Выбрать главу

Pero la perspectiva del alboroto que sabía que iba a organizarse cuando los husmeadores oficiales dieran con esos chiquillos le ponía de mal humor. Estaba completamente seguro de que descubrirían su pista; una chiquilla ingenua como aquella Gillian debía de haber dejado tras ella un rastro más visible que el de una vaca con pezuñas como estacas. No podía esperar ninguna otra cosa.

A resultas de ello, la gente acudiría en tromba a su refugio, haría preguntas estúpidas y formularía exigencias aún más estúpidas…, y él, Jubal Harshaw, tendría que tomar decisiones y pasar a la acción. Puesto que estaba filosóficamente convencido de que toda acción era algo inútil, la perspectiva le irritaba.

No confiaba en una conducta razonable por parte de los seres humanos; consideraba que la mayor parte de los individuos eran firmes candidatos a la represión protectora y al tratamiento con toallas mojadas. Simplemente deseaba de todo corazón que le dejasen en paz…, todo el mundo menos los pocos que elegía como compañeros de juego. Estaba firmemente convencido de que, si le hubieran dejado tranquilo, habría alcanzado el nirvana haría ya mucho tiempo…, se habría metido en su propio ombligo y habría desaparecido de la vista, como aquellos burlones hindúes. ¿Por qué no podían dejar a un hombre en paz?

Alrededor de la medianoche aplastó en el cenicero su vigesimoséptimo cigarrillo y se incorporó; las luces se encendieron.

—¡Primera! —gritó al micrófono al lado de su cama.

A los pocos momentos se presentó Dorcas, con bata y zapatillas. Bostezó enormemente y dijo:

—¿Sí, jefe?

—Dorcas, durante los últimos veinte o treinta años he sido un inútil despreciable, un parásito que no ha hecho nada bueno.

Ella asintió y bostezó de nuevo.

—Todo el mundo sabe eso.

—Ahórrate los halagos. Llega un momento en la vida de todo hombre en el que ha de dejar de ser razonable…, el momento de erguirse y exigir que se cuente con él…, de intentar dar un golpe en pro de la libertad…, de castigar a los malvados.

—Hum…

—Así que deja de bostezar; ha llegado el momento.

Dorcas se miró a sí misma.

—Quizá será mejor que me vista.

—Sí. Despierta a las otras chicas también; vamos a tener trabajo. Échale un cubo de agua fría a Duque y dile que quite el polvo de la máquina de los balbuceos y que la lleve a mi estudio. Quiero enterarme de las noticias. De todas.

Dorcas pareció sorprendida y los últimos rastros de sueño desaparecieron de ella.

—¿Quiere que Duque conecte la estereovisión?

—Ya me has oído. Dile que, si está averiada, elija un rumbo y empiece a caminar. Y ahora en marcha; nos espera una noche muy ajetreada.

—De acuerdo —asintió Dorcas, dubitativa—, pero creo que antes debería tomarle la temperatura.

—¡Paz, mujer!

Duque tuvo listo el receptor estéreo a tiempo para que pudieran presenciar una repetición en las noticias de última hora de la segunda entrevista con el falso «Hombre de Marte». El comentario incluía el rumor acerca de un posible traslado de Smith a los Andes. Jubal sumó dos más dos y obtuvo veintidós, tras lo cual se dedicó a llamar a alguna gente hasta que se hizo de día. Al amanecer, Dorcas le llevó el desayuno: seis huevos crudos batidos en coñac. Los engulló mientras reflexionaba que una de las ventajas de una vida larga y activa consistía en que, finalmente, un hombre llegaba a conocer a casi todo el mundo que realmente importaba…, y se podía recurrir a cualquiera de ellos en caso de necesidad.

