, ¿no? —insistió Caxton—. ¿O se le considera prisionero aquí?

—¡Claro que es un hombre libre! —respondió Berquist—. Tranquilo, doctor. Deje que este estúpido cave su propia tumba.

—Gracias, Gil. Muchas gracias. Así que es libre de marcharse si lo desea. Ya lo ha oído, Mike. No tiene que seguir aquí si no quiere. Puede ir usted a donde le plazca. Yo le ayudaré.

El paciente miró a Tanner con expresión aterrada.

—¡No! ¡No, no, no!

—Está bien, está bien.

—¡Señor Berquist —restalló Tanner—, esto ya ha ido demasiado lejos!

—De acuerdo, doctor. Ben, traslademos el show a la calle. Supongo que ya has tenido suficiente.

—Hum… sólo otra pregunta.

Caxton pensó rápidamente, intentando imaginar qué podía sacar de aquello. Según todas las apariencias, Jill se había equivocado… Sin embargo, ¡ella no estaba equivocada! Al menos, así lo había parecido la noche antes. Pero algo no encajaba, aunque era incapaz de decir qué.

—Una pregunta más —aceptó Berquist a regañadientes.

—Gracias. Eh… Mike, anoche el señor Douglas le hizo algunas preguntas… —el paciente le miró, pero no hizo ningún comentario—. Veamos, le preguntó qué pensaba de las muchachas de la Tierra, ¿verdad?

El rostro del enfermo se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Jesús!

—Sí, Mike… ¿cuándo y dónde vio a esas muchachas?

La sonrisa se desvaneció. El paciente miró a Tanner, luego se puso rígido, sus ojos rodaron en sus órbitas y se encogió en una postura fetal, con las rodillas levantadas, la cabeza doblada, los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Sáquelos de aquí! —restalló Tanner. Avanzó con paso rápido hasta la cama y tomó el pulso al enfermo.

—¡Ahora sí lo acabas de destrozar todo! —exclamó Berquist salvajemente—. ¿Te vas a marchar de una vez, Caxton? ¿O tendré que llamar a los guardias?

—Oh, de acuerdo, ya nos vamos —accedió Caxton.

Todos menos Tanner salieron de la habitación, y Berquist cerró la puerta.

—Sólo un detalle, Gil —insistió Caxton—. Le habéis tenido encerrado ahí dentro, así que… ¿dónde vio a esas chicas?

—¿Eh? No seas estúpido. Ha visto montones de muchachas. Enfermeras… técnicas de laboratorio… Ya sabes.

—No, no sé. Tengo entendido que a su alrededor sólo había hombres, enfermeros, y que las visitas femeninas estaban estrictamente prohibidas.

—¿Eh? No seas más absurdo de lo que ya estás siendo —Berquist parecía irritado. Luego, de pronto, sonrió—. Anoche viste a una enfermera a su lado, en la estéreo.

—Oh. Sí, claro —Caxton calló y se dejó conducir fuera.

No volvieron a hablar del asunto hasta que los tres hombres estuvieron en el aire, camino de la casa de Cavendish. Entonces Frisby comentó:

—Ben, no creo que el secretario general exija que se te demande, puesto que nada de esto ha salido en letra impresa. De todos modos, si realmente posees una fuente digna de crédito para ese rumor que mencionaste, hubiera sido mejor que perpetuáramos la evidencia. No tienes muchas cosas sobre las que apoyarte, ¿sabes?

—Olvídalo, Mark. No va a demandarme —Ben miró el suelo del taxi con ojos ceñudos—. ¿Cómo sabemos que era el Hombre de Marte?

—¿Eh? Oh, vamos… deja eso, Ben.

