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—¡Jubal! ¡No!

—Jubal, sí —su voz sonó cansina—. Ese muchacho patina muy cerca del borde. No tiene miedo a nada, y así es como se ha ganado su reputación. Pero el conejo nunca está a más de dos saltos por delante del coyote…, y en esta ocasión quizá a un solo salto. O ninguno. Jill, Ben nunca se ha metido en un asunto más peligroso que éste. Si ha desaparecido voluntariamente, y puede que lo haya hecho…, ¿quiere usted arriesgarse a remover las cosas yendo de un lado para otro a su manera aficionada, llamando la atención sobre el hecho de que él ha desaparecido de la circulación? Kilgallen le tiene cubierto, puesto que la columna de Ben sigue apareciendo cada día. Normalmente no la leo…, pero esta vez me he molestado en comprobarlo.

—¡Artículos que tenía en reserva! El señor Kilgallen me habló de ello.

—Naturalmente. Algunas de las sempiternas series de Ben sobre corrupciones en los fondos para las campañas. Éste es un tema tan seguro como estar a favor de la Navidad. Probablemente los tiene archivados para estas emergencias…, o quizá los escriba el propio Kilgallen. En cualquier caso, Ben Caxton, el siempre dispuesto Abogado del Pueblo, sigue encaramado oficialmente sobre su habitual caja de jabón. Tal vez lo ha planeado todo así, querida…, porque se hallaba en un peligro tan grande que ni siquiera se atrevía a ponerse en contacto con usted. ¿Y bien?

Gillian miró temerosa a su alrededor, a una escena casi insoportablemente pacífica, bucólica y hermosa…, luego se cubrió el rostro con las manos.

—Jubal… ¡No sé qué hacer!

—Inhíbase —recomendó él, ceñudo—. No se eche a llorar por Ben. Al menos, no en mi presencia. Lo peor que puede haberle sucedido es que haya muerto…, y todos estamos destinados a ello, si no esta mañana en cuestión de días, de semanas, de años como máximo. Hable con Mike, su protegido, al respecto. Él considera la «descorporización» como algo que debe temerse menos que a una reprimenda…, y puede que tenga razón. Bueno, si le dijese a Mike que íbamos a asarle a él para la cena, me daría las gracias por el honor, con la voz sofocada por el agradecimiento.

—Sé que lo haría —admitió Jill en voz muy baja—, pero yo no tengo su misma actitud filosófica acerca de tales cosas.

—Ni yo —reconoció Harshaw alegremente—; aunque empiezo a hacerme una idea, y debo decir que no deja de ser consolador para un hombre de mi edad. Una predisposición a gozar de lo inevitable… Bien, he estado cultivando eso durante toda mi vida; pero ese chiquillo de Marte, que apenas tiene edad suficiente para votar y es demasiado poco sofisticado como para mantenerse alejado de los coches de caballos, me ha convencido de que acabo de alcanzar el nivel de parvulario en este importante tema en particular. Jill, me ha preguntado usted si Mike podía seguir quedándose aquí. Chiquilla, es el más bienvenido de los invitados que haya tenido nunca. ¡Deseo tener a ese muchacho por aquí hasta averiguar qué es lo que él sabe y yo no! Averigüe todo lo que sabe y lo que no sabe. Esa cosa de la «descorporización» en particular…, no es el cliché del «deseo de morir» freudiano, estoy seguro de ello. No tiene nada que ver con la idea de que la vida es insoportable. Nada de eso acerca de «incluso el más tedioso de los ríos…». Se parece más a la idea de Stevenson: «Alegre viví y alegre muero, y yaceré tendido inmóvil con mi última voluntad». Sólo que siempre he sospechado que Stevenson silbaba en la oscuridad o, más probablemente, disfrutaba con la euforia compensadora de la consunción. Pero Mike me ha convencido a medias de que sabe realmente de lo que habla.

—No lo sé —repuso Jill, taciturna—. Estoy tan preocupada por Ben…

—Yo también —admitió Jubal—. Así que hablemos de Mike en otra ocasión. Jill, no creo más que usted que Ben esté simplemente escondido.

