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Caxton asintió.

—Algo de eso había oído. El hecho es que tú no sabes si le drogan o no, ¿verdad?

Jill miró su vaso vacío. Le irritaba que dudaran de su palabra, pero se dio cuenta de que tenía que respaldar de alguna forma lo que había dicho.

—Ben… no me traicionarías, ¿verdad?

—¿Traicionarte? ¿En qué sentido?

—En todos.

—Hum… Eso abarca mucho terreno, pero de acuerdo.

—Conforme. Pero primero sírveme otra copa —Caxton lo hizo, y Jill prosiguió—. Sé que no han drogado al Hombre de Marte… porque hablé con él.

Caxton dejó escapar un lento silbido.

—Lo sabía. Cuando me levanté esta mañana me dije: «Ve a ver a Jill. Ella es tu as en la manga». Corderita, tómate otra copa. Tómate seis. Aquí tienes la coctelera.

—No tan aprisa, gracias.

—Como quieras. ¿Puedo darles un masaje a tus pobres y cansados pies? Mi dama, estás a punto de ser entrevistada. Tu público aguarda con temblorosa impaciencia. Así que empecemos por el principio. ¿Cómo…?

—¡No, Ben! Me lo prometiste… ¿recuerdas? Si citas mis palabras aunque sólo sea como una remota referencia, perderé mi empleo.

—Hum… es probable. ¿Qué te parece lo de «fuentes generalmente dignas de crédito»?

—Seguiría estando asustada.

—¿Y bien? ¿Vas a decírselo al tío Ben? ¿O vas a dejarme morir de frustración y luego te comerás tú sola los dos bistecs?

—Oh, te lo diré… ahora que ya te he dicho demasiado. Pero no puedes utilizarlo.

Ben guardó silencio y no forzó su suerte; Jill le describió cómo había dado esquinazo a los guardias.

—¡Espera! ¿Serías capaz de repetir eso? —interrumpió él.

—¿Eh? Supongo que sí, pero no pienso hacerlo. Es arriesgado.

—Bueno, ¿no podrías meterme a mí del mismo modo? ¡Claro que podrías! Mira, me disfrazaré de electricista: mono grasiento, distintivo del sindicato, caja de herramientas. Tú simplemente me pasas la llave y…

—¡No!

—¿Eh? Vamos, cariño, sé razonable. Te apuesto cuatro a uno a que al menos la mitad del personal del hospital es ahora gente de la prensa, metida allí por uno u otro servicio de noticias. Ésta es la historia de mayor interés humano desde que Colón convenció a Isabel de que vendiera sus joyas. Lo único que me preocupa es la posibilidad de tropezarme con otro falso electricista…

—Lo único que me preocupa a mí es mi persona —interrumpió Jill—. Para ti es sólo una historia; para mí es mi carrera. Me quitarán la cofia, el distintivo, y me expulsarán de la ciudad, me meterán en un tren. Mi carrera de enfermera habrá acabado.

—Hum… es posible.

—Es seguro.

—Mi dama, estás a punto de recibir una oferta de soborno.

—¿De qué importe? Tendría que ser lo suficiente como para permitirme llevar una existencia a lo grande en Río durante el resto de mi vida.

—Bueno… la historia vale su dinero, por supuesto, pero no esperarás que mi oferta sea superior a la que pueda hacerte la Associated Press, o la Reuters. ¿Qué te parecen cien?

—¿Por quién me tomas?

—Ya hablamos de eso, así que sigamos discutiendo el precio. ¿Ciento cincuenta?

—Ponme otra copa y dame el número de la Associated Press; tu oferta es de timo.

—Es Capitol 10-9000. Jill, ¿quieres casarte conmigo? Es lo más lejos que puedo ir.

Ella le miró, sorprendida.

—¿Qué has dicho?

—Que si quieres casarte conmigo. Luego, cuando te echen de la ciudad en un tren, yo te estaré esperando en la estación y te arrancaré de esa sórdida existencia. Volverás aquí y te refrescarás la punta de los pies en mi césped, en nuestro césped, y olvidaremos tu ignominia. Pero primero tienes que conseguir que me introduzca en esa habitación del hospital.

