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El dolor de cabeza que lo había atormentado horas antes había vuelto durante su charla con Anna, aumentando conforme transcurrían los segundos. Cuando llegó al coche, el dolor se había vuelto insoportable. Había conseguido abrir la portezuela y derrumbarse dentro del vehículo. No sabía cómo se las había arreglado para volver a su casa, Pero allí estaba.

Ben cerró los ojos mientras la píldora recetada por el médico le brindaba un dulce y misericordioso alivio.

Pensó en su encuentro con Anna. Ella lo había observado mientras se alejaba. Ben había sentido claramente su mirada en la espalda y había cedido al impulso de girarse… para ver cómo ella lo miraba, con una mano en la mejilla, allí donde él la había besado, y una expresión de sorpresa y satisfacción. O eso había querido creer Ben.

Repasó mentalmente la conversación. Anna se había mostrado interesada en su trabajo. Habían congeniado a la perfección, se dijo.

Pero luego, ella lo había sorprendido mirándole la mano mutilada. Ben fue sincero al decirle que lo había hecho sin darse cuenta, que se había quedado en blanco.

Durante toda su vida había experimentado momentos como aquel. Y, al igual que sus dolores de cabeza, esos momentos se habían vuelto más frecuentes en los últimos meses. Preocupado, Ben había ido al médico. Tras una serie de pruebas y análisis, el doctor le recomendó que dejara la cafeína e hiciera yoga y otras clases de ejercicios para reducir el estrés. La mejora, sin embargo, había sido muy leve.

Ben pensó en otro detalle igualmente inquietante: Anna aún no había accedido a concederle la entrevista. La había presionado demasiado. La había asustado.

La presión de su cráneo se intensificó y Ben dejó escapar un gemido. Siempre había pensado que la sinceridad era la mejor política. ¿Por qué no le había dicho a Anna la verdad? ¿Por qué no le había hablado de las circunstancias que lo llevaron a ver el programa de Estilo, el sábado por la tarde? En vez de eso, le había hecho creer que era admirador de sus novelas desde mucho antes.

Si la cabeza no le doliera tanto, se dijo, se abofetearía a sí mismo por ser tan estúpido. Anna le gustaba. Era inteligente, poseía un sutil sentido del humor y una integridad emocional poco frecuente en aquellos tiempos. Se merecía su sinceridad.

Y, si era sincero consigo mismo, debía reconocer que Anna le gustaba en un aspecto que nada tenía que ver con su libro.

De pronto, milagrosamente, el dolor desapareció. Ben exhaló un suspiro de sorpresa y de alivio al tiempo que se incorporaba en la cama. Sonrió y después se echó a reír, sintiéndose como si acabara de enfrentarse una vez más con el diablo y hubiera conseguido ahuyentarlo.

Llamaría a Anna, decidió. La invitaría a cenar para hablarle del paquete que le habían dejado en la consulta. Y de sus sentimientos.

Una vez, en su apartamento, Anna no deseaba pensar en otra cosa que no fuese su encuentro con Ben Walker. Le gustaba Ben. Había disfrutado con su compañía. Se había sentido fascinada con su trabajo, con sus explicaciones.

Anna se llevó una mano a la mejilla, allí donde Ben había posado sus labios. Había sido un gesto atrevido. Romántico. Un gesto pensado para dejar sin aliento a una mujer.

En ese aspecto, había funcionado. Anna había experimentado un cosquilleo de excitación, una breve pero intensa oleada de placer. No obstante, aquel gesto también la había sorprendido, porque no parecía propio de un hombre como Ben Walker.

Anna frunció el ceño. Apenas había conversado más de una hora con él, pero, extrañamente, sentía como si ya lo conociera del todo.

«Basta ya de soñar despierta», se dijo mientras activaba el contestador automático para comprobar si tenía mensajes. Su madre había telefoneado para comunicarle que había encontrado la tarjeta del entrevistador. Tal como ella recordaba, tenía uno de esos nombres estúpidos, Peter Peters. El siguiente mensaje era de la madre adoptiva de Jaye, pidiéndole que la llamara. Sorprendida, Anna le telefoneó de inmediato.