—Pero usted dijo…

—Lo siento. No terminé de explicárselo. Mis detectives no se limitaron al despacho de Ben y a Paoli Fiat. El jueves por la mañana Ben se presentó en el Centro Médico de Bethesda en compañía de un abogado al que utiliza normalmente y de un testigo honesto…, el famoso James Oliver Cavendish, en caso de que esté al corriente de tales cosas.

—Me temo que no.

—No importa. El hecho de que Ben contratase a Cavendish demuestra lo muy en serio que se había tomado el asunto: uno no caza conejos con una escopeta para matar elefantes. Los tres fueron llevados a ver al «Hombre de Marte»…

Gillian abrió mucho la boca, luego dijo explosivamente:

—¡Eso es imposible! ¡No pudieron acudir a mi planta sin que yo me enterara!

—Tómeselo con calma, Jill. Está contradiciendo la declaración de un testigo honesto, el propio Cavendish. Si él lo dice, es el Evangelio.

—¡No me importa, aunque fueran los Doce Apóstoles! ¡No estuvieron en mi planta el pasado jueves por la mañana!

—No me ha escuchado con atención. No he dicho que les llevaran a ver a Mike…, he dicho que les llevaron a ver al «Hombre de Marte». El falso, evidentemente…, ese actor que salió por la estereovisión.

—Oh. Por supuesto. ¡Y Ben les descubrió!

Jubal pareció apenado.

—Jovencita, cuente hasta diez mil dos veces mientras termino. Ben no les descubrió. De hecho, ni siquiera el honorable Cavendish les descubrió…, al menos él no lo ha declarado así. Ya sabe cómo se comportan los testigos honestos.

—Bueno…, no, no lo sé. Jamás he tenido ningún trato con un testigo honesto.

—¿De veras? Quizá no se ha dado cuenta de ello. ¡Anne!

Anne estaba sentada en el trampolín; volvió la cabeza. Jubal alzó la voz:

—Esa casa nueva que hay en lo alto de la otra colina…, ¿distingues de qué color está pintada?

Anne miró en la dirección que señalaba Jubal y respondió:

—De este lado es blanca —no preguntó por qué se lo preguntaba Jubal, ni hizo ningún otro comentario.

Jubal se volvió a Jill y su voz recobró el tono normal.

—¿Se da cuenta? Anne está tan concienzudamente adoctrinada que ni siquiera se le ha ocurrido inferir que el otro lado probablemente también sea blanco. Ni todos los caballeros del rey podrían obligarla a comprometerse respecto al otro lado de la casa, a menos que fuese ella misma allí y mirase…, e incluso entonces jamás afirmaría de qué color podía estar pintado el otro lado de la casa después de haberse ido…, porque podrían repintarla tan pronto como se volviera de espaldas.

—¿Anne es testigo honesto?

—Graduada, con licencia ilimitada y admitida para testificar ante el Tribunal Supremo. Pregúntele alguna vez por qué decidió dejar de ejercer públicamente. Pero no planee hacer nada ese día…, le recitará la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y eso toma tiempo. Volviendo al señor Cavendish…, Ben le contrató para un testimonio abierto, público, sin reserva alguna. Así que, cuando fue interrogado, Cavendish respondió con todo (y aburrido) detalle. Tengo una cinta de eso arriba. Pero la parte más interesante de su declaración es lo que no dice. No señala nunca que el individuo ante el que fueron llevados no fuese el Hombre de Marte…, pero ni una sola de sus palabras puede ser interpretada como indicación de que Cavendish aceptara que lo que le mostraron era realmente el Hombre de Marte. Si uno conoce a Cavendish, y yo le conozco, eso es concluyente. Si Cavendish hubiera visto a Mike, aunque sólo fuera por unos pocos minutos, habría informado de lo que había visto con tal exactitud que usted y yo, que conocemos a Mike, sabríamos sin lugar a dudas que lo había visto. Por ejemplo, Cavendish describe con una precisa jerga profesional la forma de las orejas del hombre al que vio…, y su descripción no encaja en absoluto con la forma de las orejas de Mike. Quod erat demostrandum: no vio a Mike. Y tampoco lo vio Ben. Les fue mostrado un fraude. Es más, Cavendish lo sabe, pero se ve profesionalmente impedido de emitir opiniones personales o conclusiones.