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—Gracias.

—¡Que nunca vuelva a tener sed!

—Espero que usted tampoco. Pero ahora ya basta. Si quiere un poco de agua, le traeré un vaso. Pero no beba más agua de ésta.

Smith pareció darse por satisfecho y permaneció sentado en silencio. Para entonces Jill estaba convencida de que Smith no se había bañado nunca en una bañera, y que ignoraba lo que se esperaba de él. Consideró el problema. Sin duda podía enseñarle… pero estaban perdiendo ya un tiempo precioso. Quizá hubiera sido mejor dejarlo sucio.

¡Oh, bueno! No era tan malo como atender a los pacientes desequilibrados en las salas del pabellón terminal. Se había empapado la blusa hasta los hombros durante sus esfuerzos por sacar a Smith del fondo de la bañera; se la quitó y la colgó. Se había puesto la ropa de calle cuando había sacado a Smith del Centro y ahora llevaba una ligera falda plisada que flotaba en torno de sus rodillas. Había dejado la chaqueta en la sala de estar. Bajó la mirada a su falda. Aunque el plisado estaba garantizado como permanente, era una tontería dejar que se mojara. Se encogió de hombros, abrió la cremallera y se la quitó; eso la dejó en panties y sujetador.

Miró a Smith. La contemplaba con los ojos inocentes e interesados de un niño. Se dio cuenta de que se ruborizaba, y eso la sorprendió; no se había creído capaz de algo semejante. Se consideraba libre de morbosos pudores, y no ponía objeciones a la desnudez en los lugares y momentos adecuados. Recordó de pronto que había ido a bañarse por primera vez a una piscina nudista cuando tenía quince años. Pero esta mirada infantil la inquietaba; decidió seguir con la ropa interior puesta, aunque la mojase, antes que hacer lo obvio y lógico.

Disimuló su turbación con cordialidad.

—Vamos a poner manos a la obra y a frotar ese pellejo… —se arrodilló frente a la bañera, lo roció con jabón y empezó a producir espuma.

De pronto Smith adelantó una mano y tocó su seno derecho. Jill retrocedió apresuradamente, casi dejando caer el rociador del jabón.

—¡Hey! ¡Nada de eso!

Él la miró como si acabase de recibir una bofetada.

—¿No? —preguntó con tono trágico.

—No —confirmó ella con firmeza. Luego observó su rostro y añadió con más amabilidad—. Está todo bien, pero no me distraiga con estas cosas cuando tengo trabajo.

Él no se tomó más libertades no autorizadas, y Jill terminó pronto el baño y dejó que el agua se vaciara por el sumidero mientras la ducha terminaba de quitarle el jabón a Smith. Luego se vistió de nuevo con una sensación de alivio mientras el aire caliente lo secaba. El aire caliente sorprendió a Smith al principio y se puso a temblar, pero ella le dijo que no se asustara y le hizo sujetarse al asa de atrás mientras él se secaba y ella se vestía.

Le ayudó a salir de la bañera.

—Bien, ahora huele mucho mejor, y apuesto a que también se siente mejor.

—Me siento muy bien.

—Estupendo. Ahora a vestirse.

Le condujo al dormitorio de Ben, donde había dejado las ropas que había seleccionado. Pero antes de que tuviese tiempo siquiera de explicarle, de demostrarle o de ayudarle a ponerse unos calzoncillos, Jill dio un respingo que la hubiera sacado de sus zapatos si no fuera porque aún no se los había puesto.

—¡Abra, quienquiera que sea que esté ahí dentro!

Dejó caer los calzoncillos. El susto estuvo a punto de hacerle perder los sentidos… Experimentó el mismo pánico que cuando la respiración de un paciente se detenía y su presión sanguínea caía en picado en medio de una operación quirúrgica. Pero la disciplina aprendida en el quirófano acudió en su ayuda. ¿Sabían realmente que había alguien dentro? Sí, debían saberlo… o de otro modo nunca se hubieran presentado allí. El maldito taxi automático debía de haberla traicionado.

Bien, ¿qué hacía ahora? ¿Responder, o hacerse la sorda?

