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—¿Por qué despotricaba Molly? —preguntó una enfermera.

—Por nada. Sólo está confundida.

Pero Jill siguió pensando en aquello. Se le ocurrió que podría localizar al Hombre de Marte haciendo averiguaciones en las cocinas respecto a las dietas. Luego apartó la idea de su cabeza; tardaría todo un día en visitarlas, teniendo en cuenta lo dispersos que estaban los pabellones. El Centro de Bethesda había sido un hospital naval en los días en que las guerras se desarrollaban en los océanos, e incluso entonces ya era enorme. Después fue transferido a Sanidad, Educación y Bienestar, que lo amplió; ahora pertenecía a la Federación y era una pequeña ciudad.

Pero… había algo extraño en el caso de la señora Bankerson. El hospital aceptaba toda clase de pacientes: particulares, de beneficencia y gubernamentales; sin embargo, la planta de Jill sólo albergaba pacientes del gobierno, y sus suites de lujo eran ocupadas por senadores de la Federación u otros altos cargos con derecho a exigir un servicio especial. Resultaba muy raro que un paciente particular tuviera una suite en aquella planta, o estuviera internado en ella bajo cualquier status.

Por supuesto, la señora Bankerson podía haber sido admitida allí si la parte del Centro abierta a los clientes de pago no disponía en aquel momento de suites libres. Sí, probablemente era eso.

Después del almuerzo se vio demasiado abrumada por el trabajo como para poder meditar en el asunto: un alud de nuevos pacientes se lo impidió. Al cabo de un rato se le presentó la necesidad de una cama eléctrica. La acción de rutina hubiera sido pedir por teléfono que enviaran una… pero el almacén estaba en los sótanos, a cuatrocientos metros de distancia, y Jill la necesitaba enseguida. Recordó haber visto que la cama eléctrica que normalmente estaba en el dormitorio de la suite K-12 había sido colocada en la sala de estar de la suite; incluso recordaba haber dicho a uno de aquellos guardiamarinas que no se sentasen en ella. Al parecer había sido movida allí cuando fue instalada la cama de flotación para Smith.

Probablemente seguiría aún allí, acumulando polvo y contabilizada en el inventario de la planta. Las camas eléctricas eran siempre escasas y costaban seis veces lo que una cama normal. Aunque, estrictamente hablando, aquello era asunto del superintendente del pabellón, Jill no vio razón alguna para cargar innecesariamente una nueva cama eléctrica al presupuesto de la planta… y además, si aún estaba allí, podría cogerla de inmediato. Decidió averiguarlo.

La puerta de la habitación seguía cerrada con llave. Se sorprendió al descubrir que no se abría con la llave maestra. Tras tomar nota para que la sección de mantenimiento reparara la cerradura, se encaminó al cuarto de guardia de la suite para preguntarle acerca de la cama al médico que vigilaba a la señora Bankerson.

El médico de guardia era el mismo que había visto la otra vez, el doctor Brush. No era interno ni residente, sino que había sido traído, según le había dicho a Jill, por el doctor Garner para que se ocupara de aquella paciente. Brush alzó la vista cuanto Jill asomó la cabeza por la puerta.

—¡Señorita Boardman! ¡Precisamente la persona que deseaba ver!

—¿Por qué no pulsó el timbre? ¿Cómo está su paciente?

—Oh, ella está bien —respondió el hombre, observando la pantalla de circuito cerrado—. Pero, definitivamente, yo no.

—¿Problemas?

—Un pequeño problema. Cuestión de cinco minutos. Y mi alivio no se encuentra aquí dentro. Enfermera, ¿puede concederme cinco minutos de su valioso tiempo? ¿Y mantener luego la boca cerrada?

—Supongo que sí. Le dije a mi ayudante de planta que iba a estar fuera unos minutos. Déjeme usar su teléfono y le diré dónde puede localizarme si me necesita.

