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—Gillian, como le he dicho ya otras veces, Ben es un chico crecido. Usted no es su madre, y tampoco su esposa. Y yo no soy su tutor. Ninguno de los dos somos responsables por él…, y usted no tiene ningún derecho ni obligación de ir en su busca. ¿O sí lo tiene?

Jill bajó la vista y retorció un dedo de su pie en la hierba.

—No —admitió—. No tengo ningún derecho sobre Ben. Lo único que sé es que…, si yo estuviera desaparecida, Ben me buscaría hasta encontrarme. ¡Así que he de buscarle!

Jubal dejó escapar una maldición interior, dirigida a todos los dioses antiguos implicados de alguna forma en las locuras de la raza humana, y luego dijo en voz alta:

—De acuerdo, de acuerdo, si es necesario… Pero intentemos poner un poco de lógica en el asunto. ¿Planea usted contratar profesionales? Digamos, una firma de detectives especializada en personas desaparecidas…

La muchacha mostró una expresión afligida.

—Supongo que ésa es la forma de enfocarlo. Oh, nunca he contratado a ningún detective. ¿Son muy caros?

—Mucho.

Jill tragó saliva.

—¿Supone que me permitirán pagarles, eh… en plazos mensuales? ¿O algo así?

—Su política usual suele ser el cobro por anticipado. Deje de poner esa expresión tan triste, chiquilla; ya tomé las medidas necesarias para dejar arreglado ese asunto. Contraté al mejor de la profesión para que intentase dar con Ben, así que no necesita hipotecar su futuro encargando el trabajo al segundo mejor.

—¡No me dijo usted nada!

—No necesitaba decírselo.

—Pero… ¿qué ha averiguado?

—Nada —dijo él secamente—. Por eso no creí necesario preocuparla aún más contándoselo —frunció el entrecejo—. Cuando apareció usted aquí, pensé que se preocupaba innecesariamente por Ben; supuse lo mismo que su ayudante, ese tal Kilgallen: que Ben andaba tras alguna nueva pista y que, cuando tuviera la historia bien atada, regresaría con ella. Ben hace ese tipo de cosas…, es su profesión —suspiró—. Pero ahora ya no opino lo mismo. Ese cabeza de chorlito de Kilgallen… tiene realmente archivado un mensaje que dice que Ben estará ausente unos cuantos días; mi hombre no sólo lo vio, sino que tomó a hurtadillas una fotografía e hizo las comprobaciones necesarias. No era falso…, el mensaje fue remitido.

Jill pareció desconcertada.

—Me pregunto por qué Ben no me envió otro a mí al mismo tiempo. No es propio de él…, Ben piensa en todo.

Jubal contuvo un gruñido.

—Utilice la cabeza, Gillian. El mero hecho de que un paquete diga «cigarrillos» en la parte delantera no es prueba de que contenga realmente cigarrillos. Usted llegó aquí el viernes; el grupo de códigos de identificación impreso en el mensaje indica que fue remitido desde Filadelfia, desde el Campo de Aterrizaje de Paoli Fiat, para ser exactos, a las diez y media de la mañana anterior, exactamente a las 10:34 del jueves. Fue transmitido un par de minutos después de ser admitido y recibido casi al mismo tiempo, porque la oficina de Ben dispone de su propia teleimpresora. Muy bien, ahora usted explíqueme a mí por qué Ben enviaría un mensaje impreso a su oficina, durante las horas de trabajo, en vez de telefonear.

—Bueno, no creo que lo hiciera, normalmente. Al menos, yo no lo haría. El teléfono es el medio habitual…

—Pero usted no es Ben. Puedo pensar en una docena de razones, teniendo en cuenta la profesión de Ben. Para evitar interferencias. Para asegurarse un registro grabado de la IT#amp#T con fines legales. Para dejar un mensaje a transmitir más tarde. Un montón de razones. Kilgallen no vio nada extraño…, y el simple hecho de que Ben, o la empresa de sindicación periodística a la que vende sus artículos, corra con los gastos de mantener una teleimpresora en su oficina demuestra que la utiliza con cierta frecuencia.

»Sin embargo —prosiguió Harshaw—, los detectives a los que contraté son muy suspicaces; ese mensaje situaba a Ben en el Campo de Paoli Fiat a las 10:34 del jueves…, así que uno de ellos fue allí. Jill, el mensaje no fue enviado desde ese lugar.

