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—Mi nido es suyo y su nido es mío.

Esta vez, Jill consiguió sonreír.

—¡Vaya, qué encantador! Querido amigo, no estoy segura de entenderle pero, si lo he hecho, ésta es la oferta más hermosa que he recibido en mucho tiempo… —añadió—. Sin embargo, en este momento nuestras cabezas están en peligro… así que más vale que esperemos un poco, ¿eh?

Smith apenas comprendió a Jill un poco más de lo que Jill le había comprendido a él, pero se dio cuenta de que su hermano de agua estaba de mejor humor y captó la sugerencia de que había que esperar. Esperar era algo que hacía sin ningún esfuerzo, así que se reclinó en su asiento, satisfecho de que todo fuera bien entre su hermano y él, y disfrutó del paisaje. Era la primera vez que contemplaba aquel lugar desde el aire, y por todos lados había una riqueza de cosas que trató de asimilar. Se le ocurrió que el medio de transporte utilizado en su hogar no permitía esta deliciosa vista de lo que había en medio. Este pensamiento casi lo condujo a una comparación de los métodos marcianos y humanos que no era favorable a los Ancianos, pero su mente se apartó automáticamente de la herejía.

Jill guardó silencio también, e intentó centrar sus pensamientos. De pronto se dio cuenta de que el vehículo entraba en el tramo final del trayecto hacia la casa de apartamentos donde vivía… y comprendió con la misma rapidez que su casa era el último lugar donde debía ir, ya que sería el primer sitio al que acudirían en cuanto sospecharan cómo había escapado Smith y quién le había ayudado. Aunque no sabía nada de los métodos policiales, supuso que debía de haber dejado huellas dactilares en la habitación de Smith, y las personas que la habían visto marcharse podrían dar señas de ella. Incluso era posible —así había oído— que un técnico pudiera leer la cinta magnética de la cabina de aquel taxi y decir exactamente qué viajes había hecho ese día, cuándo y adónde. Se inclinó hacia adelante, pulsó las teclas de órdenes y borró la instrucción de ir a su casa de apartamentos. No sabía si eso borraría la cinta o no… pero no iba a encaminarse a un lugar donde tal vez la policía estuviera ya esperando. El taxi frenó su avance, se salió de la corriente del tráfico y flotó en el aire.

¿Adónde podía ir? ¿Dónde, en toda aquella hormigueante ciudad, podía esconder a un hombre adulto, medio idiota e incapaz de vestirse solo… un hombre que en aquellos momentos debía de ser la persona más buscada del globo? ¡Oh, si sólo Ben estuviese allí!

«Ben… ¿dónde estás?». Se inclinó hacia adelante de nuevo, cogió el teléfono y, más bien desesperanzada, tecleó el número de Ben, esperando oír la monótona voz pregrabada invitándola a dejar su mensaje. Su espíritu dio un vuelco cuando respondió una voz masculina… pero volvió a hundirse cuando se dio cuenta de que no se trataba de Ben sino de su ayudante, Osbert Kilgallen.

—Oh, perdone, señor Kilgallen. Soy Jill Boardman. Creía haber llamado a casa del señor Caxton.

—Lo hizo. Pero las llamadas a su casa se retransmiten automáticamente a su oficina cuando él está ausente más de veinticuatro horas.

—Entonces, ¿aún no ha vuelto?

—Me temo que no. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Oh, no. Mire, señor Kilgallen, ¿no le parece extraño que Ben simplemente haya desaparecido de la circulación? ¿No está usted preocupado por él?

—¿Eh? ¿Por qué debería? Su mensaje decía que ignoraba cuánto tiempo iba a permanecer ausente.

—Pero, eso mismo, ¿no es raro?

—No en el tipo de trabajo que desempeña el señor Caxton, señorita.

—Bueno… pues yo creo que esta vez hay algo muy raro en su ausencia. Opino que debería informar usted de ello. Debería difundir su desaparición por todos los servicios de noticias del país… ¡del mundo!

Pese a que el teléfono del taxi carecía de circuito visual, Jill tuvo la sensación de que Osbert Kilgallen se ponía tenso.