—¿Cómo lo sabemos? Hemos visto un individuo de aproximadamente la edad adecuada en una cama de hospital. Tenemos la palabra de Berquist… y Berquist inició su carrera política con refutaciones; su palabra no significa nada. Vimos a un total desconocido que supuestamente era un psiquiatra… pero cuando traté de averiguar dónde había estudiado psiquiatría me obligaron a cambiar de tema. ¿Cómo lo sabemos? Señor Cavendish, ¿vio u oyó algo que le convenciera de que ese tipo era el Hombre de Marte?

—Mi función no consiste en formar opiniones —respondió Cavendish cuidadosamente—. Veo, oigo… eso es todo.

—Lo siento.

—Por cierto, ¿ha terminado ya conmigo en mi capacidad profesional?

—¿Eh? Oh, sí, claro. Gracias, señor Cavendish.

—Gracias a usted, señor. Ha sido una asignación interesante —el anciano caballero se quitó la toga que le separaba del resto de los mortales ordinarios, la dobló cuidadosamente y la depositó sobre el asiento. Suspiró, se relajó, y sus facciones perdieron su inexpresividad profesional, se volvieron más cálidas y blandas. Sacó una cajita de cigarros y ofreció a los demás; Frisby aceptó uno, y compartieron el mechero—. Yo no fumo mientras estoy de servicio —observó Cavendish a través de una densa nube de humo—. Interfiere con el funcionamiento óptimo de los sentidos.

—Si hubiese podido llevar con nosotros a un miembro de la tripulación de la Champion —insistió Caxton—, tal vez habría conseguido algo. Pero pensé que seguramente podría decirlo por mí mismo.

—Debo admitir —observó Cavendish— que me ha sorprendido un poco el que se abstuviera usted de hacer una cosa.

—¿Eh? ¿Qué olvidé?

—Las callosidades.

—¿Las callosidades?

—Desde luego. La historia de la vida de un hombre se puede leer en sus callos. Una vez escribí una monografía sobre ello, que apareció en el Boletín trimestral del testigo… algo parecido a la famosa monografía de Sherlock Holmes sobre la ceniza del tabaco. Ese joven de Marte… Puesto que nunca ha llevado nuestro tipo de calzado y ha vivido en una gravedad de aproximadamente un tercio de la nuestra, debería mostrar unas callosidades en consonancia con su anterior medio ambiente. Incluso el tiempo que pasó recientemente en el espacio tuvo que dejar sus marcas. Muy interesante.

—¡Maldita sea! Buen Dios, señor Cavendish, ¿por qué no me lo sugirió?

—¿Señor? —el anciano se irguió y sus fosas nasales se dilataron—. Eso no hubiera sido ético. Soy un testigo honesto, no un participante. Mi asociación profesional me suspendería por mucho menos. Seguro que usted sabe eso.

—Lo siento, lo olvidé —Caxton frunció el ceño—. Demos la vuelta a este cacharro. Echaremos un vistazo a sus pies… ¡o haré volar todo el edificio sobre la gorda cabeza de Berquist!

—Me temo que tendrá que buscar usted a otro testigo… en vista de mi indiscreción al tratar del asunto, incluso después del hecho.

—Oh, sí, por supuesto… —Caxton frunció el ceño.

—Será mejor que te calmes, Ben —aconsejó Frisby—. Ya te has hundido bastante. Personalmente, estoy convencido de que era el Hombre de Marte. La navaja de Occam, la hipótesis menor, simplemente el buen sentido del caballo.

Caxton dejó a sus acompañantes, luego puso el taxi en vuelo circular mientras reflexionaba. ¿Qué podía ocurrir? Había ido tan lejos como Berquist se lo había permitido, no más. Lo había conseguido una vez… con un abogado y un testigo honesto. Solicitar una segunda entrevista con el Hombre de Marte, la misma mañana, era irrazonable y sería rechazado. No, ya que esto era irrazonable, no podía hacer nada efectivo a través de su columna.

Pero Caxton no había logrado una columna sindicada de gran resonancia dejándose vencer por el desaliento. Tenía que encontrar una forma.