La mujer respondió después del segundo tono.

– Fran, soy Anna North. ¿Me has llamado?

– Sí -respondió la mujer-. ¿Está Jaye ahí contigo?

– No, no la he visto ni he hablado con ella últimamente -Anna frunció el ceño-. ¿No ha vuelto de la escuela?

– No. Al principio, no me preocupé. A veces se para en casa de alguna amiga o va a la biblioteca. Pero sabe que debe volver a las cinco y media, como muy tarde, para cenar.

Anna miró su reloj. Ya eran casi las ocho y había oscurecido.

– Seguro que estará en casa de alguna amiga y se le ha ido el santo al cielo -prosiguió Fran-. Pero, como su tutora legal, tengo la obligación de saber dónde se encuentra.

Anna arrugó la frente. Su obligación legal. No parecía que le importase. Ni que estuviera realmente preocupada.

Anna se reprendió a sí misma por tales pensamientos. Fran y Bob Clausen habían sido muy buenos con Jaye.

– ¿Tienes alguna idea de con quién puede estar? -inquirió Fran.

– Te diré lo que haremos -propuso Anna-. Haré unas cuantas llamadas para ver si consigo localizarla. Ya te llamaré.

Diez minutos más tarde, Anna había eliminado todas las posibilidades. Había hablado con Jennifer, Tiffany, Carol y Sarah… las mejores amigas de Jaye. Ninguna la había visto, ni en la escuela ni después, cosa que preocupó profundamente a Anna.

Al recordar que un individuo la había estado siguiendo, experimentó una punzada de pánico. Anna meneó la cabeza y llamó de nuevo a Fran, pero Jaye seguía sin aparecer.

– ¿Te ha dicho Jaye que un hombre la siguió el otro día, al salir de la escuela? -preguntó Anna.

Por un momento, Fran se quedó callada.

– No -dijo por fin-. Es la primera noticia que tengo.

– Jaye no parecía muy preocupada, pero ahora…

– No saquemos conclusiones precipitadas, Anna. Seguro que entrará por la puerta en cualquier momento.

Anna así lo esperaba. Tras prometer que se mantendría en contacto, agarró el bolso y las llaves y salió a la calle.

Se dio por vencida a las diez y media de la noche. Había buscado en todos los sitios que solía frecuentar Jaye, sola o con sus amigos. Nadie la había visto en todo el día.

Llevaba más de catorce horas desaparecida.

Presa del pánico, Anna giró a la izquierda en Carrollton Avenue para dirigirse a casa de los Clausen. Seguramente, Jaye habría vuelto ya. Pero Fran abrió la puerta antes incluso de que Anna llamase.

– No las has encontrado, ¿verdad?

Anna negó con la cabeza.

– Esperaba que hubiese regresado ya a casa.

– Pues no, no ha regresado -dijo Bob Clausen con voz malhumorada-. Ni regresará.

Anna se giró hacia él. Era un hombre corpulento, de facciones toscas.

– ¿Cómo dices?

– Se ha escapado de casa.

Anna emitió un suspiro de consternación y desvió su mirada hacia la otra mujer.

– Fran, ¿ha ocurrido algo que yo no sepa?

La mujer abrió la boca para contestar, pero su marido respondió por ella.

– ¿Acaso te sorprende? Ya lo había hecho anteriormente.

– Pero ya es mayor y de eso hace mucho tiempo. Jaye tiene muy claro lo que desea en la vida. Sabe que huyendo de casa no conseguirá nada bueno -Anna miró a Bob-. ¿Te ha dicho Fran que un hombre siguió a Jaye el otro día, al salir del colegio?

Bob puso los ojos en blanco.

– Eso es una tontería. Si la hubiera seguido alguien nos lo habría dicho.

– Al principio, yo tampoco creía que se hubiera escapado de casa -comentó Fran-. Pero si has hablado con sus amigos y hoy ni siquiera ha ido a la escuela…

Bob Clausen emitió un resoplido de disgusto.

– Es una niña terca y egoísta. Y siempre lo será.

Anna se puso rígida, con las mejillas acaloradas.

– Perdona, pero Jaye no es ni terca ni egoísta.