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Puesto que no se le permitía nadar de noche, se pasaba todas las noches leyendo. Hojeaba artículos de la Enciclopedia Británica, y luego revisaba libros de medicina y de derecho de la biblioteca de Jubal como postre. Su hermano Jubal le vio hojear rápidamente uno de esos libros, se detuvo ante él y le preguntó cosas acerca de lo que había leído. Smith respondió cuidadosamente, recordando las pruebas a las que ocasionalmente le sometían los Ancianos. Su hermano pareció turbarse ligeramente al escuchar sus contestaciones, y Smith creyó necesario dedicar una hora a la meditación de aquel incidente, porque estaba seguro de haber respondido con las mismas palabras del libro, pese a que no las había asimilado del todo.

Pero prefería la piscina a los libros, sobre todo cuando Jill y Miriam y Larry y Anne y los demás estaban allí chapoteando y lanzándose agua los unos a los otros. No aprendió a nadar enseguida como ellos, pero la primera vez descubrió que podía hacer algo que ellos no. Simplemente se hundió hasta el fondo y permaneció allí, inmerso en aquella tranquila bendición…, hasta que le arrastraron de vuelta a la superficie con tanta excitación que casi le obligaron a retraerse dentro de sí; no logró acabar de comprender que tan sólo se preocupaban por su bienestar.

Más tarde hizo una demostración de ello a Jubal, quedándose en el fondo durante un rato delicioso, e intentó enseñárselo a su hermano Jill…, pero ella se mostró trastornada, de modo que desistió. Fue la primera vez que se dio cuenta de que había cosas que él podía hacer y esos nuevos amigos no. Pensó en ello durante largo tiempo, esforzándose en asimilarlo en toda su plenitud.

Smith era feliz; Harshaw no. Continuó con su rutina habitual de relajado ocio, variada tan sólo por alguna que otra observación casual y no planeada respecto de su animal de laboratorio, el Hombre de Marte. No preparó ningún plan para Smith, ningún programa de estudio, ningún examen físico regular, sino que simplemente permitió a Smith que hiciera lo que más le gustase, fuera por donde quisiese, como un cachorrillo criado en un rancho. La única supervisión que Smith recibía era la de Gillian…, más que suficiente, según la gruñente opinión de Jubal, al que no le gustaba la visión de los hombres constantemente mimados por las mujeres.

Sin embargo, Gillian Boardman hizo algo más que inculcar a Smith los rudimentos de la conducta social humana…, y éste necesitaba poca inculcación. Ahora comía a la mesa con los demás, se vestía solo (al menos Jubal así lo pensaba; tomó nota mental de preguntarle a Jill si aún tenía que ayudarle), se conformaba aceptablemente a las nada formales costumbres de la casa, y parecía estar a la altura de la mayoría de las nuevas experiencias sobre la base de «el-mono-ve-el-mono-hace». Smith empezó su primera comida a la mesa utilizando tan sólo una cuchara, y Jill tuvo que cortarle la carne. Al final de la comida ya estaba intentando comer del mismo modo que lo hacían los demás. A la siguiente comida sus modales en la mesa eran una exacta imitación de los de Jill, incluidos sus manierismos superfluos.

Ni siquiera el doble descubrimiento de que Smith había aprendido por sí mismo a leer con la velocidad de un escáner electrónico y parecía tener una memoria total de todo lo que leía hizo caer a Jubal Harshaw en la tentación de convertir a Smith en un «proyecto», con controles, mediciones y curvas de progresos. Harshaw poseía la arrogante humildad del hombre que ha aprendido tanto que se da perfecta cuenta de su propia ignorancia, y no veía ningún objetivo en las «mediciones» cuando no sabía lo que estaba midiendo. En vez de ello se limitó a tomar privadamente notas, sin la menor intención de publicar sus observaciones.

Pero, aunque Harshaw gozaba observando a aquel animal único desarrollarse hacia una copia mímica de un ser humano, este placer no le proporcionaba ningún tipo de satisfacción.