—¡No! —dijo el médico con tono apremiante—. Sólo cierre la puerta con llave en cuanto yo salga, y no abra a nadie hasta que me oiga tamborilear «Afeitado y corte de pelo». Sea buena chica.

—Está bien, señor —dijo Jill, dubitativa—. ¿Debo hacer algo por su paciente?

—No, no, sólo siéntese aquí en el escritorio y vigílela por la pantalla. No tiene que hacer absolutamente nada. No la moleste.

—Bueno, si ocurre algo, ¿dónde estará usted? ¿En la sala de médicos?

—No voy a ir tan lejos… sólo al lavabo de caballeros al final del pasillo. Ahora calle, por favor, y déjeme ir… esto es urgente.

Salió, y Jill obedeció su orden de cerrar la puerta con llave a sus espaldas. Luego observó a la enferma a través de la pantalla del circuito cerrado y echó un vistazo a los diales. La anciana estaba dormida, y los indicadores señalaban que el pulso era fuerte y la respiración tranquila y normal; Jill se preguntó por qué el doctor consideraba necesaria una vigilancia preagónica.

Entonces recordó por qué había ido allí, y decidió comprobar por sí misma si la cama eléctrica estaba en la otra habitación sin tener que molestar al doctor Brush. Aunque aquello no se ceñía a las instrucciones del médico, tampoco molestaría a su paciente —¡por supuesto, sabía cómo cruzar una habitación sin despertar al paciente que dormía en ella!—, y hacía muchos años que había decidido que lo que los médicos ignoraban raras veces les causaba algún daño. Abrió con cuidado la puerta de comunicación y entró en el cuarto de la enferma.

Una rápida mirada le aseguró que la señora Bankerson estaba sumida en el típico sueño senil. Caminó sin ruido hacia la puerta de la sala. Estaba cerrada, pero la llave maestra la abrió sin ningún problema.

Observó que la cama eléctrica se encontraba allí. Y entonces se dio cuenta de que la habitación estaba ocupada… Sentado en un sillón, con un libro de ilustraciones sobre las rodillas, estaba el Hombre de Marte.

Smith alzó la vista y le dirigió una radiante sonrisa, propia de un niño pequeño que se siente de pronto feliz. Jill se sintió aturdida, como si acabaran de despertarla bruscamente. ¿Valentine Smith allí? Era imposible; lo habían trasladado a alguna otra parte, lo decía el libro de registro. Pero estaba allí.

Entonces todas las desagradables implicaciones y posibilidades parecieron alinearse ante ella… el falso Hombre de Marte en la estéreo… la anciana ahí fuera, a punto de morir, pero cubriendo mientras tanto el hecho de que había allí otro paciente… la puerta que no se había abierto con la llave maestra… y, finalmente, la horrible visión anticipada del «carro de la carne» saliendo de allí cualquier noche, con una sábana por encima que ocultara el hecho de que no llevaba un cadáver, sino dos.

Cuando esta última pesadilla se desbocó en su mente arrastró consigo un frío viento de temor: la comprensión de que ella se hallaba también en peligro por el hecho de haber tropezado con aquel asunto de alto secreto.

Smith se levantó desmañadamente de su sillón, tendió hacia ella ambas manos y dijo:

—¡Hermano de agua!

—Hola. Oh… ¿cómo está?

—Muy bien. Me siento feliz… —agregó algo en una retahila extraña y sofocada, se corrigió rápidamente y dijo con cuidado—. Está usted aquí, hermano mío. Se había ido. Ahora está aquí. Bebo profundamente de usted.

Jill se sintió desesperadamente dividida entre dos emociones, una que aplastaba y fundía su corazón… y otra un helado temor de ser sorprendida en aquel lugar. Smith no pareció darse cuenta de ello. Dijo:

—¿Ve? ¡Camino! Cada día estoy más fuerte —lo demostró dando unos cuantos pasos, arriba y abajo; luego se detuvo, triunfante, sin jadear, sonriente ante ella.