Выбрать главу

—Anne, tengo uno auténticamente nauseabundo. Es acerca de un gatito que se mete en una iglesia en Nochebuena buscando calor. Además de estar muerto de hambre y congelado y perdido, el gatito tiene, Dios sabe por qué, una pata herida. Bien, empecemos: «Había estado nevando desde…»

—¿Con qué seudónimo?

—Hum…, será mejor usar de nuevo el de «Molly Wadsworth»; parece bastante repulsivo. Y el título es El otro pesebre. Empecemos de nuevo…

Siguió dictando, al tiempo que observaba atentamente a la muchacha. Cuando las lágrimas empezaron a brotar de sus cerrados ojos, sonrió ligeramente y cerró también los suyos. Cuando terminó, las lágrimas rodaban por las mejillas tanto de él como de ella, ambas bañadas en una catarsis de sentimentalismo.

—Y fin —anunció—. Puedes sonarte la nariz. Pásalo en limpio y, por el amor de Dios, no me lo enseñes o lo haré pedazos.

—Jubal, ¿nunca se siente avergonzado?

—No.

—Algún día le voy a patear ese gordo estómago suyo en nombre de alguno de sus desgraciados personajes.

—Ya lo sé. Pero no puedo ejercer ninguna otra profesión decente; no puedo hacer de alcahuete de mis hermanas; son demasiado viejas y, además, nunca he tenido ninguna. Lleva tu trasero adentro y pasa en limpio esto antes de que cambie de idea.

—Sí, jefe.

Ella le dio un beso en la calva mientras pasaba por detrás de su silla. Harshaw gritó de nuevo:

—¡Primera! —y Miriam echó a andar hacia él. Pero un altavoz montado sobre la casa a su espalda cobró vida:

— ¡Jefe!

Harshaw dejó escapar una palabrota, y Miriam rió desaprobadoramente.

—¿Sí, Larry?

—Hay una dama aquí en la verja de entrada que quiere verle —informó el altavoz—. Trae un cadáver consigo.

Harshaw consideró aquello durante unos segundos.

—¿Es guapa? —preguntó al altavoz.

—Eh…, sí.

—Entonces, ¿por qué estás chupándote el pulgar? Haz que ingrese… —Harshaw se arrellanó en el asiento—. Empecemos —dijo—. Montaje de escenas urbanas fundiéndose en un plano medio, interior. Un policía está sentado en una silla de respaldo recto, sin gorra, con el cuello de la camisa abierto y el rostro perlado de sudor. Vemos sólo la espalda de otra figura, que se interpone entre nosotros y el poli. La figura alza una mano, la lleva hacia atrás y hasta casi fuera del tanque. Abofetea al policía con un sonido fuerte y carnosamente metálico, con eco —Harshaw alzó la vista y dijo—. Continuaremos luego desde aquí.

Un coche de superficie avanzaba colina arriba en dirección a la casa. Jill iba al volante del coche; un hombre joven ocupaba el asiento de al lado. Cuando el vehículo se detuvo cerca de Harshaw, el hombre bajó de un salto, como si se considerase feliz de poder divorciarse del coche y su contenido.

—Aquí está ella, Jubal.

—Eso veo. Buenos días, jovencita. Larry, ¿dónde está el cadáver?

—En el asiento de atrás, jefe. Debajo de una manta.

—Pero no es un cadáver —protestó Jill—. Es…, Ben dijo que usted…, quiero decir que… —hundió la cabeza y estalló en sollozos.

—Vamos, vamos, querida —murmuró Harshaw con voz gentil—. Pocos cadáveres merecen que se derramen lágrimas por ellos. Dorcas, Miriam, cuidad de ella. Dadle algo de beber y lavadle la cara.

Dedicó su atención al asiento posterior del coche; se acercó y empezó a levantar la manta. Jill se desasió del brazo de Miriam y chilló agudamente:

—¡Tiene usted que escucharme! ¡Él no está muerto! Al menos, espero que no lo esté. Es…, ¡oh, Dios mío! —volvió a echarse a llorar—. ¡Estoy tan sucia… y tan asustada!

—Parece un cadáver —musitó meditativo Harshaw—. La temperatura del cuerpo es inferior a la del aire, calculo. Pero no presenta el típico rigor mortis. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

—¡Pero si no está muerto! ¿No podemos sacarle de ahí? Me costó horrores subirle al coche.

