Выбрать главу

—¡Agnes! ¿Te das cuenta de lo que me estás sugiriendo?

—No estoy sugiriendo nada. Muchas personas resultan heridas a diario. Este asunto debe aclararse, Joseph, en bien de todos. El mayor bien para la mayoría, como a ti te gusta tanto decir.

—No quisiera que ese chico resultara herido.

—¿Quién ha dicho nada de hacerle daño? Pero debes tomar medidas firmes, Joseph; es tu deber. La historia te justificará. ¿Qué es más importante, hacer que las cosas sigan funcionando para cinco mil millones de personas, o mostrarse blando y sentimental con un hombre que ni siquiera es propiamente un ciudadano?

Douglas no respondió. La señora Douglas se puso en pie.

—Bueno, no puedo perder mi tiempo tratando temas intangibles contigo, Joseph; tengo que ir a ver a Madame Vesant para que me haga mi nuevo horóscopo para esta emergencia. Pero puedo decirte esto: no me he pasado los mejores años de mi vida empujándote hasta donde estás ahora para ver cómo te echan a un lado por culpa de tu falta de valor. Limpíate el huevo que tienes en la barbilla —se dio la vuelta y se marchó.

El jefe ejecutivo del planeta permaneció sentado a la mesa durante otras dos tazas de café antes de sentirse con ánimos de levantarse y dirigirse a la Sala del Consejo. ¡Pobre vieja Agnes! Tan ambiciosa… Suponía que la había decepcionado, y sin duda el cambio de vida no hacía las cosas más fáciles para ella. Bueno, al menos era leal, fiel a sus principios…, y todos pasamos por baches en algunas épocas; probablemente estaba tan harta de él como él de… Oh, no valía la pena pensar en ello.

Enderezó los hombros. Una maldita cosa sí era segura: no iba a dejarse zarandear por el asunto de ese tipo, Smith. Era un fastidio, lo admitía, pero el chico resultaba agradable e incluso conmovedor en su indefensión y con su aparente retraso mental. Agnes debía de haberse dado cuenta de lo fácilmente que se asustaba, o de otro modo no habría hablado de aquella forma. Pero Smith debería despertar sus instintos maternales.

Aunque, ciñéndose estrictamente a los hechos, ¿tenía Agnes algo «maternal» en ella? Cuando fruncía los labios de aquella forma, su boca no era un espectáculo agradable. Oh, mierda, todas las mujeres tenían instintos maternales; la ciencia lo había demostrado. Bueno, ¿o no?

De cualquier modo —condenadas fueran sus entrañas—, no iba a permitir que le abrumara. Siempre estaba recordándole que fue ella quien le empujó hasta la cumbre, pero Douglas sabía que no era así…, y la responsabilidad era suya y sólo suya. Se irguió más, cuadró los hombros y se dirigió a la Sala del Consejo.

Pasó toda la larga sesión esperando que alguien dejara caer el otro zapato. Pero nadie lo hizo, y no acudió ningún ayudante con un mensaje para él. Se vio obligado a llegar a la conclusión de que el hecho de la desaparición de Smith sólo era conocido por los más íntimos colaboradores de su Estado Mayor, al contrario de lo que le había parecido.

El secretario general deseó muy intensamente cerrar los ojos y esperar a que todo aquel horroroso alboroto se alejase de él, pero los acontecimientos no se lo permitían. Ni su esposa tampoco.

La santa personal de Agnes Douglas, por elección propia, era Evita Perón, a la que tenía la ilusión de parecerse. Su propia persona —la máscara que exhibía al mundo— era la de una colaboradora y satélite del gran hombre al que tenía el privilegio de llamar esposo. Incluso mantenía esta máscara para ella misma, porque tenía la útil habilidad de la Reina Roja de creer todo lo que ella deseara creer. Sin embargo, su política filosófica podría definirse claramente —cosa que nunca se había hecho— como la creencia de que los hombres debían gobernar el mundo y las mujeres debían gobernar a los hombres.

