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—Sí, entiendo.

—Un detalle más. El aspecto de Venus es más favorable, y potencialmente dominante sobre el de Marte. Venus la simboliza a usted, por supuesto, pero Marte es a la vez su esposo y el joven Smith…, como resultado de las circunstancias únicas de su nacimiento. Esto arroja una doble carga sobre sus hombros y debe enfrentarse al desafío; tiene que demostrar esas cualidades de serena sabiduría y dominio de sí misma que son peculiares de la mujer. Debe apoyar a su esposo, guiarle a través de esta crisis, apaciguarle. Tiene que proporcionar los tranquilos pozos de sabiduría de la madre Tierra. Éste es su genio especial…, y ahora es el momento de utilizarlo.

La señora Douglas suspiró.

—¡Allie, es usted sencillamente maravillosa! No sé cómo darle las gracias.

—No me lo agradezca. Esa gratitud corresponde a los Antiguos Maestros, de los que sólo soy una humilde discípula.

—No puedo darles las gracias a ellos, así que se las doy a usted. Esto no entra en nuestro acuerdo, Allie. Habrá un regalo.

—Oh, no es necesario, Agnes. Servirla es un privilegio.

—Y mi privilegio es apreciar el servicio. ¡Ni una palabra más, Allie!

Madame Vesant se dejó convencer y luego apagó el televisor, cálidamente satisfecha de haber dado una lectura que sabía exacta. ¡Pobre Agnes! Una mujer tan buena por dentro…, y tan retorcida por conflictivos deseos. Era un privilegio allanarle un poco el camino, hacer que el peso de la carga que llevaba sobre sus hombros fuera algo más fácil de soportar. Ayudar a Agnes le hacía sentirse mejor.

A Madame Vesant le hacía sentirse bien también verse tratada casi de igual a igual por la esposa del secretario general, aunque —puesto que no era presuntuosa— no lo pensaba así. Pero la joven Becky Vesey había sido tan insignificante, que el diputado de su distrito nunca logró recordar su nombre, pese a haber observado de inmediato las medidas de su busto. Pero Becky Vesey nunca se había resentido por ello; a ella le gustaba la gente. Ahora le gustaba Agnes Douglas.

A Becky Vesey le gustaba todo el mundo.

Permaneció sentada un momento más, disfrutando del calor de aquella sensación y del respiro de la presión y de un traguito más de tónico, mientras su ágil y perspicaz cerebro ordenaba los fragmentos y datos que había captado. Luego, sin haber tomado conscientemente la decisión, llamó a su agente de bolsa y le dio instrucciones para que vendiese de inmediato sus acciones de la Lunar Enterprises.

El hombre soltó un bufido.

—Allie, está usted loca. Esa dieta de adelgazamiento le está debilitando el cerebro.

—Escúcheme, Ed. Cuando hayan bajado diez enteros, cúbrame, aunque sigan bajando. Espere hasta que den la vuelta. Entonces, cuando hayan recuperado tres enteros, compre otra vez…, luego venda de nuevo cuando alcancen de nuevo el cierre de hoy.

Hubo un largo silencio mientras el hombre la miraba con fijeza.

—Allie, usted sabe algo. Dígaselo al tío Ed.

—Las estrellas me lo dicen, Ed.

Ed hizo una sugerencia astronómicamente imposible y añadió:

—Muy bien, si no quiere, no lo haga. Hum… Jamás tuve suficiente sentido común para mantenerme apartado de cualquier juego sucio. ¿Le importa si comparto el riesgo con usted, Allie?

—En absoluto, Ed, siempre y cuando no cargue demasiado la mano y muestre la oreja. Ésta es una situación especialmente delicada, con Saturno en equilibrio entre Virgo y Leo.

—Como usted diga, Allie.