El grito por el circuito anunciador se repitió. Le susurró a Smith: «Quédese aquí», y pasó a la sala de estar.

—¿Quién es? —preguntó, esforzándose para que su voz sonara normal.

—¡Abra en nombre de la ley!

—¿Abrir en nombre de qué ley? No sea estúpido. Dígame quién es y lo que quiere antes de que llame a la policía.

—Nosotros somos la policía. ¿Es usted Gillian Boardman?

—¿Yo? Por supuesto que no. Soy Phyllis O'Toole y estoy esperando a que el señor Caxton vuelva a casa. Ahora será mejor que se vaya, porque voy a llamar a la policía y a informarles de esta invasión de la intimidad.

—Señorita Boardman, tenemos una orden de arresto contra usted. Abra la puerta de inmediato o las cosas se le van a poner mucho más difíciles.

—¡No soy esa «señorita Boardman», y estoy llamando a la policía!

La voz no respondió. Jill tragó saliva y aguardó. Poco después notó un calor radiante contra su rostro. Una pequeña zona en torno de la cerradura de la puerta se puso de color rojo y luego blanco; sonó un chasquido, y la hoja se deslizó a un lado. Había dos hombres allí; uno de ellos entró, sonrió a Jill y dijo:

—¡Ésa es la nena! Johnson, echa un vistazo y encuéntralo.

—Sí, señor Berquist.

Jill trató de bloquearle el paso. El hombre llamado Johnson, dos veces la masa de ella, la apartó a un lado como si fuese una pluma y siguió hacia el dormitorio. Jill chilló con voz estridente:

—¿Dónde está su mandamiento judicial? ¡Déjeme ver sus credenciales… esto es un ultraje!

—No se ponga difícil, encanto —dijo Berquist, conciliador—. En realidad no la queremos a usted; sólo a él. Pórtese bien, y es posible que ellos también se porten bien con usted.

Jill le lanzó un puntapié en la espinilla. El hombre retrocedió, dolorido, aunque no podía haberle hecho mucho daño, pues Jill todavía iba descalza.

—Esto ha estado muy mal, muy mal —la reprendió—. ¡Johnson! ¿Lo has encontrado?

—Aquí está, señor Berquist. Y desnudo como una ostra. Imagine tres cosas que podían estar haciendo.

—Eso no importa. Tráelo.

Johnson reapareció, empujando a Smith delante de él y controlándolo con un brazo retorcido a su espalda.

—No quería venir.

—¡Vendrá, vendrá!

Jill eludió a Berquist con una finta y se lanzó contra Johnson. Éste la echó a un lado con una bofetada.

—¡Nada de eso, pequeña puta!

Johnson no hubiera debido abofetearla. No lo hizo con fuerza, no tan fuerte como solía pegar a su esposa antes de que ésta se fuera a casa de sus padres, y en absoluto tan fuerte como pegaba a menudo a los prisioneros que se resistían a hablar. Hasta aquel momento Smith no había exhibido ninguna expresión ni había dicho nada; simplemente se había dejado empujar al interior de la habitación con la pasiva y fútil resistencia de un cachorrillo que no quiere ser llevado a pasear al extremo de una correa. No comprendía nada de lo que estaba ocurriendo, y no trató de hacer nada tampoco.

Pero cuando vio a su hermano de agua ser golpeado por aquel otro individuo, se contorsionó y se agachó, se liberó, y alargó la mano hacia Johnson de una extraña manera.

Y Johnson desapareció.

De pronto, ya no estaba allí. La habitación no le contenía. Sólo unas hojitas de hierba, al enderezarse allá donde habían estado sus grandes pies, demostraron que había estado alguna vez allí. Jill se quedó mirando con ojos muy abiertos el espacio que había ocupado y tuvo la sensación de que iba a desmayarse.

Berquist cerró la boca, la abrió de nuevo, dijo roncamente:

—¿Qué ha hecho usted con él? —miraba a Jill en vez de a Smith.

—¿Yo? Yo no hice nada.

—No me venga con ésas. ¿Tiene una trampilla en el suelo o algo parecido?