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¿Cómo? Bien, al menos ahora sabía dónde era retenido el supuesto Hombre de Marte. ¿Entrar disfrazado de electricista? ¿O como conserje? Demasiado llamativo; jamás cruzaría la barrera de los guardias, ni siquiera llegaría hasta el «doctor» Tanner.

¿Era Tanner realmente médico? Parecía poco probable. Los profesionales de la medicina, incluso los peores, tienden a apartarse de las manipulaciones contrarias a su código profesional. Tomemos ese cirujano de la nave, Nelson… Había abandonado el asunto, se había lavado las manos y se había salido del caso simplemente porque…

¡Un momento! El doctor Nelson podría decir con seguridad si ese joven era el Hombre de Marte, sin tener que comprobar callosidades, usar preguntas con trampa ni nada parecido. Caxton tecleó los controles, ordenó al taxi que ascendiera hasta un nivel de aparcamiento y se quedara flotando allí, e inmediatamente trató de telefonear al doctor Nelson a través de su oficina, puesto que no sabía dónde encontrarlo ni tenía los medios para averiguarlo. Tampoco lo sabía su ayudante, Osbert Kilgallen, pero él sí tenía los medios para averiguarlo. Ni siquiera fue necesaria recurrir al largo número de favores no devueltos que guardaba Caxton para estas emergencias, puesto que el archivo de Personas Importantes de la sindicación del Post le situó de inmediato en el Nuevo Mayflower.

Unos minutos más tarde Caxton estaba hablando con él, sin conseguir nada: el doctor Nelson no había visto la emisión. Sí, había oído hablar de ella; no, no tenía ningún motivo para sospechar que fuese un fraude.

¿Sabía el doctor Nelson si se había llevado a cabo algún intento de obligar a Smith a renunciar a sus derechos sobre Marte bajo la Resolución Larkin? No, no lo sabía, no tenía ninguna razón para creer que lo hubieran hecho… y le habría tenido sin cuidado aunque fuese cierto; era ridículo hablar de alguien como «propietario» de Marte; Marte pertenecía a los marcianos. Así que…

— Planteemos una pregunta hipotética, doctor: si alguien estuviera intentando…

Pero el doctor Nelson había colgado. Cuando Caxton intentó volver a establecer la comunicación, una voz pregrabada dijo: «El abonado ha suspendido provisionalmente el servicio de forma voluntaria. Si desea usted registrar…».

Caxton colgó, e hizo una estúpida observación referida a los antepasados del doctor Nelson. Pero lo que hizo a continuación fue mucho más estúpido todavía: telefoneó al Palacio Ejecutivo y solicitó hablar con el secretario general.

Su acción fue más fruto de un reflejo que de un plan. En sus años de sabueso —primero como reportero, luego como articulista—, había aprendido que los secretos mejor guardados se descubren con frecuencia yendo directamente a la cumbre y consiguiendo convertirse allí en una persona insoportablemente desagradable. Sabía que retorcer la cola del tigre de aquel modo era peligroso, porque comprendía la psicopatología del poder en sus niveles más altos de una forma tan completa como la ignoraba Jill Boardman…, pero habitualmente confiaba en su relativa seguridad como miembro de otra clase de poder, aceptado y temido casi universalmente por los poderosos.

Lo que olvidó fue que, al telefonear al Palacio Ejecutivo desde un taxi, no actuaba tan públicamente como necesitaba.

Caxton no fue puesto en contacto con el secretario general, ni lo había esperado. En vez de ello habló con media docena de subordinados, y se volvió más agresivo con cada uno de ellos. Estaba tan atareado en eso que no se dio cuenta cuando su taxi dejó de flotar y abandonó el nivel de aparcamiento.

Cuando se percató, ya era demasiado tarde; el taxi se negó a obedecer las órdenes que tecleó de inmediato. Caxton comprendió con amargura que se había dejado atrapar de un modo que ningún maleante profesional que se preciara dejaría escapar: su llamada había sido localizada, su taxi identificado, su idiota piloto automático puesto bajo las órdenes de una frecuencia de control de la policía… y el taxi estaba siendo utilizado para apresarle y quitarle de la circulación de la manera más discreta y sin el menor alboroto.

