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Allá se envolvió en la capa para protegerse del viento, y estaba buscando con la mirada a Ben Caxton cuando el ordenanza de la terraza tocó su brazo.

—Hay un taxi esperándola, señorita Boardman… Ese Talbot de lujo.

—Gracias, Jack.

Vio el taxi, preparado ya para despegar y con la portezuela abierta. Se metió en él, y se disponía a dirigir a Ben un cumplido irónico cuando se dio cuenta de que él no había subido. El taxi estaba en piloto automático; la portezuela se cerró y el aparato despegó, trazó el reglamentario círculo de salida y se deslizó hacia la otra orilla del Potomac. Jill se echó hacia atrás en su asiento y esperó.

El taxi se posó en una zona de aterrizaje pública próxima a Alexandria, y allí subió Ben Caxton; volvió a despegar de inmediato. Jill le miró hoscamente.

—¡Vaya! Te vuelves importante, ¿eh? ¿Desde cuándo tu tiempo es tan valioso que delegas en un robot la misión de ir a recoger a tus mujeres?

Ben se inclinó hacia ella, le dio unas palmaditas en la rodilla y dijo con voz genticlass="underline"

—Tengo mis razones, pequeña, tengo mis razones. No puedo permitirme que me vean recogerte…

—¡Vaya!

—… y tú no puedes permitirte el lujo de que te vean mientras te recojo. Así que tranquilízate. Te pido disculpas. Me humillo en el polvo. Beso tus delicados piececitos. Pero era necesario.

—Hum… ¿Quién de nosotros tiene la lepra?

—Los dos, aunque de un modo distinto, Jill. Yo soy periodista.

—Empezaba a creer que eras otra cosa.

—Y tú una enfermera del hospital donde retienen al Hombre de Marte —abrió las manos en un gesto expresivo y se encogió de hombros.

—Sigue hablando. ¿Eso me incapacita para que me presentes a tu madre?

—¿Necesitas un mapa, Jill? Hay más de mil periodistas rondando la zona, sin contar los agentes de prensa, locutores de radio, presentadores de televisión, técnicos y expertos en grabaciones magnetofónicas, y esa estampida se inició apenas la Champion tomó tierra. Cada uno de ellos ha estado intentando entrevistar al Hombre de Marte, incluido yo. Por todo lo que sé, hasta ahora nadie lo ha conseguido. ¿Crees que hubiera sido inteligente por nuestra parte que nos viesen abandonar juntos el hospital?

—Hum, quizá no. Pero no comprendo qué tiene eso que ver. Yo no soy el Hombre de Marte.

Él la miró fijamente.

—No, realmente no lo eres. Pero quizá puedas ayudarme a verle… Por eso precisamente no quería que me vieran acudiendo a recogerte.

—¿Eh? Ben, me parece que has estado demasiado tiempo al sol sin sombrero. Tienen todo un pelotón de guardiamarinas a su alrededor.

Pensó en el hecho de que a ella no le había costado mucho eludir esa guardia, pero decidió no mencionarlo.

—De modo que así están las cosas. Charlemos un poco de ello.

—No veo de qué hay que hablar.

—Luego lo verás. No tengo intención de volver a tocar el tema hasta que te haya ablandado un poco con proteínas animales y etanol. Vayamos a cenar.

—Ahora pareces más razonable. ¿Resistirá tu cuenta de gastos el que vayamos al Nuevo Mayflower? Porque supongo que trabajas con cuenta de gastos, ¿verdad?

Caxton frunció el entrecejo.

—Jill, si comemos en un restaurante, no puedo arriesgarme a uno que esté más acá de Louisville. Y este trasto tardará más de dos horas en llevarnos hasta allá. ¿Qué opinas de una buena cena en mi apartamento?

—…«dijo la araña a la mosca». Ben, recuerdo la última vez. Estoy demasiado cansada para resistirme.

—Nadie te pide que lo hagas. Se trata estrictamente de negocios. Te lo juro, que una espada atraviese mi corazón y me mate aquí mismo.

