«Yo me plantearía buscar la ayuda de un profesional para resolver tu problema. Y es un problema, aunque tú te empeñes en negarlo».
¿Y qué mejor profesional que un psiquiatra especializado en los traumas de la niñez?
– Dígame -murmuró Anna-, ¿de qué quería hablarme?
– Reúnase conmigo y le hablaré de mi proyecto. Sin compromisos. Si se siente incómoda o no le interesa, no volveré a molestarla. Se lo prometo.
¿Qué tenía que perder?, se dijo Anna. Al fin y al cabo, ya había perdido a Jaye, su anonimato y su carrera.
– De acuerdo -murmuró-. Me reuniré con usted. ¿Le parece bien hoy a las cinco, en el Café du Monde?
Anna llegó temprano a la cita. Pidió un café con leche y se sentó a esperar en la terraza de la cafetería, viendo pasar a la gente.
– Siento llegar tarde -Ben apareció al cabo de unos minutos y se sentó en una silla, frente a ella-. Perdí las llaves, Qué pesadilla…
– En realidad, doctor, estaba empezando a replantearme su proposición. Mi relación con los psicólogos nunca ha sido muy buena.
– ¿Quiere decir que la ha tratado algún profesional?
– Sí, varios -Anna elevó el mentón-. Cuando era mucho más joven.
– ¿Después del secuestro?
– Sí, después del secuestro.
El camarero se acercó y Ben pidió un café con leche y un plato de buñuelos. Luego volvió a dirigirse a Anna.
– Pero yo no le propongo una relación de médico y paciente.
– ¿No? ¿Y qué clase de relación me propone?
– Una relación de autor y autor. De entrevistador y entrevistado. Y quizá, si hay suerte, de amistad.
Una sonrisa curvó los labios de Anna. Se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que aquel hombre le caía bien.
– Es usted bueno en lo suyo.
Él se echó a reír y, tras darle las gracias, volvió a ponerse serio.
– Se lo digo de veras, Anna. No es mi intención tratarla como psiquiatra. Sólo espero que me hable de su vida, de sus sentimientos, de las decisiones que ha tomado y del porqué de esas decisiones.
– Le aseguro que la historia de mi vida no constituirá una lectura fascinante -comentó Anna cínicamente.
– En eso se equivoca. Resultará fascinante para mí y para las personas que lean mi libro. Permita que le hable un poco de mí y de mi trabajo. Quizá así comprenda por qué me interesa tanto entrevistarla.
Ben empezó a hablarle de su educación y sus estudios. Era hijo único, criado por una madre soltera… a la que adoraba. Había sido producto de un breve idilio con un hombre del que su madre se negaba a hablar y, dejando aparte a su tío, no tenía más familia. Recordaba poco de los primeros años de su infancia, salvo que se habían mudado de casa con frecuencia.
– Sin amigos y sin parientes, fui un niño muy solitario. Luego entré en la escuela. Me encantaba. Los libros se convirtieron en mis compañeros constantes.
– ¿Por qué estudió psiquiatría?
– Deseaba ayudar a los demás, pero no soportaba la visión de la sangre -Ben sonrió-. Es una verdad a medias, desde luego. Me fascina la gente. Su comportamiento. Sus motivaciones. Cómo un hecho determinado puede afectar profundamente en la vida de una persona.
Anna debía reconocer que, como escritora, también sentía interés en tales cosas.
– ¿Y por qué se especializó en los traumas infantiles?
– La niñez es el principio de todo. Esos primeros años de formación influyen decisivamente en la vida de toda persona -Ben tomó un sorbo de café-. En mi primer año como psiquiatra, traté un caso fascinante. Se trataba de una mujer que padecía un trastorno de disociación de la identidad.
– ¿Qué?
– Trastorno de disociación de la identidad o TDI. Así llamamos ahora al trastorno de personalidad múltiple.
Anna reflexionó un momento, tratando de recordar lo que sabía acerca de dicho trastorno, que era muy poco.
– El TDI -prosiguió Ben- es consecuencia de un abuso continuado en los primeros años de la infancia. En un intento de protegerse de algo que le resulta insoportable, la psique se divide y forma una personalidad completamente nueva, preparada para hacer frente a cada situación -hizo una pausa-. En el caso que yo traté, la paciente tenía dieciocho personalidades distintas e independientes, cada una con una función específica.