El que todas sus creencias y acciones derivaran de una furia ciega hacia un destino que la había hecho mujer nunca pasó por su cabeza…, y menos aún hubiera creído que había alguna conexión entre su comportamiento y el deseo de su padre de un hijo varón…, o de sus propios celos hacia su madre. Esos inicuos pensamientos jamás habían entrado en su mente. Amaba a sus padres y hacía que se pusieran flores frescas sobre sus tumbas en las ocasiones apropiadas; amaba a su esposo y a menudo lo decía en público; se sentía orgullosa de su femineidad y lo decía en público casi tan a menudo…, y frecuentemente unía las dos afirmaciones.

Agnes Douglas no esperó a que su esposo actuase en el caso del desaparecido Hombre de Marte. Todos los colaboradores personales de su esposo acataban con la misma facilidad las órdenes de él que las de ella; en algunos casos, incluso mejor las de ella. Mandó llamar al ayudante ejecutivo encargado de la información civil —como se denominaba al agente de prensa del señor Douglas—; luego dedicó su atención a la más urgente medida de emergencia: conseguir que le fuera elaborado un nuevo horóscopo. Tenía instalado un enlace particular, desmodulado, desde sus habitaciones en el Palacio hasta el estudio de Madame Vesant; el blando y regordete rostro de la astróloga apareció en la pantalla casi de inmediato.

—¿Agnes? ¿Qué ocurre, querida? Estoy con un cliente.

—¿Tiene conectada la desmodulación del circuito?

—Desde luego.

—Desembarácese de ese cliente ahora mismo. Se trata de una emergencia.

Madame Alexandra Vesant se mordió el labio, pero su expresión no cambió y su voz no mostró ningún fastidio.

—Un momento.

Sus facciones desaparecieron de la pantalla y fueron reemplazadas por la señal de «espere». Un hombre entró en la habitación y se detuvo a un lado del escritorio de la señora Douglas; ésta se volvió y vio que se trataba de James Sanforth, el agente de prensa al que había mandado llamar.

—¿Sabe algo de Berquist? —le preguntó sin ningún preámbulo.

—¿Eh? Yo no me ocupo de eso; es cosa de McCrary.

Ella eliminó la irrelevancia con un agitar de su mano.

—Tiene que desacreditarle antes de que hable.

—¿Eh? ¿Piensa que Berquist nos traicionará?

—No sea ingenuo. Hubiera debido consultarme a mí antes de emplearle.

—Pero no era cosa mía. Ése era el trabajo de McCrary.

—Se supone que usted está enterado de todo lo que ocurre. Yo… —el rostro de Madame Vesant volvió a aparecer en la pantalla—. Siéntese, aguarde un momento —indicó a Sanforth. Se volvió hacia la pantalla—. Allie querida, necesito horóscopos nuevos para Joseph y para mí, tan pronto como pueda tenerlos listos.

—Muy bien… —la astróloga titubeó—. Podría ser de gran ayuda, querida, si me aclarase la naturaleza de la emergencia.

La señora Douglas tamborileó sobre el escritorio.

—¿Le resulta imprescindible conocerla?

—Por supuesto que no. Cualquiera que posea el riguroso entrenamiento necesario, la capacidad matemática y el conocimiento de las estrellas puede calcular un horóscopo con sólo saber la hora y el lugar de nacimiento exactos del sujeto. Usted podría aprender…, si no estuviese tan terriblemente atareada. Pero recuerde: las estrellas inclinan pero no obligan. Usted goza de su libre albedrío. Si tengo que preparar un análisis extremadamente detallado para aconsejarla en una crisis, necesito saber en qué sector debo mirar. ¿Estamos muy preocupadas por la influencia de Venus? ¿O es posiblemente la de Marte? ¿O…?

La señora Douglas decidió.

—La de Marte —interrumpió—. Allie, quiero que haga un tercer horóscopo.