La señora Douglas puso manos a la obra inmediatamente, feliz de que Allie hubiese confirmado todos sus juicios. Dio órdenes relativas a la campaña para destruir la reputación del extraviado Berquist, tras solicitar su expediente y echarle un vistazo. Tuvo una entrevista a puerta cerrada de veinte minutos con el comandante Twitchell, jefe de los grupos del Servicio Especial…, el cual abandonó el despacho con una expresión agria y pensativa, y de inmediato empezó a hacerle la vida imposible a su oficial ejecutivo. Transmitió instrucciones a Sanforth para que preparase otra estereoemisión del «Hombre de Marte», e incluyera en ella un rumor «de fuentes próximas a la Administración» acerca de que Smith iba a ser transferido, o posiblemente había sido transferido ya, a un sanatorio ubicado en las cumbres de los Andes, a fin de proporcionarle para su convalecencia un clima tan parecido al de Marte como fuera posible. Después se sentó y reflexionó acerca del mejor sistema para conservar los votos de Pakistán para Joseph.

Finalmente llamó a su esposo y le instó a que apoyase el reclamo de Pakistán sobre la parte del león del territorio de Cachemira. Puesto que esto era lo que él había deseado hacer desde un principio y no había hecho, no fue difícil persuadirle, aunque a ella le irritó la suposición de que él se había estado oponiendo a la idea. Una vez arreglado ese asunto, fue a dirigirles la palabra a las Hijas de la Segunda Revolución, sobre el tema La maternidad en el nuevo mundo.

10

Mientras la señora Douglas hablaba muy liberalmente sobre un tema que conocía muy poco, Jubal E. Harshaw, licenciado en Derecho, doctor en Medicina, doctor en Ciencias, bon vivant, gourmet, sibarita, extraordinario autor popular y filósofo neopesimista, estaba sentado al lado de la piscina de su residencia en el Poconos, frotándose la densa pelambrera gris del pecho y observando a sus tres secretarias chapotear en la piscina. Eran sorprendentemente hermosas; también eran sorprendentemente buenas secretarias. En opinión de Harshaw, el principio del mínimo esfuerzo requería que la utilidad y la belleza se combinasen.

Anne era rubia, Miriam pelirroja y Dorcas morena; en cada caso la coloración era auténtica. Se alineaban, respectivamente, de la figura agradablemente rolliza a la esbeltez más deliciosa. Sus edades formaban un abanico ligeramente superior a los quince años, pero resultaba difícil determinar cuál era la mayor. Indudablemente tenían apellidos, pero la casa de Harshaw no se preocupaba mucho por los apellidos. Se rumoreaba que una de ellas era la propia nieta de Harshaw, pero las opiniones respecto a cuál de ellas variaban.

En estos momentos Harshaw estaba trabajando más duro de lo que nunca había trabajado. La mayor parte de su mente estaba ocupada en la contemplación de las hermosas muchachas haciendo cosas hermosas con el sol y el agua, pero un diminuto compartimiento de su cerebro, cerrado herméticamente y a prueba de ruidos, estaba componiendo un texto. Afirmaba que su método de composición literaria servía para situar sus gónadas en paralelo con su tálamo y desconectar enteramente su cerebro; sus hábitos proporcionaban cierta verosimilitud a la teoría.

Sobre la mesa había un micrófono conectado a una fonoescritora en su estudio, pero Harshaw sólo utilizaba la fonoescritora para tomar notas. Cuando estaba preparado para escribir algo, llamaba a una taquígrafa humana y observaba sus reacciones. En este momento estaba a punto.

—¡Primera! —gritó.

—Anne es «primera» —respondió Dorcas—. Pero yo lo tomaré. Ese chapoteo fue Anne.

—Zambúllete y ve a buscarla. Puedo esperar.

La morenita surcó el agua; al cabo de un momento Anne salía de la piscina, se echaba un albornoz por encima, sé secaba las manos en él y tomaba asiento al otro lado de la mesa. No dijo nada, no hizo ningún preparativo; Anne poseía una memoria total, nunca se molestaba con dispositivos de grabación.

Harshaw cogió una copa llena de cubitos de hielo sobre la que había vertido coñac y bebió un relajado sorbo.