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Su excelencia el muy honorable Joseph E. Douglas, secretario general de la Federación Mundial de Estados Libres, picoteó la tortilla de su desayuno y se preguntó malhumorado por qué un hombre no podía disfrutar en estos días de una decente taza de café. Frente a él, su periódico matinal, preparado por el turno de noche de su cuadro de informadores, pasaba ante sus ojos las noticias a su ritmo óptimo de lectura por la pantalla del escáner ejecutivo hecho a su medida por Sperry. Las palabras fluían mientras el secretario general mirara en aquella dirección; si volvía la cabeza, la máquina lo captaría y se detendría al instante.

En esos momentos estaba mirando hacia la proyección de la letra impresa que se movía a lo largo de la pantalla, pero en realidad no estaba leyendo, sino que simplemente evitaba los ojos de su jefe al otro lado de la mesa. La señora Douglas no leía la prensa; tenía otras formas de enterarse de lo que necesitaba saber.

—Joseph.

El secretario general alzó la cabeza, y la máquina se detuvo.

—¿Sí, querida?

—Algo te está rondando por la cabeza.

—¿Eh? ¿Qué te hace decir eso, querida?

—¡Joseph! No llevo treinta y cinco años observándote, mimándote y zurciéndote los calcetines y sacándote de apuros por nada. Sé cuándo algo te ronda por la cabeza.

Al diablo con ello, admitió reluctante para sus adentros, claro que lo sabe. La miró y se preguntó por qué había permitido que aquella mujer le indujera a firmar un contrato indefinido. Originalmente sólo había sido su secretaria, allá en los viejos tiempos —pensaba en ellos como en «Los Viejos y Buenos Tiempos»—, cuando era legislador del estado y batía los arbustos en busca de votos individuales. Su primer contrato había sido un simple acuerdo de cohabitación de noventa días, supuestamente a fin de economizar los gastos de una campaña ajustada de fondos mediante un ahorro en las facturas de los hoteles; ambos estuvieron de acuerdo en que se trataba de una simple conveniencia, con el término «cohabitación» indicando tan sólo que vivirían bajo el mismo techo… ¡y ni siquiera entonces le remendó ella los calcetines!

Trató de recordar cómo y cuándo se había producido el cambio en la situación. La biografía oficial de la señora Douglas —Sombra de grandeza: historia de una mujer—, afirmaba que él se le declaró durante el escrutinio de las votaciones, contando con ganar su primera elección…, y que su romántica necesidad era tal que nada podía calmarla excepto un matrimonio a la antigua usanza, de los de «hasta que la muerte nos separe».

Bueno, él no lo recordaba así…, pero ya era inútil combatir la versión oficial.

—Joseph, ¡respóndeme!

—¿Eh? Nada en absoluto, querida. He pasado una mala noche.

—Ya lo sé. Cuando te despertaron a primera hora de la madrugada, ¿crees que no me enteré?

Su primer pensamiento fue que las habitaciones de su esposa se hallaban a unos buenos cincuenta metros de su dormitorio.

—¿Cómo lo supiste, querida?

—¿Oh? Intuición femenina, por supuesto. ¿Qué decía el mensaje que te trajo Bradley?

—Por favor, cariño… Tengo que acabar con las noticias de la mañana antes de la reunión del Consejo.

—Joseph Edgerton Douglas, no intentes salirte por la tangente.

Él suspiró.

—El hecho es que hemos perdido de vista a ese pordiosero de Smith.

—¿Smith? ¿Te refieres al Hombre de Marte? ¿Qué quieres decir con «perdido de vista»? Eso es ridículo.

—Tal vez lo sea, querida, pero se ha ido. Desapareció de su habitación del hospital en algún momento de ayer.

—¡Absurdo! ¿Cómo lo consiguió?

—Al parecer, disfrazado de enfermera. No estamos seguros.

—Pero… Bien, no importa. Ha desaparecido, y eso es lo principal. ¿Qué turbio plan has maquinado para recuperarlo?