Harshaw había preparado una bomba de tiempo, pero no tenía intención de pulsar el disparador hasta que las autoridades establecidas le obligasen a hacerlo. Se había dado cuenta de inmediato de que el Gobierno podía echar mano a Smith y mantenerlo en cautividad sobre la base de que era incompetente para desenvolverse por sí mismo; una opinión con la que Harshaw estaba de acuerdo. Su opinión particular era que Smith podía considerarse a la vez demente —desde un punto de vista legal— y psicópata —desde un punto de vista médico— según todos los estándares normales, víctima de una psicosis situacional de doble efecto y de un alcance único y monumental; primero por haber sido educado por no humanos, y segundo por haber sido trasladado bruscamente a una sociedad que era completamente alienígena para él.

De todos modos, consideraba que tanto la noción legal de cordura como la noción médica de psicosis eran irrelevantes en este caso. Ahí tenían a un animal humano que se había adaptado profunda y aparentemente bien a una sociedad alienígena…, pero cuando era un niño maleable. ¿Podía el mismo sujeto, convertido ya en un adulto con hábitos formados y una forma de pensar canalizada, llevar a cabo otra adaptación, tan radical como la primera y mucho más difícil para un hombre formado que para un niño? El doctor Harshaw tenía intención de averiguarlo; era la primera vez tras varias décadas que se interesaba realmente por la práctica de la medicina.

Además de eso, le seducía la idea de poner trabas al poder constituido. Tenía más de lo que le correspondía de ese rasgo anárquico que constituye el derecho de nacimiento de todo norteamericano; lanzarse contra el gobierno planetario lo llenaba con un deleite de vivir más agudo del que había experimentado en el transcurso de toda una generación.

11

Alrededor de una estrella menor de tipo G, bastante alejada hacia el borde de una galaxia de tamaño medio, los planetas giraban como de costumbre, tal como llevaban haciéndolo desde hacía miles de millones de años, bajo la influencia de una ley ligeramente modificada de la inversa del cuadrado que configuraba el espacio a su alrededor. Tres de ellos eran planetas lo bastante grandes como para ser perceptibles; el resto no pasaban de ser meros guijarros, ocultos entre los llameantes flecos de la primaria o perdidos en la negrura del espacio exterior. Todos ellos, como es siempre el caso, estaban infectados por esa singularidad de la entropía distorsionada que se llama vida; en los casos del tercero y cuarto, su temperatura superficial seguía un ciclo en torno del punto de congelación del monóxido de hidrógeno; en consecuencia, habían desarrollado formas de vida lo bastante similares como para permitirse cierto grado de contacto social.

En el cuarto guijarro, los antiguos marcianos no se sintieron turbados en ningún aspecto importante por el contacto con la Tierra. Las ninfas de la raza aún brincaban alegremente por la superficie de Marte, aprendiendo a vivir, y ocho de cada nueve morían en el proceso. Los marcianos adultos, enormemente distintos en cuerpo y mente que las ninfas, se concentraban aún en graciosas ciudades de fábula, y eran tan tranquilos en su comportamiento como alborotadoras se manifestaban las ninfas…, pero pese a todo llevaban una vida más activa que las ninfas, una compleja e intensa vida mental. Las vidas de los adultos no estaban exentas por completo de trabajo en un sentido humano; todavía tenían un planeta que cuidar y supervisar, había que decirles a las plantas cuándo y dónde debían crecer, las ninfas que habían superado su período de aprendizaje de supervivencia debían ser reunidas, alimentadas y fertilizadas, había que incubar y cuidar los huevos resultantes para que madurasen de una forma adecuada, era preciso persuadir a las ninfas ya realizadas de que abandonasen sus costumbres infantiles y se metamorfosearan en adultos. Todo eso tenía que hacerse…, pero la «vida» de Marte no representaba más que lo que el sacar a pasear al perro dos veces al día es a la «vida» de un hombre que controla una compañía de índole planetaria entre esos dos agradables paseos…, aunque, para un ser de Arturo III, tales paseos pudieran parecer la actividad más significativa de un magnate…, sin duda como esclavo del perro.