—Pero…

—Un momento. El mensaje fue aceptado allí, pero no se originó allí. Los mensajes o bien son entregados a mano o se reciben por teléfono. Si se entregan personalmente en una ventanilla, el cliente puede obtener un facsímil de la transmisión de su original y la firma…, pero, si se comunica por teléfono, ha de ser mecanografiado antes del envío al destinatario.

—Sí, por supuesto.

—¿Eso no le sugiere nada, Jill?

—Oh… Jubal, estoy tan preocupada que no consigo pensar a derechas. ¿Qué es lo que sugiere usted?

—Deje de contener el aliento; tampoco me hubiera sugerido nada a mí. Pero el profesional que trabajaba para mí en el asunto es un personaje muy ladino; llegó a Paoli con una convincente copia del mensaje, hecha a partir de la fotografía que había tomado ante las mismas narices de Kilgallen…, y con tarjetas de visita y credenciales que le permitían presentarse como «Osbert Kilgallen», el destinatario. Luego, con su actitud paternal y su expresión sincera, convenció a una joven dama empleada de la IT#amp#T de que le contara cosas que, bajo la enmienda de la Constitución sobre la intimidad, solamente podría haber divulgado bajo mandamiento judicial…, algo muy triste. De todos modos, recordaba haber recibido aquel mensaje para aceptación y transmisión. Normalmente no hubiese recordado un mensaje determinado entre miles…, entran por sus orejas y salen por las puntas de sus dedos y desaparecen…, salvo el archivo de microfichas, claro. Pero, afortunadamente, esa joven dama es una de las fieles simpatizantes de Ben; lee su columna de «El Nido del Cuervo» todas las noches…, un horrible vicio —alzó los ojos al horizonte y parpadeó—. ¡Primera!

Apareció Anne, chorreante.

—Recuérdame —le dijo Jubal— que escriba un artículo a nivel popular sobre la compulsión de la gente a leer noticias. El tema será que la mayor parte de las neurosis y algunas psicosis pueden ser rastreadas hasta la innecesaria y perniciosa costumbre de revolcarse diariamente en las dificultades y pecados de cinco mil millones de desconocidos. El título es «Chismografía Ilimitada»…, no, cámbialo: «La murmuración desenfrenada».

—Jefe, se está volviendo usted morboso.

—Yo no. Todos los demás se están volviendo morbosos. Ocúpate de que lo escriba en algún momento de la semana próxima. Y ahora desaparece; tengo trabajo —se volvió hacia Gillian—. La dama en cuestión reparó en el nombre de Ben, así que recordaba el mensaje. Se sintió muy estremecida, puesto que eso le permitía hablar con uno de sus héroes…, y decepcionada al mismo tiempo, supongo, ya que Ben no había pagado visión además de voz. Oh, sí, lo recordaba…, y recordaba también que el servicio fue pagado en metálico desde una cabina pública… de Washington.

—¿De Washington? —repitió Jill—. Pero, ¿por qué iba a llamar Ben desde…?

—¡Por supuesto, por supuesto! —convino Jubal, malhumorado—. Si estaba en una cabina telefónica de Washington, pudo haber puesto voz e imagen directas a su oficina, cara a cara con su ayudante, de una forma mucho más barata, fácil y rápida que telefoneando un mensaje a Filadelfia para que fuera reexpedido a Washington desde una distancia de trescientos kilómetros. No tiene sentido. O más bien sólo tiene uno. Furtividad. Ben está tan acostumbrado a la furtividad como una novia a los besos. No ha llegado a ser uno de los mejores chismosos de la profesión jugando con las cartas boca arriba.

—¡Ben no es ningún chismoso! ¡Es un periodista!

—Lo siento, a esta distancia soy daltónico. Puede que creyera que su teléfono estaba intervenido pero la teleimpresora de su oficina no. O acaso sospechara que ambos aparatos estaban intervenidos…, y recurrió a todo ese rodeo de la retransmisión para convencer a quienquiera que le espiase de que estaba lejos y tardaría varios días en regresar —Jubal frunció el entrecejo—. En cuyo caso no le haríamos ningún favor descubriendo su paradero. Tal vez pusiéramos su vida en peligro.