Выбрать главу

—Bueno, yo… Ben dijo que… Ben parecía estar convencido de que usted ayudaría.

—Me gusta Ben, pero él no habla por mí. No tengo ni el más remoto interés en que este muchacho obtenga o no sus llamados derechos. No estoy del lado de esa estupidez del «auténtico príncipe». Sus derechos sobre Marte son carnaza para abogados; puesto que yo también soy abogado, no necesito respetarlos. En cuanto a la riqueza que se supone que le corresponde, la situación es el resultado de las inflamadas pasiones de otras personas y de nuestras extrañas costumbres tribales; no se ha ganado nada de ella por sí mismo. En mi opinión, tendrá suerte si le timan inteligentemente y le sacan a patadas del asunto…, pero no pienso molestarme en escudriñar los periódicos para enterarme de cómo se realizó la estafa y por quién. Si Ben esperaba que yo luchase en pro de los derechos de Smith, ha llamado usted a la puerta equivocada.

—¡Oh! —Jill se sintió de pronto desamparada—. Creo que será mejor que prepare su traslado.

—¡Oh, no! Es decir, a menos que lo desee.

—Pero creí que acababa usted de decir…

—Dije que no estaba interesado en meterme en una maraña de ficciones legales. Pero un paciente y huésped bajo mi techo es otro asunto. El muchacho puede quedarse, si lo desea. Lo único que quería dejar claro es que no tengo la menor intención de mezclarme en política para respaldar cualquier idea romántica que usted o Ben Caxton puedan tener.

»Querida, hubo un tiempo en el que acostumbraba a pensar que estaba sirviendo a la humanidad…, y me complacía en ese pensamiento. Luego descubrí que la humanidad no desea que la sirvan; al contrario, le molesta cualquier intento de que se la sirva. Así que ahora hago lo que le place a Jubal Harshaw —se volvió hacia Dorcas como si el tema estuviese zanjado—. Ya es hora de cenar, ¿no es así, Dorcas? ¿Hay alguien haciendo algo al respecto?

—Miriam —Dorcas dejó su labor de punto y se levantó.

—Nunca he sido capaz de imaginar cómo se distribuyen el trabajo estas chicas.

—Jefe, ¿cómo puede llegar a imaginarlo…, si usted nunca colabora? —Dorcas le dio unas palmaditas en el estómago—. Pero no se pierde ni una sola comida…

Sonó un gong y pasaron al comedor. Si la pelirroja Miriam había preparado la cena, al parecer había utilizado todos los atajos modernos: estaba sentada ya al extremo de la mesa, y su aspecto no podía ser más fresco y hermoso. Además de las tres secretarias, había allí un joven ligeramente mayor que Larry al que todos llamaban Duque, y que incluyó a Jill en la conversación como si ésta hubiese vivido toda la vida allí. También había una pareja de mediana edad que no fueron presentados, que comieron como si estuvieran en un restaurante y que abandonaron la mesa tan pronto como acabaron, sin haber cruzado palabra con los otros comensales.

Pero la charla entre los demás fue viva e intrascendente. El servicio corría a cargo de máquinas sirvientes no androides, dirigidas desde los controles que tenía Miriam en su extremo de la mesa. La comida era excelente, y por todo lo que Jill pudo decir, nada de ella era sintético.

Pero no pareció satisfacer a Harshaw. Se quejó de que su cuchillo no cortaba, o la carne era dura, o ambas cosas; acusó a Miriam de servir sobras. Nadie pareció prestarle atención, pero Jill empezaba ya a sentirse violenta en nombre de Miriam cuando Anne dejó su tenedor y su cuchillo sobre la mesa.

—Ha mencionado la forma en que cocinaba su madre —indicó a las otras dos con un tono cortante.

—Vuelve a creerse que es el jefe —admitió Dorcas.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace unos diez días.

—Hum. Demasiado tiempo —Anne pareció hacer una seña a Dorcas y Miriam con los ojos; las tres se pusieron en pie. Duque siguió comiendo.

—Hey, vamos, muchachas, durante las comidas no… —dijo Harshaw precipitadamente.

