Sábado, 13 de enero
Poco después de las dos de la tarde, Anna llegó a casa después de su media jornada en La Rosa Perfecta. Se estremeció y miró hacia el cielo gris, deseando que el sol pronosticado por el meteorólogo del Canal 6 hiciera su prometida aparición. El invierno no había hecho más que empezar, pero Anna ya tenía ganas de que acabase.
Después de almorzar con Jaye el jueves, Anna había vuelto al trabajo, intranquila al saber que alguien había seguido a su amiga. Se había planteado, incluso, llamar a la madre adoptiva de Jaye o a la policía, pero luego desechó la idea. Jaye se habría enfadado con ella. Además, la joven había aceptado acudir a la policía si volvía a ver a aquel individuo.
Anna sacó las llaves del bolso. A su inquietud por la seguridad de Jaye se sumaba la preocupación por Minnie y por aquella desconcertante alusión a un hombre, «él», que figuraba en su carta. Decidiendo que Jaye tenía razón al decir que la pequeña necesitaba una amiga, Anna había vuelto a responderle. Había redactado la carta en términos simpáticos y afectuosos, incluyendo un par de preguntas sutiles acerca de sus padres. Al menos, esperaba haber sido lo suficientemente sutil.
Anna abrió la verja del jardín de su edificio y se detuvo para saludar con la mano al anciano señor Badeaux, que vivía al otro lado de la calle. Alphonse Badeaux, un personaje pintoresco del barrio, pasaba la mayor parte de su tiempo sentado en el porche de su casa con su viejo bulldog tuerto, el señor Bingle.
Alphonse, dos veces viudo, charlaba con cualquiera que pasara por delante de su casa. Anna había descubierto que, si necesitaba información acerca de cualquiera que viviese en los alrededores, Alphonse era la persona idónea para proporcionársela.
– Has recibido un paquete -dijo él anciano en voz alta mientras se acercaba-. Vi cómo lo dejaban. Algún vecino contestó al interfono y abrió la verja. Aunque no sé quién lo manda, claro. No es asunto mío.
Anna reprimió una sonrisa.
– Gracias, Alphonse -miró hacia el lado opuesto de la calle, donde el viejo bulldog permanecía echado en los escalones del porche-. ¿Os encontráis bien tú y el señor Bingle?
– Muy bien -el anciano se pasó una mano por la cara, curtida por los años y por el sol de Luisiana-. Aunque no me gusta el frío. Me afecta a los huesos.
– Sé lo que quieres decir -convino Anna-. Es un frío muy húmedo.
Alphonse asintió y señaló a su perro con el pulgar.
– No parece que moleste al señor Bingle. Haga frío o calor, el viejo Bingle no nota la diferencia.
El perro levantó la cabeza y los observó con su ojo sano. Anna sonrió y colocó la mano en el brazo de su vecino.
– Ven a tomar una taza de chocolate un día de estos. Me sale estupendo, modestia aparte.
– Eres muy amable, Anna. Me encantaría. Bueno, ve a ver qué es ese paquete.
Anna le aseguró que así lo haría, antes de girarse y cerrar la verja. Luego subió las estrechas escaleras hasta la segunda planta. Como le había advertido su vecino, vio un sobre apoyado contra su puerta. Tras recogerlo, abrió y entró en el apartamento. A continuación, soltó el bolso en la mesita de la entrada e inspeccionó detenidamente el paquete. En él figuraba su nombre y dirección, pero nada más. Ni remitente, ni matasellos de correos, ni etiqueta alguna.
Qué extraño, se dijo Anna. Abrió el sobre y extrajo una cinta de vídeo con el rótulo «Entrevista. Savannah Grail».
Su madre. Anna sonrió. Pues claro. La última vez que hablaron, su madre le dijo que su agente la había llamado con un par de ofertas. Seguramente se trataría de eso.
Anna encendió el televisor, introdujo la cinta en el vídeo y se dirigió a la cocina en busca de un vaso de agua y un puñado de galletas. Su madre echaba de menos trabajar. Añoraba la adulación de los fans, el estrellato.
