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Ella se obligó a sonreír también.

—Progresamos, ¿eh? Cada vez está más fuerte, ¡eso es voluntad! Pero ahora tengo que irme… sólo me detuve a saludarle.

La expresión de él cambió a un instantáneo desencanto.

—¡No se vaya!

—¡Oh, tengo que hacerlo!

Él siguió mostrándose desconsolado, luego añadió con trágica certidumbre:

—La he lastimado. No me di cuenta.

—¿Lastimado? ¡Oh, no, en absoluto! Pero tengo que irme… ¡y rápido!

El rostro de Smith se volvió inexpresivo. Declaró, más que pidió:

—Lléveme con usted, hermano.

—¿Qué? Oh, no puedo. Y tengo que marcharme ahora mismo. Mire, no diga a nadie que estuve aquí, ¡por favor!

—¿No decir que mi hermano de agua estuvo aquí?

—Sí. No se lo diga a nadie. Eh… intentaré volver, de veras. Sea buen chico, espere y no hable de esto con nadie.

Smith digirió aquello, pareció serenarse.

—Esperaré. No diré nada.

—¡Bien!

Jill se preguntó cómo demonios podría cumplir con su promesa de volver a verle… Ciertamente no podía depender de que el doctor Brush tuviera otro oportuno acceso de diarrea. Se daba cuenta ahora de que la cerradura «estropeada» no estaba estropeada, y sus ojos fueron hacia la puerta del pasillo… y vio por qué no había podido entrar. Habían atornillado un cerrojo por la parte de dentro de la puerta, lo que inutilizaba la llave maestra. Como era siempre el caso en los hospitales, las puertas de los cuartos de baño y otras puertas susceptibles a ser cerradas por dentro se disponían de tal forma que pudieran abrirse con una llave maestra, a fin de que los pacientes irresponsables o díscolos no pudieran encerrarse dentro. Pero aquí la puerta mantenía a Smith encerrado dentro… y el añadido de un simple cerrojo manual de un tipo no permitido en los hospitales servía para mantener fuera incluso al personal que disponía de llave maestra.

Jill se dirigió a la puerta y descorrió el cerrojo.

—Espéreme. Volveré.

—Estaré esperando.

Cuando regresó a la sala de guardia oyó el toc, toc, ti-toc, toc… ¡Toc, toc!, la señal que Brush había dicho que usaría; se apresuró a dejarle entrar.

El médico entró como una tromba y dijo, salvajemente:

—¿Dónde demonios estaba, enfermera? ¡He llamado tres veces! —miró suspicazmente hacia la puerta interior.

—Vi que su paciente se revolvía en su sueño —mintió Jill con rapidez—. Estaba arreglándole la almohada cervical.

—¡Maldita sea, le dije que simplemente se quedara sentada a mi mesa!

Jill se dio cuenta de pronto que el hombre estaba más asustado aun que ella… y con más razones. De modo que contraatacó.

—Doctor, le he hecho a usted un favor —dijo fríamente—. En primer lugar, reconozco que su paciente no está bajo la responsabilidad de la supervisora de planta. Pero, puesto que usted me la confió temporalmente, hice lo que consideré necesario durante su ausencia. Ya que ha puesto mis acciones en tela de juicio, vayamos al superintendente del pabellón y zanjemos este asunto.

—¿Eh? Oh, no, no… Olvídelo.

—No, señor. No me gusta que mis acciones profesionales sean puestas en entredicho sin una causa justificada. Como usted sabe muy bien, un paciente de esa edad puede ahogarse en una cama de agua; hice lo que era necesario. Algunas enfermeras aceptarán sin protestar las culpas que sobre ellas echan los médicos, pero yo no soy una de ellas. Así que llamemos al superintendente.

—¿Qué? Mire, señorita Boardman, siento mucho lo que dije. Me dejé llevar por los nervios y hablé sin pensar. Le ruego que me disculpe.

—Hum. Muy bien, doctor —respondió rígidamente Jill—. ¿Puedo hacer alguna cosa más por usted?