—No creo que esto me guste mucho más. Si estoy a salvo a solas contigo, debo estar desvariando. En fin, está bien, caballero de la espada.

Caxton se inclinó hacia delante y pulsó unos botones; el taxi, que había estado trazando círculos bajo la instrucción de «esperar», despertó, miró a su alrededor, y se orientó hacia el apart hotel donde vivía Ben. Éste marcó un número telefónico y preguntó a Jilclass="underline"

—¿Cuánto tiempo necesitas para emborracharte, pie de azúcar? Le diré a la cocina cuándo debe tener los bistecs a punto.

Jill meditó unos instantes.

—Ben, tu ratonera tiene cocina particular.

—En cierto modo. Puedo asar un bistec, si es eso lo que quieres decir.

—Yo asaré el bistec. Pásame el teléfono —dio una serie de órdenes, tras detenerse un momento para asegurarse de si a Ben le gustaban las endibias.

El taxi les dejó en la azotea, y bajaron hasta el piso de Caxton. Era un poco anticuado y falto de estilo; su único lujo era un césped natural en la sala de estar. Jill se detuvo en el vestíbulo, se quitó los zapatos, luego entró descalza en la sala de estar y frotó los dedos contra las frescas hojitas verdes. Dejó escapar un suspiro.

—Oh, qué bien le sienta esto a mis pies. Me duelen desde que ingresé en la escuela de enfermeras.

—Siéntate.

—No, quiero que mis pies recuerden esto mañana, cuando entre de turno de nuevo.

—Como quieras —Caxton fue a la despensa y mezcló unas bebidas.

Jill fue tras él y empezó a sentirse hogareña. Los bistecs aguardaban en el montacargas; junto a ellos había unas raciones de patatas precocinadas listas para ser metidas en el microondas. Preparó la ensalada, la metió en el refrigerador y ajustó los mandos del horno de forma que asase los filetes y calentara al mismo tiempo las patatas, pero no puso el ciclo en marcha.

—Ben, ¿tiene control remoto este horno?

—Por supuesto.

—Bueno, pues no puedo encontrarlo.

Caxton estudió los mandos y luego accionó un interruptor no identificado.

—Jill, ¿cómo te las arreglarías si tuvieses que guisar en una fogata?

—Apuesto a que lo haría bien. Fui muchacha exploradora, y de las buenas. ¿Qué me dices de ti, chico listo?

Él la ignoró, tomó una bandeja y regresó a la sala de estar; ella le siguió y se sentó a sus pies, tras abrirse la falda para no mancharla con la hierba. Se dedicaron seriamente a los martinis. Frente a la silla de él había un tanque estereovisor camuflado como un acuario; lo conectó desde la silla. Parásitos y zumbidos dieron paso al rostro del conocido locutor August Greaves.

—…puede afirmarse sin lugar a dudas —dijo la imagen estéreo— que el Hombre de Marte está siendo sometido a un tratamiento constante de drogas hipnóticas para impedir que descubra estos hechos. A la Administración le resultaría extremadamente embarazoso si…

Caxton desconectó el aparato.

—El viejo Gus —dijo con un tono relajado— sabe tanto del asunto como yo —frunció el ceño—. Aunque es posible que tenga razón en eso de que el Gobierno lo mantiene drogado.

—No, no lo hace —dijo Jill de pronto.

—¿Eh? ¿Y cómo es eso, pequeña?

—El Hombre de Marte no es mantenido bajo hipnóticos —al comprender que había dicho más de lo que pretendía, añadió cautelosamente—. Está bajo vigilancia constante de un médico y un enfermero, pero no hay ninguna orden de mantenerlo bajo sedación.

—¿Estás segura? No serás una de sus enfermeras… ¿o sí?

—No. Todos los enfermeros son hombres. Hum… de hecho, hay una orden estricta de mantener a las mujeres completamente lejos de él, y un par de fornidos guardiamarinas se ocupan de que la orden se cumpla a rajatabla.