Lo triste era que, dada su edad, no había trabajo para ella, salvo algún anuncio televisivo esporádico o alguna obra de teatro local.
A su madre le costó resignarse, aunque había conseguido sobrevivir. Tras separarse del padre de Anna, dejó el sur de California para trasladarse a su ciudad natal, Charleston, en Carolina del Sur. Allí aún seguía siendo una estrella, aún seguía siendo Savannah North.
Sonriendo con ilusión, Anna se sentó en el suelo, frente al televisor y puso el vídeo en marcha. Al momento, la pantalla se llenó con la imagen de su madre, bellísima con su traje de seda azul claro y sus diamantes.
Anna sonrió mientras se comía las galletas saladas con forma de pez, observando cómo su madre cobraba vida ante la cámara y se lucía delante del entrevistador, sin abandonar en ningún momento su porte de celebridad. Seguía siendo muy hermosa, se dijo Anna. La misma belleza pelirroja de ojos verdes que el pueblo americano, y en especial los varones, tanto había adorado.
El entrevistador empezó su trabajo, sin salir en pantalla. Anna, que había crecido entre cámaras y filmaciones, sabía que su imagen acabaría apareciendo más tarde. Era una técnica muy habitual en las entrevistas grabadas.
El entrevistador preguntó a su madre acerca de su trabajo, de su condición de diosa de la pantalla, de las películas y series que había protagonizado. Hablaron del Hollywood de los cincuenta, de las estrellas de la actualidad, de las conquistas amorosas de Savannah.
Luego el entrevistador cambió de dirección y empezó a hacer preguntas sobre la vida personal de Savannah; sobre su divorcio, sobre su regreso a Charleston y sobre su única hija, la pequeña Harlow Grail.
Anna se enderezó al oír su nombre, sintiendo un nudo en el estómago.
El entrevistador insistía en aquel punto, a pesar de la visible incomodidad de su madre. Habló del «trágico» secuestro y de las secuelas que había dejado en el matrimonio de Savannah, en su familia y en la psique de Harlow.
– Resulta muy triste -comentó- que Harlow no consiguiera superar la experiencia del secuestro. Era una chica tan fuerte y valiente… Debió usted de sufrir mucho al verla desaparecer en el anonimato. Imagino lo enojada e… impotente que debe de sentirse.
– Harlow no ha desaparecido, ni mucho menos -contestó Savannah con orgullo, defendiendo a su bija-. Es novelista y vive en Nueva Orleans. Una novelista de éxito, podría añadir. Sus dos primeras novelas de suspense obtuvieron críticas excelentes.
Anna notó que el corazón le latía con fuerza; se sintió enferma. De un plumazo, su madre había revelado no sólo su profesión, sino también su lugar de residencia.
– ¿Escribe novelas de misterio? -murmuró el entrevistador-. Me extraña no haberlo oído antes. El nombre de Harlow Grail habría bastado, por sí solo, para convertir sus libros en bestsellers.
– Utiliza un seudónimo. Después de lo que le pasó, prefiere evitar la atención pública, como usted comprenderá.
El entrevistador hizo un comentario comprensivo que a Anna le sonó falso.
– Oh, sí, por supuesto. ¿No puede contarnos un poco más? Después de todo, la odisea de Harlow y su fuga tuvo a toda América en vilo durante setenta y dos horas. Fue y sigue siendo una de nuestras heroínas. ¿No podría decirnos, al menos, el título de alguna obra suya…?
– Quisiera poder hacerlo, pero…
– ¿Y en qué editorial publica? ¿En Doubleday? ¿En Chesire House? -por la expresión de Savannah, el entrevistador vio que había dado en el clavo con la segunda editorial-. Chesire House edita obras de conocidos autores de suspense. ¿Podría estar Harlow entre ellos?
Anna pulsó el botón de «pausa», luchando por recobrar el aliento. Sentía como si acabara de golpearle en el pecho una pelota de béisbol lanzada por un bateador profesional.
Con el pulso latiéndole en los oídos, se quedó mirando la imagen congelada de su madre. Lo había revelado todo sobre ella, salvo su nuevo nombre y su número de teléfono: su lugar de residencia, su profesión y la clase de novelas que escribía.