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– A mí me encaja -comentó Johnson-. Pero tampoco conviene descartar la teoría de la bolsa de plástico.

Walden hizo un gesto.de asentimiento.

– Opino lo mismo. Al menos, resulta más lógico que la idea de que el tipo vaya por ahí con una almohada bajo el brazo.

La capitana O’Shay se reclinó en la silla.

– Quiero que este caso se resuelva. Los medios ya están especulando acerca de cuándo se producirá el tercer asesinato. El comisario Pennington se me echa encima continuamente, y permítanme que les diga que resulta muy incómodo.

Johnson se aclaró la garganta. Walden tosió y Quentin entrecerró los ojos,

– Tenemos un buen punto de partida, capitana. Lo resolveremos enseguida. Se lo garantizo.

– Procuren hacerlo -dijo ella-. Y manténganme informada.

Poniéndose en pie, Johnson y Walden se unieron a Quentin en la puerta.

La capitana detuvo a Quentin.

– ¿Malone?

Él se volvió para mirar a su tía.

– No le digas ni una palabra a Landry -ordenó ella-. Él está fuera de esto. ¿Entendido?

Quentin frunció el ceño. Algo en la expresión de la capitana lo inquietó.

– ¿Quieres decirme de una vez lo que ocurre?

– No puedo. Todavía no -su tía arqueó las cejas-. ¿Cooperarás? ¿O prefieres salirte del caso? Si es así, lo comprenderé…

– Cooperaré -respondió él-. Pero déjame decirte que todo esto me parece una putada. Terry es inocente.

Anna permanecía sentada ante la resplandeciente pantalla vacía de su ordenador. En las últimas dos horas, había redactado y desechado una docena de párrafos, insatisfecha con cada palabra que escribía.

Le resultaba imposible concentrarse. Además, ¿de qué le serviría? Había rechazado la oferta de su editorial. Ya no tenía editor ni, probablemente, agente. ¿Qué prisa había en que escribiera una nueva novela?

Notó que le afloraban a los ojos lágrimas de frustración y maldijo en voz baja. No iba a llorar por eso. Si lloraba, sería por Jaye. O por Minnie. Ellas la necesitaban. Ellas eran lo que importaba. Y no algo tan trivial como su carrera de escritora.

¿Trivial? Sus libros, su carrera, eran importantes para ella.

Pero no tanto como Jaye. Como averiguar qué le había ocurrido.

La buena noticia era que el inspector Malone había prometido investigar el asunto.

Anna se apoyó la barbilla en la mano mientras recordaba su conversación con el policía. Era un hombre muy atractivo, con una de esas sonrisas irresistibles capaces de derretir el corazón y los sentidos de una mujer.

¿Qué diablos le pasaba?, se preguntó. ¿A qué se debía aquella súbita e inoportuna atracción sexual? Había ido a la comisaría para ayudar a Jaye, por el amor de Dios.

Anna se obligó a concentrarse de nuevo en la pantalla del ordenador. Escribió una frase y luego otra. Las líneas fueron acumulándose, formando párrafos.

De bazofia carente de inspiración.

Anna los borró, chasqueando la lengua con frustración. Dios santo, ¿volvería a ser capaz de escribir alguna vez?

En ese momento, sonó el teléfono, y Anna descolgó el auricular como si se aferrara a un salvavidas.

– ¿Dígame?

– Anna, soy Ben Walker.

Al oír el sonido de aquella voz, Anna experimentó una oleada de placer… y una punzada de culpa. No había vuelto a pensar en Ben desde la desaparición de Jaye.

– Ben -murmuró-. Hola.

– ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Me siento un poco culpable. Se supone que debía llamarte yo, ¿verdad?

– No te preocupes por eso.

– En estos dos últimos días han pasado muchas cosas y, la verdad, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en tu propuesta -Anna lo puso al corriente de lo sucedido.

– Dios santo, Anna, ¿hay algo que yo pueda hacer?

– No, a menos que puedas decirme dónde está Jaye. Al menos, el inspector prometió hacer una investigación. Y no es que se creyera mi historia, desde luego.

Ben guardó silencio y luego carraspeó.

