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– Bob lo ha dicho sin pensar -Fran entrelazó nerviosamente las manos-. Pero tú no vives con ella, Anna. Es muy testaruda, a veces incluso rebelde. Cuando se empeña en hacer algo, lo hace, sin pensar en las consecuencias.

Anna reprimió su furia, aunque a duras penas.

– Si vosotros hubierais tenido la infancia que tuvo Jaye, seguramente seríais igual de testarudos.

Los Clausen intercambiaron una mirada. Bob abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla. Sin decir palabra, se giró sobre sus talones y volvió al salón.

Fran lo observó y luego miró de nuevo a Anna.

– Ya te llamaremos si aparece o… o si nos enteramos de algo.

En otras palabras, le estaba pidiendo que se largara.

Anna decidió seguir la sugerencia, pero sólo después de investigar un poco más. Había algo en todo aquello que no acababa de cuadrar.

– ¿Te importa si echo un vistazo en la habitación de Jaye?

– ¿En su habitación? -Fran miró de soslayo hacia el salón-. ¿Para qué?

– Supongo que… quiero ver por mí misma que se ha ido -Anna bajó la voz-. Por favor, Fran. Es muy importante para mí.

– Está bien -accedió Fran tras dudar unos segundos. Luego la acompañó hasta el cuarto de Jaye, quedándose fuera mientras Anna lo inspeccionaba.

En la mesita de noche, Anna vio tres latas de cola vacías y un montón de CDs. Se acercó a ellos para echarles un vistazo, sintiendo un nudo en la garganta. Algunos de ellos eran los favoritos de Jaye. Si había huido, ¿por qué no se los había llevado consigo? Jaye tenía un reproductor de CD portátil; raras veces iba a algún sitio sin él.

Salvo a la escuela. Los reproductores de CD habían sido prohibidos en el centro al empezar el curso. Indignada, Jaye incluso había dirigido una carta de queja a la administración del colegio.

Anna miró hacia el suelo. Junto al pie de la cama había un libro de la biblioteca, el envoltorio de una barra de caramelo y los zapatos Dr. Marten que Jaye se había comprado con su propio dinero.

Ella adoraba aquellos zapatos. Había ahorrado durante cuatro meses, prescindiendo de cualquier capricho, para poder comprárselos.

Anna tragó saliva y paseó la mirada por el resto de la habitación, buscando algo que la tranquilizara. O algo que la sumiera en un estado de pánico total.

Debajo de la cama encontró una caja llena de recuerdos. El anillo de boda de la madre de Jaye; una fotografía también de su madre; su partida de nacimiento y los dos poemas que le habían publicado en la revista literaria del colegio, el año anterior; una foto en la que aparecía con Anna, ambas abrazadas y sonriendo.

Anna tomó la foto, notando que se le saltaban las lágrimas. Recordaba claramente aquel día. Fue poco después de que Jaye y ella se hicieran amigas de verdad. Llena de dolor, volvió a depositar con cuidado la fotografía en la caja.

Jaye jamás se habría marchado voluntariamente dejando atrás aquellas cosas. Representaban todo lo bueno de su pasado, todo aquello que deseaba conservar en el recuerdo.

Una oleada de pavor, súbito y helado, se propagó en el interior de Anna. Si Jaye no había huido, ¿dónde podía estar, a las diez y media de un día entre semana?

Anna agarró la caja y la llevó fuera de la habitación, donde aguardaba Fran Clausen.

– ¿Has visto esto? -le preguntó.

– ¿Eso? -Fran miró la caja con expresión intranquila-. ¿Qué es?

– La caja de recuerdos de Jaye -Anna retiró la tapa y le mostró el contenido-. Estaba guardada debajo de la cama.

Fran hizo un gesto rápido y nervioso.

– ¿Y qué?

– Jaye jamás se habría ido sin estas cosas. No se ha escapado, Fran. Le ha ocurrido algo.

Fran se puso pálida.

– Me resulta difícil de creer…

– ¿Se llevó alguna bolsa consigo esta mañana?

– Sólo la bolsa de los libros, pero…

– No he visto ninguno de sus libros de texto en la habitación. ¿Por qué iba a llevarse los libros y a dejar atrás las cosas que realmente le importan? ¿No crees que se hubiera llevado algo de ropa, sus zapatos, su cepillo de dientes, sus recuerdos? Piénsalo, Fran. Jaye no huiría sin nada.