Ambos se quedaron callados. Anna no sabía qué decir. Tomó la taza de café y apuró el resto. Al cabo de un momento, carraspeó y alzó la mirada. Y vio que Ben estaba observando su mano mutilada, con una expresión extraña. Se puso rígida y se llevó las manos al regazo.
– Usted sabe quién soy y, por lo tanto, sabe que no nací con sólo cuatro dedos en la mano derecha -al ver que él no respondía, Anna carraspeó de nuevo-. ¿Ben?
Él se estremeció y, pestañeando, la miró a los ojos.
– ¿Qué?
– Me estaba mirando la mano.
Ben pareció sorprendido. Y luego azorado.
– ¿Sí? Perdón, no me di cuenta. A veces, cuando empiezo a hablar de mi trabajo, me… me abstraigo. Lo siento de veras.
– No pasa nada. Ya estoy acostumbrada.
– ¿A su mutilación? ¿A a que la gente se quede mirándola?
– ¿Sinceramente? Vivir con cuatro dedos resulta mucho más fácil que sobrellevar la curiosidad de la gente.
– Su descortesía, quiere decir.
– A veces, sí.
Ambos se relajaron y Ben siguió hablando de aquel caso de TDI y de otros sobre los cuales había leído. Anna escuchó atentamente cada palabra.
– Comprendo que esté tan interesado en el tema -murmuró al cabo de un rato-. Es fascinante.
– Sería ideal para una de sus novelas.
– ¿Acaso puede leer la mente? -Anna meneó la cabeza con una leve sonrisa-. Estaba pensando justamente en eso.
– Le diré lo que haremos. Usted me ayuda con mi libro y luego yo le ayudo con uno de los suyos. Espero que mi estudio, además de educar al público sobre los efectos a largo plazo del abuso infantil, ayude también a las personas que hayan sobrevivido a dichos abusos. Creo firmemente en el poder curativo del conocimiento. Todos tenemos la capacidad de curarnos a nosotros mismos, sobre todo en lo que respecta a las enfermedades mentales. Sólo tenemos que aprender a usar esa capacidad.
– ¿Y ahí es donde interviene usted?
– Exacto. Yo y los libros de autoayuda.
– Como el suyo.
– Exactamente -Ben manoseó la servilleta-. Dígame que me ayudará.
– No sé. No suelo hablar mucho de mi pasado. No me gusta recordarlo.
– ¿Pero sueña con él, Anna? Sé que sí. Está ahí, en la periferia de su consciencia, atormentándola constantemente. Susurrándole en el oído, influyendo en cada uno de sus actos.
Anna se quedó mirándolo, atónita. E incómoda.
– Podría decirle que eso no es cierto.
– Pero no lo hará, porque es una persona honesta.
Ella se echó a reír de pronto, sorprendiéndose a sí misma.
– Sabelotodo.
– ¿Qué quiere que le diga? Soy un tipo listo. Y majo, ¿no cree?
Sí, era majo, decidió ella. Inteligente y divertido. A Anna le gustaban los hombres intelectuales. Máxime si tenían sentido del humor, como Ben Walker.
– Muy bien, me lo pensaré -dijo al fin-. Pero necesito algo de tiempo. Espero que no se sienta decepcionado.
– Ya soy mayorcito, sé esperar.
Tras pagar la cuenta, se levantaron para marcharse.
– Yo voy en esa dirección -dijo Anna señalando hacia la catedral de San Luis-. ¿Y usted?
– Tengo el coche aparcado en Jax Brewery.
– Entonces, nos despedimos aquí -Anna se metió las manos en los bolsillos.
– Sí. De momento -Ben se inclinó para besarle la mejilla-. He disfrutado mucho hablando contigo, Anna -dijo tuteándola-. Llámame -sin aguardar una respuesta, se dio media vuelta y se alejó.
Ben yacía tumbado en la cama, sólo en la oscuridad. Respiraba lenta y profundamente por la nariz, notando cómo la compresa que tenía en la frente se enfriaba.