—Seguro. Larry, échame una mano. Y deja de mostrar este aspecto tan verde. Si vomitas, tendrás que limpiarlo tú.

Entre los dos sacaron a Valentine Michael Smith del asiento de atrás y lo tendieron sobre la hierba, al lado de la piscina; su cuerpo seguía rígido, apretado aún en una bola. Sin que nadie se lo dijera, Dorcas había ido a buscar el estetoscopio del doctor Harshaw; lo dejó en el suelo junto a Smith, lo conectó y subió el volumen.

Harshaw se aplicó el casco a los oídos y empezó a buscar los latidos del corazón.

—Temo que está usted equivocada —dijo a Jill con voz suave—. Se encuentra más allá de toda ayuda que yo pueda prestarle. ¿Quién era?

Jill suspiró. De su rostro había desaparecido toda expresión. Respondió con voz llana:

—Era el Hombre de Marte. Lo intenté con todas mis fuerzas.

—Estoy seguro de que lo hizo… ¿El Hombre de Marte?

—Sí. Ben Caxton me dijo que usted era la persona a la que había que acudir.

—Ben Caxton, ¿eh? Agradezco la confian… ¡Silencio! —Harshaw enfatizó su petición alzando la mano mientras fruncía el entrecejo y escuchaba. Pareció confuso, luego la sorpresa estalló en su rostro—. ¡Hay actividad cardíaca! Si seré balbuceante mandril… Dorcas, arriba, en la clínica: tercer cajón en la parte cerrada del frigorífico. El código es «dulces sueños». Trae todo el cajón y toma una aguja hipodérmica de un centímetro cúbico del esterilizador.

—Enseguida.

—¡Doctor, nada de estimulantes!

Harshaw se volvió hacia Jill.

—¿Eh?

—Lo siento, señor. Sólo soy enfermera…, pero este caso es diferente. ¡Lo sé!

—Hum… Ahora es mi paciente, enfermera. Pero hace unos cuarenta años descubrí que no era Dios, y unos diez años después me di cuenta de que ni siquiera era Esculapio. ¿Qué quiere que intentemos?

—Yo sólo quisiera lograr despertarle. Si se le hace algo, se hunde aún más en ese trance.

—Hum. Adelante, inténtelo. Siempre que no utilice un hacha. Luego probaremos mis métodos.

—Sí, señor —Jill se arrodilló al lado del cuerpo y empezó a probar de enderezar suavemente las piernas de Smith. Las cejas de Harshaw se alzaron cuando vio que tenía éxito. Jill apoyó la cabeza de Smith en su regazo y la acunó gentilmente entre sus manos—. Por favor, despierte —dijo en voz muy baja—. Soy Jill…, su hermano de agua.

El cuerpo se agitó. Muy lentamente, el pecho se alzó. Luego Smith dejó escapar un largo y burbujeante suspiro y sus ojos se abrieron. Alzó la vista hacia Jill y sonrió con su sonrisa de niño. Jill se la devolvió. Luego miró a su alrededor, y la sonrisa se borró.

—Todo va bien —se apresuró a decir Jill—. Todos son amigos.

—¿Todos amigos?

—Exacto. Todos son amigos suyos. No se preocupe…, y no se vaya de nuevo. Todo está bien.

Smith no respondió, sino que se mantuvo inmóvil, con los ojos abiertos, contemplándolo todo y a todos a su alrededor. Parecía tan contento como un gato en un regazo.

Veinticinco minutos más tarde, Harshaw tenía a sus dos pacientes en la cama. Antes de que la pastilla surtiera efecto, Jill consiguió contarle lo suficiente de la situación como para que Harshaw se diera cuenta de que tenía cogido a un oso por el rabo. Ben Caxton había desaparecido —tenía que pensar en algo que hacer al respecto—, y el joven Smith era como una patata caliente en sus manos…, aunque ya lo había sospechado apenas oír quién era por primera vez. Oh, bueno, la vida podía volverse divertida por un tiempo; borraría ese aburrimiento gris que acechaba siempre al otro lado de la esquina.

Contempló el pequeño coche utilitario en el que había llegado la muchacha. En sus costados llevaba pintado: ALQUILERES READING — Equipos para transporte terrestre — ¡Trate con el Holandés!