– ¡Por el amor de Dios! -rugió Bob Clausen al tiempo que se acercaba por el pasillo-. ¡Deja de agobiar a mi mujer!

Anna se encaró con él, notando que el corazón le latía con fuerza en el pecho.

– No pretendo agobiarla. Sólo quiero que comprenda que…

– Acepta el hecho de que Jaye se ha ido y déjanos en paz.

– ¿Habéis hablado con Paula? -inquirió Anna refiriéndose a Paula Pérez, la asistenta social de Jaye-. Tiene que saber que Jaye…

– Ya hemos hablado con ella. Cree que Jaye ha huido. De hecho, llegó a esa conclusión antes que yo mismo. Si no regresa antes de medianoche, Paula dará parte de su desaparición a las autoridades.

– Pero Paula no sabe nada de esto -dijo Anna señalando la caja de recuerdos-. Ni siquiera vosotros lo sabíais.

– Llámala y díselo. Me importa un rábano.

– Sí -dijo Anna en tono quedo mientras Bob se daba media vuelta-. Es evidente que te importa un rábano.

Bob Clausen se quedó inmóvil. Luego se giró lentamente hacia Anna.

– ¿Qué has dicho?

Anna irguió el mentón para disimular lo intimidada que se sentía. Bob era grande como un toro y, en aquellos momentos, daba la impresión de que disfrutaría dándole una paliza.

– Sois los padres adoptivos de Jaye. Me resulta raro que no estéis más preocupados.

El rostro de Bob se tiñó de color.

– ¿Cómo te atreves a venir a nuestra casa a largarnos un discurso? ¿Cómo te atreves a insinuar que…?

– Bob -suplicó su esposa-, por favor.

Él hizo caso omiso y dio un paso amenazador hacia Anna.

– ¿No lo entiendes? Nosotros ya hemos pasado por esto antes. Tú no. Las chicas como Jaye nunca permanecen mucho tiempo en el mismo sitio. En cuanto no consiguen lo que quieren, desaparecen. Se van sin decir nada a las personas que se preocupan por ellas. Y punto -dio otro paso hacia Anna; ella retrocedió instintivamente-. Quiero que te marches ahora mismo.

Anna dirigió una mirada suplicante a la otra mujer.

– Fran, por favor… Yo conozco a Jaye. Es amiga mía, y… sé que no haría una cosa así. Estoy totalmente segura.

Pero Fran simplemente se apartó a un lado, con expresión inaccesible.

– Si nos enteramos de algo, te llamaremos.

– Gracias -Anna aferró con más fuerza la caja de recuerdos de Jaye, reacia a soltarla, aunque no supiera por qué-. ¿Puedo guardarle esto?

– Dada la situación, se supone que debemos devolver todos los efectos personales de Jaye al Departamento de Servicios Sociales.

Anna tragó saliva. Aquel comentario parecía tan ominoso. Tan definitivo.

– Por favor, me aseguraré de que Paula lo reciba. Lo prometo.

Fran dudó un momento, pero luego accedió. Seguidamente, los Clausen acompañaron a Anna hasta la puerta y la observaron mientras se alejaba de la casa, con la caja apretada contra el pecho. Al llegar al coche, Anna se giró para ver cómo Fran y su marido intercambiaban miradas furtivas.

En ese momento, Anna se sintió llena de pánico. Pareció perder la capacidad de moverse o de pensar. Ni siquiera podía abrir la portezuela para subirse en el coche.

Mientras permanecía allí, inmóvil, con la mirada fija en la pareja, una única pregunta relampagueó en su cerebro. ¿Qué le había ocurrido a Jaye?

Jaye se despertó con un gemido. Le dolían la cabeza y la espalda y se notaba la boca seca como el esparto. Gimió y se puso de lado. Al captar un olor acre, abrió los ojos.

Y recordó. En la parada del autobús, había vuelto la cabeza para ver a aquel viejo pervertido, sonriéndole. Al instante siguiente, había sentido cómo la arrastraban a la fuerza detrás de un seto de azaleas y le colocaban algo sobre la boca y la nariz. Recordó la sensación de terror. El grito silencioso que resonó en su mente.