– Llámame si necesitas algo, aunque sólo sea para desfogar tu frustración. Hazlo sin dudar, a cualquier hora del día o de la noche.

– ¿De la noche? Teniendo en cuenta lo poco que duermo últimamente, es una invitación muy arriesgada.

– Lo digo en serio, Anna. Llámame cuando se te ofrezca algo, lo que sea.

Ella volvió a darle las gracias y, durante unos segundos, se hizo el silencio entre ambos. Ben lo rompió finalmente.

– ¿Así que todavía no nos has rechazado ni a mí ni a mi propuesta?

Anna sonrió.

– La verdad es que no.

– Bien. Porque esperaba invitarte a cenar.

– ¿A cenar? -repitió ella, sorprendida.

– Sí. Esta noche -Ben hizo una pausa-. Sin presiones de ninguna clase. Solos tú y yo, con una buena comida y un buen vino. ¿Qué me dices?

Anna ni siquiera se lo pensó. Después de los días que había pasado, la idea de cenar tranquilamente con un hombre interesante le parecía mejor que buena. Le parecía perfecta.

Tres horas más tarde, Anna llegó a Arnauds, uno de los mejores restaurantes tradicionales. de Nueva Orleans. Habían acordado encontrarse en el restaurante y Ben ya estaba allí, esperándola delante de la puerta. Llevaba un traje azul marino, camisa blanca y corbata granate. Parecía tener frío.

– Podías haberme esperado dentro -murmuró Anna en tono de disculpa-. Aquí fuera hace un frío que pela.

Restándole importancia, Ben la condujo al interior del restaurante. El maître ya les tenía lista la mesa, situada junto a una de las ventanas de cristal emplomado que daban a la calle.

– Me encanta Arnauds -murmuró ella-. Aparte de que sirven una comida excelente, tienen uno de los comedores más bonitos de la ciudad.

– No lo he notado, porque no consigo apartar los ojos de ti. Estás hermosísima, Anna -Ben se sonrojó-. No puedo creer que haya dicho algo semejante.

– A mí me ha parecido un piropo muy dulce -Anna alargó la mano para tocar levemente la de él-. Gracias, Ben.

En ese momento, llegó el camarero. Tras presentarse, tomó nota de lo que iban a beber y desapareció.

– ¿Cómo va el libro? -preguntó Anna.

– Ah, no, ni hablar -dijo Ben zarandeando un dedo-. La otra vez fui yo quien habló casi todo el rato. Hoy te toca a ti -sonrió-. ¿Qué tal va tu trabajo?

– Ahora mismo no tengo contrato -explicó ella-. Y no tardaré en quedarme también sin editorial.

– ¿Cómo es posible? -inquirió Ben mientras el camarero regresaba con el vino-. Si tus libros son magníficos. No tienen nada que envidiar a los de Sue Grafton o Mary Higgins Clark.

Anna le dio las gracias, apreciando el cumplido.

– Piensan que mi pasado es el gancho que necesito para entrar en la lista de los autores más vendidos. Me han hecho una oferta más que generosa, y me gustaría aceptarla, pero…

– ¿Pero qué? ¿Cuál es el problema?

Anna agachó la mirada y entrelazó fuertemente las manos en el regazo.

– Desean sacar partido de mi pasado. Si acepto, tendré que ir a la radio y a la televisión.

– Y la idea te aterroriza.

– Dios, sí -Anna lo miró a los ojos-. Quisiera aceptar, pero, ¿hablar en los medios de mi pasado, y no sólo de mi trabajo? ¿Exponerme ante cualquier chiflado que quisiera…? -se estremeció-. Ayúdame, Ben. Dime qué debo hacer.

– Tú ya sabes lo que debes hacer, sólo que no te gusta la respuesta.

– Maldición -musitó ella-. Me temía que ibas a decir eso. ¿No existe ninguna cura milagrosa, doctor?

– Lo siento -respondió él en tono comprensivo-. Aún no estás preparada. Y lo sabes. No estás capacitada emocionalmente para hacer lo que quiere tu editor.

– ¿Por qué me está pasando esto? -Anna apretó los puños-. Todo iba tan bien. Mi trabajo, mi vida… Todo.