—Me temo, señorita Boardman, que soy yo quien tiene la obligación de interpretar las instrucciones de la persona que me ha contratado. Eh… si no le importa que se lo diga, cada vez que el señor Caxton se ausenta de la ciudad siempre hay alguna… «buena amiga» que le telefonea frenéticamente.

Alguna chica intentando echarle el lazo por algún medio… y este tipo, Osbert, piensa que yo soy la de turno. Apartó de su mente la medio formada idea de solicitar la ayuda de Kilgallen y cortó la comunicación tan rápido como pudo.

Pero, ¿adónde podía ir? La solución obvia brotó en su mente. Si Ben no estaba —y las autoridades tenían algo que ver con ello—, el último sitio donde se les ocurriría buscar a Valentine Smith sería el apartamento de Ben. A menos —se corrigió— que la relacionaran con él, cosa que no creía que hiciesen.

Podrían echar mano de la despensa de Ben —no quería correr el riesgo de pedir nada fuera; tal vez supieran que él estaba ausente—, y podría tomar prestadas algunas prendas para este niño idiota. Tecleó la combinación de la casa de apartamentos donde vivía Caxton. El taxi se orientó al nuevo canal de tráfico y se introdujo en él.

Una vez delante de la puerta del piso de Ben, Jill aplicó la cara a la caja auditiva y dijo con voz firme:

Carthago delenda est[3].

No sucedió nada. «¡Oh, maldita sea!», exclamó frenéticamente para sí misma; «ha cambiado la combinación». Permaneció allí inmóvil por unos momentos, notando la debilidad de sus rodillas, con la vista apartada de Smith. Después volvió a hablarle a la caja auditiva. Se trataba de una cerradura Raytheon: el mismo circuito accionaba la puerta o anunciaba las visitas. Se anunció, con la débil esperanza de que Ben hubiera regresado:

—¡Ben, soy Jill!

La puerta se abrió.

Entraron, y la puerta se cerró tras ellos. Jill pensó por un instante que Ben les había dejado pasar, pero luego se dio cuenta de que había dado accidentalmente con la nueva combinación… una contraseña, supuso, que era a la vez un cumplido y una táctica lobuna. Tuvo la sensación de que hubiera podido pasarse tranquilamente sin el cumplido con tal de evitar el horrible ramalazo de pánico que sintió cuando la puerta se negó a abrirse.

Smith permaneció inmóvil y en silencio al borde del denso y verde césped, y miró a su alrededor. Una vez más era un lugar tan nuevo para él que no podía asimilarlo de una sola vez, pero se sintió inmediatamente complacido con él. Resultaba menos excitante que la caja móvil en cuyo interior habían estado hacía unos momentos, pero en cierto modo más apropiado para envolver y mantener unido el ego. Observó con interés la ventana panorámica en un extremo pero no la reconoció como tal, sino que la confundió con un cuadro viviente como los que había en su hogar. La suite que le habían asignado en el Bethesda carecía de ventanas —estaba en una de las nuevas alas—, y así nunca había llegado a adquirir la noción de «ventana».

Observó con aprobación que la simulación de profundidad y movimiento en el «cuadro» era perfecta… sin duda había sido creado por un gran artista de este pueblo terrestre. Hasta ahora no había visto nada que le condujera a pensar que esta gente estaba en posesión del arte; su asimilación se vio incrementada por esta nueva experiencia, y eso lo animó.

Un movimiento llamó su atención; volvió la cabeza para descubrir que su hermano se estaba quitando las sandalias y las falsas pieles de sus piernas.

Jill suspiró y agitó los dedos de sus pies sobre la hierba.

—¡Dios mío, cómo me dolían los pies! —exclamó. Alzó la vista y se dio cuenta de que Smith la contemplaba con aquella curiosa e inquietante mirada de niño pequeño—. Hágalo usted también, si lo desea. Le encantará.

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3

“Cartago debe ser destruida”, frase con la cual Catón el Viejo terminaba todos sus discursos en el Senado Romano. (N. del Rev.)