No prestaron atención a su protesta, sino que avanzaron hacia él; una máquina se escurrió fuera del camino. Anne lo agarró por los pies, cada una de las otras dos por un brazo; las puertas vidrieras se deslizaron hacia los lados, franqueando el paso, y lo sacaron fuera, chillando.

Unos segundos más tarde los chillidos se cortaron en seco con un chapoteo. Las tres mujeres regresaron juntas, sin ninguna alteración visible en ellas. Miriam se sentó y se volvió hacia Jill.

—¿Más ensalada, Jill?

Harshaw regresó unos minutos más tarde, vestido con pijama y bata en vez del traje que llevaba antes. Una de las máquinas había tapado su plato tan pronto como fue arrastrado fuera de la mesa; ahora volvió a destaparlo, y él siguió comiendo.

—Como iba diciendo —observó—, una mujer que no sabe cocinar es un derroche de piel. Si no consigo obtener algún servicio de vosotras voy a tener que cambiaros a las tres por un perro, y luego le pegaré un tiro al perro. ¿Qué hay de postre, Miriam?

—Tarta de fresa.

—Eso ya me gusta más. Se suspende vuestra ejecución hasta el miércoles.

Gillian descubrió que no era necesario comprender cómo funcionaba la casa de Jubal Harshaw; podía hacer todo lo que quisiera, y a nadie le importaba. Después de la cena fue a la sala de estar con la intención de ver las noticias de la noche en el estereotanque, puesto que se sentía ansiosa por comprobar si formaba parte de las mismas. Pero no pudo descubrir ningún receptor estéreo, ni había nada susceptible de albergar un tanque. Ahora que pensaba en ello, no podía recordar haber visto alguno en ninguna parte de la casa. Ni tampoco periódicos, aunque sí había buena cantidad de libros y revistas.

Nadie se reunió con ella. Al cabo de un tiempo empezó a preguntarse qué hora sería. Había dejado su reloj arriba con su bolso, así que miró a su alrededor en busca de uno. No lo encontró; luego revisó su excelente memoria y no pudo recordar haber visto reloj ni calendario en ninguna de las habitaciones donde había estado.

Así que decidió que podía irse a la cama sin importar la hora que fuese. Toda una pared estaba cubierta de libros y cintas; tomó una bobina de Kipling: Precisamente así, y se la llevó alegremente consigo escaleras arriba.

Allá se encontró con otra pequeña sorpresa. La cama de la habitación que le había sido adjudicada era tan moderna como la semana próxima: completa con automasaje, dispensador de café, regulador de temperatura, máquina lectora, etc., pero carecía de circuito despertador: no había más que una lisa placa de metal allí donde hubiera debido estar. Jill se encogió de hombros y decidió que probablemente no se le pegarían las sábanas; se metió en la cama, colocó la bobina de Kipling en la máquina lectora, se tendió boca arriba y escudriñó las palabras que empezaron a aparecer en el techo. Al cabo de un momento el control de velocidad resbaló de entre sus relajados dedos, se apagaron las luces y se quedó dormida.

Jubal Harshaw no se durmió con tanta facilidad; estaba irritado consigo mismo. Su interés inicial se había enfriado, y en su lugar se había asentado una reacción. Hacía más de medio siglo se había hecho el firme juramento —lleno de fuegos artificiales— de que jamás recogería un gato extraviado…, y ahora, maldito fuera, por las múltiples tetas de Venus Genitrix, había recogido dos de golpe…, no: tres, si contaba a Caxton.

El hecho de haber roto su juramento más veces que años habían transcurrido desde que lo formulara no le preocupaba; la suya no era una mente mezquina, atada a la lógica y la consistencia. Ni tampoco le preocupaba la mera presencia de dos pensionistas más durmiendo bajo su techo y comiendo a su mesa. Ahorrar unos cuantos centavos no era propio de él. En el transcurso de casi un siglo de borrascosa existencia se había arruinado varias veces, y varias veces también había sido más rico de lo que era en estos momentos; consideraba ambas condiciones como meros cambios meteorológicos, y nunca había dejado que influyesen en él.