Del mismo modo que el secretario general Douglas, Harshaw aguardaba a que cayese el otro zapato.

Mientras aguardaba con creciente tensión, tras haberse visto obligado a entrar en acción sólo por las expectativas de que se emprendiera algo contra él por parte del Gobierno, le irritaba y le exasperaba comprobar que no ocurría nada. Maldita sea, ¿acaso los polis de la Federación eran tan estúpidos que ni siquiera sabían rastrear a una muchacha no sofisticada arrastrando a un hombre inconsciente a través de toda la región? ¿O (como parecía más probable) habían estado tras sus talones desde un principio, e incluso ahora se limitaban a mantener el cerco sobre aquel lugar? Esta última hipótesis resultaba insultante; para Harshaw, la idea de que el Gobierno pudiese estar espiando su hogar, su castillo, aunque sólo fuera con unos prismáticos o el radar, le era tan repulsiva como la idea de que le abriesen la correspondencia.

¡Y podían estar haciéndole eso también!, se recordó ociosamente. ¡El Gobierno! Tres cuartas partes de parásitos y el resto estúpidos chapuceros… Oh, admitía que el hombre, un animal social, no podía evitar el tener un Gobierno, del mismo modo que ningún individuo podía escapar a una servidumbre de por vida a sus intestinos. Pero a Harshaw no tenía por qué gustarle. El simple hecho de que un mal fuese inevitable no era razón suficiente para calificarlo de bueno. ¡Deseaba que el Gobierno se alejase y se perdiera definitivamente de vista!

Pero era posible, o incluso probable, que la Administración supiese con exactitud dónde se ocultaba el Hombre de Marte, y por razones propias dejara las cosas tal como estaban, mientras preparaba…, ¿qué?

Si era así, ¿cuánto duraría la situación? ¿Y cuánto tiempo podría mantener él su «bomba de tiempo» armada y lista?

Y, ¿dónde demonios estaba aquel joven inquieto e idiota, Ben Caxton?

Jill Boardman le obligó a salir de su espiritual círculo vicioso.

—¿Jubal?

—¿Eh? ¡Oh!, es usted, ojos brillantes. Lo siento, estaba ensimismado. Siéntese. ¿Quiere una copa?

—Oh, no, gracias. Jubal, estoy preocupada.

—Normal. ¿Quién no lo estaría? Lo que acaba de hacer ha sido una preciosa zambullida de cisne. Déjenos ver otra igual.

Jill se mordió el labio y pareció como doce años más vieja.

—¡Jubal, por favor, escuche! Estoy terriblemente preocupada.

Harshaw suspiró.

—En ese caso, mejor séquese. La brisa está empezando a refrescar.

—Noto el calor suficiente. Jubal… ¿estaría bien si yo dejase a Mike aquí? ¿Cuidaría usted de él?

Harshaw parpadeó.

—Desde luego que puede quedarse aquí. Usted lo sabe bien. Las chicas se ocuparán de él…, y yo le echaré un vistazo de tanto en tanto. El muchacho no es ningún problema. ¿Debo suponer que piensa usted marcharse?

Jill no cruzó su mirada con la de él.

—Sí.

—Hum. Ya sabe que es bienvenida aquí. Pero también puede marcharse en cualquier momento que lo desee.

—¿Eh? Pero, Jubal…, ¡yo no quiero irme!

—Entonces no lo haga.

—¡Pero es que debo hacerlo!

—Será mejor que vuelva a empezar. No lo capto.

—¿No lo comprende, Jubal? Me gusta este lugar…, ¡todos ustedes se han portado maravillosamente con nosotros! Pero no puedo quedarme más tiempo. No con Ben desaparecido. Tengo que buscarle.

Harshaw pronunció una palabra, emotiva, materialista y vulgar, luego añadió:

—¿Cómo piensa buscarle?

Ella frunció el ceño.

—No lo sé. Pero no puedo seguir simplemente aquí, holgazaneando y nadando…, con Ben desaparecido.