—Bueno, tenemos unas cuantas personas buscándole. Gente de confianza. Berquist…

—¡Berquist! ¿Ese cabeza de chorlito? Cuando deberías tener a todos los funcionarios policiales, desde los mejores agentes del FDS hasta los más asquerosos detectives de las comisarías buscándole, ¡todo lo que se te ocurre es enviar a Berquist!

—Pero cariño, no te haces cargo de la situación. No podemos. Oficialmente no se ha extraviado. Comprende que está…, bueno, el otro tipo. El…, ejem…, Hombre de Marte «oficial».

—¡Oh!… —tamborileó sobre la mesa—. Ya te advertí que ese plan de la sustitución nos traería disgustos.

—Pero querida, lo sugeriste tú misma.

—No lo hice. Y no me contradigas. Hum…, haz llamar a Berquist.

—Oh, Berquist está fuera, siguiendo la pista de Smith. Todavía no ha informado.

—¿Eh? A estas alturas Berquist tiene que haber recorrido ya probablemente la mitad de la distancia desde aquí a Zanzíbar. Nos habrá vendido. Nunca confié en ese hombre. Te dije cuando le contrataste que…

—¿Cuando yo le contraté?

—No me interrumpas…, te dije que un hombre que acepta dinero de dos partes aceptará con la misma rapidez el de una tercera —frunció el ceño—. Joseph, la Coalición Oriental está detrás de esto. Prepárate para esperar una maniobra de un voto de censura en la Asamblea.

—¿Eh? No veo por qué. Nadie sabe nada de esto.

—¡Oh, por el amor de Dios! Todo el mundo se enterará; la Coalición Oriental se ocupará de ello. Ahora cállate y déjame pensar.

Douglas guardó silencio y volvió a su periódico. Leyó que el Consejo de la Ciudad-Condado de Los Ángeles había pedido ayuda a la Federación para resolver el problema de la contaminación atmosférica, sobre la base de que el ministro de Sanidad no les había proporcionado una cosa, no importaba el qué…, pero había que echarles una mano, puesto que las cosas se le presentaban bastante mal a Charlie en lo que a la reelección se refería, ya que los fosteritas tenían su propio candidato…, y él necesitaba a Charlie. La Lunar Enterprises había subido dos enteros al cierre, probablemente, decidió, debido a…

—Joseph.

—¿Sí, querida?

—Nuestro «Hombre de Marte» es el único y auténtico; el que se saque de la manga la Coalición Oriental será un fraude. Así es como tiene que ser.

—Pero cariño, no podemos mantener eso.

—¿Qué quieres decir con que no podemos? Tenemos que mantenerlo.

—Pero no podemos. Los científicos se darán cuenta de inmediato de la sustitución. Las he pasado difíciles para mantenerlos apartados de esto hasta ahora.

—¡Científicos!

—Pero pueden hacerlo, tú lo sabes.

—No sé nada de eso. ¡Los científicos, precisamente! La mitad de su trabajo se basa en suposiciones y la otra mitad en pura superstición. Deberían estar encerrados bajo llave; la ley debería prohibir su existencia. Joseph, te lo he dicho infinidad de veces; la única ciencia verdadera es la astrología.

—Bueno, no sé, querida. Entiéndelo, no estoy en contra de la astrología…

—¡Mejor que no lo estés! Después de todo lo que ha hecho por ti.

—… pero lo que estoy diciendo es que esos científicos son muy agudos. Uno de ellos me estuvo contando el otro día que hay una estrella cuyo peso es seis mil veces el del plomo. ¿O era sesenta mil? Déjame ver…

—¡Tonterías! ¿Cómo pueden saber una cosa así? Sigue callado, Joseph, mientras termino de decir esto: no admitimos nada. Su hombre es un fraude. Pero, mientras tanto, utilizamos a discreción nuestros equipos del Servicio Especial y lo recuperamos, a ser posible, antes de que la Coalición Oriental haga sus declaraciones. Si es necesario usar medidas enérgicas, y ese tal Smith se resiste al arresto o algo así…, bueno, es una lástima, pero yo no voy a llorarle mucho tiempo. No ha sido más que un engorro desde el principio.