—¿Eh? No, gracias. Gracias por quedarse aquí en mi lugar. Sólo… Bueno, procure no contárselo a nadie, ¿eh?

—Oh, no se lo contaré a nadie —puedes apostar tu dulce vida a que no lo haré, añadió Jill para sí. Pero, ¿qué voy a hacer ahora? ¡Oh, me gustaría que Ben estuviese en la ciudad!

Regresó a su puesto, hizo una inclinación de cabeza a su ayudante y fingió revisar unos papeles. Por último recordó telefonear para pedir la cama eléctrica que había estado buscando al principio de todo el asunto. Luego envió a su ayudante a ocuparse del paciente que necesitaba la cama —ahora acostado temporalmente en una de tipo normal— e intentó pensar.

¿Dónde estaría Ben? Si tan sólo supiera cómo ponerse en contacto con él, se tomaría diez minutos de respiro, le llamaría, y descargaría todas sus preocupaciones sobre los robustos hombros del periodista. Pero Ben, maldito fuera, andaba revoloteando por alguna parte, mientras dejaba que ella cargara con la pelota.

¿O no era así? Una inquietante sospecha había estado abriéndose paso en su subconsciente durante todo el día, y finalmente salió a la superficie y la miró directamente a los ojos, y esta vez ella le devolvió la mirada. Ben Caxton no hubiera abandonado la ciudad sin hacerle saber el resultado de su intento de ver al Hombre de Marte. Como camarada conspirador, ella tenía el derecho de recibir un informe, y Ben siempre jugaba limpio… Siempre.

Pudo oír resonar en su cabeza algo que él había dicho en su camino de vuelta de Hagerstown: «Si algo va mal, tú serás mi as en la manga… Cariño, si no recibes noticias mías, considérate en libertad para obrar por tu cuenta». No lo había tomado en serio entonces, del mismo modo que no había creído realmente que pudiera ocurrirle algo a Ben. Ahora pensó largo tiempo en ello mientras intentaba seguir con sus deberes.

Llega un momento en la vida de cada ser humano en que debe decidir arriesgar «su vida, su fortuna y su sagrado honor» en aras de una empresa dudosa. Aquellos que no aceptaban el desafío eran simplemente niños grandes; nunca podrían ser nada más. A las 3:47 de aquella tarde, mientras convencía a un visitante del pabellón que simplemente no podía entrar un perro a la planta —aunque hubiera conseguido pasarlo más allá del recepcionista, y aunque la compañía de este perro fuera precisamente lo que el paciente necesitaba—, Jill Boardman se enfrentó a su desafío personal, y lo aceptó.

El Hombre de Marte se sentó de nuevo cuando Jill lo dejó. No recogió el libro de ilustraciones que le habían dado, sino que simplemente se quedó esperando en una actitud que podría calificarse de paciente, sólo porque el lenguaje humano es incapaz de abarcar las emociones y actitudes marcianas. Se limitó a quedarse inmóvil, sumido en una tranquila felicidad, porque su hermano le había dicho que volvería. Estaba preparado para esperar, sin hacer nada, sin moverse, durante años si fuera necesario.

No tenía una idea clara acerca de cuánto tiempo había transcurrido desde que compartiera por primera vez el agua con su hermano; aquel lugar no sólo estaba curiosamente distorsionado en tiempo y forma —con secuencias de visiones y sonidos y experiencias nuevas para él que aún no había podido asimilar—, sino que la cultura de su nido tenía también un concepto del tiempo diferente del humano. La diferencia no estribaba en sus vidas mucho más largas contadas en años terrestres, sino en una actitud básicamente distinta. La frase «es más tarde de lo que crees» no podía expresarse en marciano… ni tampoco «la prisa es mala consejera», aunque ambas por una razón diferente: la primera noción era inconcebible, mientras que la última era un hecho básico marciano inexpresado, y por ello de planteamiento tan innecesario como decirle a un pez que se bañara. Pero la cita «como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos» tenía un carácter tan marciano que podía traducirse con más facilidad que «dos más dos son cuatro»…, cosa esta última que en Marte no era una verdad incuestionable.