Deseó haber conservado consigo al testigo honesto Cavendish. Pero no perdió el tiempo con estos fútiles pensamientos, sino que cortó la inútil llamada e intentó llamar a su abogado, Mark Frisby.

Aún estaba intentándolo cuando el taxi aterrizó en el interior de un patio y su señal quedó cortada por las paredes. Intentó abandonar el aparato, comprobó que la portezuela no se abría… y apenas se sorprendió al descubrir que se sentía mareado y perdía rápidamente el conocimiento.

8

Jill intentó decirse a sí misma que Ben debía de haberse lanzado tras otra pista y que simplemente se había olvidado —o no había tenido tiempo— de informarla de ello. Pero no lo creía. Ben, pese a lo increíblemente atareado que estaba siempre, debía mucho de su éxito, tanto profesional como social, a la meticulosa atención que prestaba a los detalles humanos. Recordaba siempre los cumpleaños, y antes dejaría sin pagar una deuda de juego que de enviar una nota de agradecimiento. No importaba adonde hubiera ido ni la urgencia de los asuntos que lo habían impulsado a ello, al menos hubiera dedicado —lo habría hecho— dos minutos mientras estaba en el aire a grabar una nota tranquilizadora para ella en su casa o en el Centro. Era una característica invariable de Ben, se recordó, y una de las cosas que lo hacían un ser tan adorable pese a sus muchos defectos.

¡Debía haberle dejado un mensaje! Llamó de nuevo a su oficina a la hora del almuerzo y habló con el investigador y jefe de redactores de Ben, Osbert Kilgallen. Éste le aseguró solemnemente que Ben no había dejado mensaje alguno, ni había llegado ninguno desde que ella llamara antes.

Jill pudo ver en la pantalla, más allá de la cabeza del hombre, que había otras personas en la oficina; decidió que era un mal momento para mencionar al Hombre de Marte.

—¿No dijo adonde iba? ¿O cuándo pensaba volver?

—No. Pero eso no es raro en él. Siempre tenemos unas cuantas columnas de reserva por si se presenta alguna cosa así.

—Bueno… ¿desde dónde llamó? ¿O soy demasiado curiosa?

—En absoluto, señorita Boardman. No llamó; remitió un mensaje desde Paoli Fiat en Filadelfia, creo recordar.

Jill tuvo que contentarse con eso. Fue al comedor de enfermeras e intentó interesarse en el almuerzo. No era, se dijo, como si algo estuviera yendo realmente mal… o como si se hubiera enamorado del maldito tonto o cualquier otra estupidez como aquélla.

—¡Hey, Boardman! Baja de las nubes… te he hecho una pregunta.

Jill alzó la vista para encontrar a Molly Wheelwright, la dietética del pabellón, que la miraba fijamente.

—Lo siento. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Desde cuándo en tu planta se asignan suites de lujo a los enfermos acogidos al plan de beneficencia?

—No sabía que lo hubiéramos hecho.

—¿No está la K-12 en tu planta? ¿O te han trasladado?

—¿La K-12? Por supuesto que está. Pero no se trata de un caso de caridad; es una vieja riquísima, tan rica que puede permitirse el lujo de pagarse un médico para que observe cada vez que respira.

—¡Bah! Si es rica, entonces debe de haber tropezado de pronto con una montaña de billetes. Se ha pasado los últimos diecisiete meses en el pabellón de terminales del refugio gerontológico.

—Debe de tratarse de algún error.

—Mío no… Yo no dejo que se cometan errores en las dietas de mi cocina. Esa bandeja es difícil, de modo que la compruebo personalmente: dieta sin grasas (le han extirpado la vesícula biliar) y una larga lista de delicadas exquisiteces, aparte la medicación solapada. Créeme, querida, un régimen dietético puede ser tan personal e intransferible como una huella dactilar —la señorita Wheelwright se puso en pie—. Tengo que correr, polluelas. Me gustaría que me dejaran llevar esta cocina por un tiempo. ¡Qué cafetería de mierda!