—Ben, casi parece como si hablaras en serio. Si telefoneo a un testigo honesto, ¿repetirás tu oferta?

Caxton suspiró.

—Jill, eres una mujer dura. Llama a ese testigo.

Ella se puso en pie.

—Ben —dijo en voz baja—, no deseo obligarte a una cosa así —le revolvió el pelo y le besó—. Pero no bromees con el matrimonio delante de una solterona.

—No bromeaba.

—Lo dudo. Límpiate el carmín y te contaré todo lo que sé; luego estudiaremos la forma de utilizarlo sin tener que verme metida en ese tren. ¿Te parece justo?

—Completamente justo.

Jill le hizo un relato detallado.

—Estoy segura de que no estaba drogado. Y estoy igualmente segura de que era racional… aunque no sé por qué estoy segura, puesto que hablaba de la manera más extraña y me hizo las preguntas más extravagantes. Pero estoy segura. No es un psicópata.

—Sonaría aún más raro si no hablase de una manera extraña.

—¿Por qué?

—Utiliza la cabeza, Jill. No sabemos mucho sobre Marte, pero sabemos que Marte es muy distinto de la Tierra y que los marcianos, sean lo que sean, no son ciertamente humanos. Supongamos que de pronto te hallaras en medio de una tribu tan metida en lo más profundo de la jungla que sus miembros jamás hubieran puesto sus ojos en una mujer blanca. ¿Crees que conocerían toda esa sofisticada charla que deriva de toda una vida inmersa en una cultura? ¿O más bien tu conversación les sonaría extraña? Es una analogía muy pobre; la realidad en este caso es que esa criatura se halla alejada de nosotros al menos sesenta millones de kilómetros.

Jill asintió.

—Eso imaginé… y por eso no hice caso de sus extrañas observaciones. No soy tonta, ¿sabes?

—No; para ser mujer, eres extraordinariamente brillante.

—¿Quieres que vierta este martini sobre tu cada vez más escaso pelo?

—Te pido disculpas. Las mujeres son mucho más listas que los hombres; ha quedado demostrado en todo nuestro sistema social. Dame el vaso, te lo llenaré otra vez.

Ella aceptó la oferta de paz y siguió:

—Ben, esa orden que no le deja ver mujeres es una estupidez. No se trata de ningún maníaco sexual.

—Sin duda no desean que sufra demasiados shocks a la vez.

—No estaba asustado. Sólo… interesado. No era en absoluto como si me mirara un hombre.

—Si hubieses accedido a su deseo de echar una mirada a tu precioso cuerpo, quizá te hubieras visto en dificultades. Probablemente tiene todos los instintos y ninguna inhibición.

—¿Eh? No lo creo. Supongo que le han explicado algo acerca de los hombres y las mujeres; sólo deseaba ver exactamente en qué se diferencian las mujeres.

Vive la difference! —respondió Caxton con entusiasmo.

—No seas más vulgar de lo necesario.

—¿Yo? No estaba siendo vulgar. Me mostraba reverente. Estaba dando las gracias a todos los dioses por haber nacido humano y no marciano.

—Sé serio.

—Nunca he sido más serio que ahora.

—Entonces cállate. Smith no me habría causado ningún problema. Tú no viste su rostro… yo sí.

—¿Qué pasa con su rostro?

Jill pareció confusa.

—No sé cómo expresarlo… ¡Sí, ya lo tengo! Ben, ¿has visto alguna vez un ángel?

—A ti, querubín. A ningún otro.

—Bueno, yo tampoco… pero ése era exactamente su aspecto. Era viejo, con unos ojos sabios en un rostro completamente plácido, un rostro de inocencia ultraterrena —se estremeció.

—«Ultraterrena», ésa es seguramente la palabra correcta —murmuró Ben con voz lenta—. Me gustaría verle.

—Me gustaría que lo hicieras. Ben, ¿por qué le obligan a guardar silencio? No haría daño a una mosca. Estoy segura de ello.

Caxton unió las yemas de sus dedos.

—Bueno, en primer lugar desean protegerle. Creció en la gravedad de Marte; probablemente aquí se siente tan débil como un gatito.